The Objective
Javier Benegas

Trump y la nueva derecha

«La lucha contra el totalitarismo no se gana imitando sus métodos, sino denunciando aquello que lo hace intolerable y reafirmando nuestros principios»

Opinión
Trump y la nueva derecha

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. | Ilustración de Alejandra Svriz

Hay un argumento que repiten sin cesar quienes se han investido como adalides de la nueva derecha. Este argumento es que el mundo ya no es el mismo, que ha cambiado enormemente en los últimos 50 años (medio siglo es la medida redonda que han determinado). Esta verdad de Perogrullo les sirve para justificar que la derecha se actualice y adopte nuevas estrategias y formas de hacer política.

Apoyándose en esta idea, la nueva derecha rechaza lo que considera pasividad o ingenuidad de la derecha clásica en el terreno político. En su opinión, el conservadurismo tradicional se ha aferrado a un ideal de juego limpio y moderación que ha sido aprovechado por la izquierda y el establishment para avanzar su agenda sin apenas oposición. En consecuencia, la nueva derecha nos propone adoptar una postura más combativa y sin concesiones, utilizando tácticas que antes criticaba en sus adversarios.   

Mientras que la derecha clásica aún ve el mundo en términos de democracia vs dictadura, la nueva derecha adopta un enfoque nacionalista y multipolar, en el que las alianzas dependen más de intereses pragmáticos que de valores democráticos. De ahí que algunos sectores de esta nueva derecha sean más tolerantes con regímenes autoritarios si los perciben como aliados estratégicos o como un contrapeso al globalismo liberal. 

Para la nueva derecha no hay buenos y malos. Ni Zelenski es un santo, ni Putin un demonio. Lo cual, siendo cierto (nadie es un santo, Zelenski tampoco), es un ejemplo de falacia del falso equilibrio o falacia de la equidistancia. Esta falacia se usa para presentar dos partes como moralmente equivalentes, subordinando nuestro juicio a un supuesto bien común que lo trasciende. 

El mundo de la Guerra Fría es un mundo viejo, periclitado. Y la derecha, tal y como era entonces, también habría quedado obsoleta. No entenderlo y aferrarse a esa división en dos bloques, entre el llamado mundo libre y el totalitario, es propio de estúpidos. El presente es multipolar y está lleno de paradojas, hasta el punto de que, en la actualidad, una nación democrática puede ser más malvada que otra cuya forma de gobierno sea la dictadura. 

«La nueva derecha debe convertirse en la imagen especular de la izquierda. Incorporar a su arsenal las mismas estratagemas»

Como si se tratara de una carrera armamentística, la derecha debe evolucionar, adoptar nuevas armas, visiones y estrategias. Para empezar, debe dejar de ser tan exquisita, tan formal y respetuosa con las reglas, que también habrían devenido obsoletas, porque sus adversarios no se atienen a ellas. Esta obcecación por el juego limpio obliga a la derecha a moverse en un terreno de juego desnivelado, donde el rival avanza cuesta abajo, mientras que ella debe hacerlo cuesta arriba. Hay pues que nivelar el tablero. Más aún, inclinarlo en sentido contrario.

Pero ¿cómo lograrlo? Es sencillo, adoptando el estilo de juego del adversario. La nueva derecha debe convertirse en la imagen especular de la izquierda. Incorporar a su arsenal las mismas estratagemas, la misma forma de hacer propaganda y, cuando se estime necesario, mentir con el mismo desparpajo.   

El problema es que, al asumir esta visión más pragmática, la nueva derecha corre el riesgo de caer en el mismo relativismo que tradicionalmente ha criticado en la izquierda posmoderna. Si los principios intemporales del conservadurismo liberal dejan de ser guías para la acción política y se convierten en obstáculos para la eficacia, ¿en qué se diferencia realmente de lo que antes denunciaba?

La pregunta que debemos formularnos es si desechar el conservadurismo liberal clásico, tal y como propone la nueva derecha, nos conducirá a un mundo mejor. En definitiva, debemos plantearnos si de verdad los viejos principios son un lastre del que debemos desprendernos. Si la respuesta es afirmativa, entonces, para ser consecuentes, tendremos que asumir una cascada de renuncias. 

«Deberemos renunciar a la idea de un gobierno limitado y a la separación de poderes»

Deberemos renunciar a la defensa de la libertad individual, que no es absoluta, sino que debe coexistir con el orden y la responsabilidad personal, y a derechos inalienables, como la vida, la libertad y la propiedad. 

Deberemos renunciar a la propiedad privada, que es un pilar del progreso y la estabilidad social, y a la economía de libre mercado con mínima intervención estatal. Lo que implica asumir el colectivismo y el igualitarismo forzado, aunque de signo contrario al izquierdista, al menos nominalmente.

Deberemos renunciar a la idea de un gobierno limitado y a la separación de poderes, y que el Estado, en vez de ser un árbitro, se convierta en un actor centralizador, de tal suerte que las instituciones y valores tradicionales puedan ser manejados arbitrariamente. Hasta que finalmente la propia moral sea subjetiva y relativista, sin anclaje alguno en la historia y la naturaleza humana.

Deberemos renunciar al Estado de derecho y a la justicia imparcial, para que la ley ya no se aplique de manera objetiva e igual para todos. Lo que conlleva que el Derecho se convierta en un mero instrumento del poder político, sujeto a fines ideológicos.

«Deberemos renunciar a equilibrar la libertad con el orden, la economía de mercado con la estabilidad social y progreso con tradición»

Deberemos renunciar al nacionalismo cívico y a la defensa de la soberanía, que valora la identidad nacional basada en la historia, la cultura y la legalidad. Y, paradójicamente, en vez de rechazar modelos supranacionales que debiliten la soberanía nacional, promover un globalismo especular basado en las alianzas transnacionales de la nueva derecha.

Deberemos renunciar al realismo político y geopolítico, donde la política no se guía por utopías, sino por realidades. Y también dejar de considerar que la naturaleza humana tiene aspectos inmutables, incluyendo la búsqueda de poder.

En definitiva, deberemos renunciar a intentar equilibrar la libertad con el orden, la economía de mercado con la estabilidad social y el progreso con la tradición.

Si renunciamos a todos estos principios en nombre de la eficacia, corremos el riesgo de convertirnos en lo mismo que decimos combatir: un régimen donde el individuo queda subordinado a una causa superior, donde la verdad se sacrifica por la conveniencia política y donde la libertad es un obstáculo para la victoria.

«Hay quien afirma que el mayor problema que enfrentamos es la estupidez. Discrepo, es la mentira»

Hay quien afirma que el mayor problema que enfrentamos es la estupidez. Discrepo, es la mentira. Por más que todo parezca cambiar, hay realidades que permanecen inmutables. Y una de ellas, como advirtió Jean-François Revel, es que la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira. Contra esta fuerza siempre hay que luchar. Nunca aliarse con ella. Esto último es lo estúpido.

La historia nos ha enseñado que cualquier ideología que en nombre del bien común promueva la concentración de poder y asuma que el fin justifica los medios, tarde o temprano, termina aplastando a quienes prometió proteger

La lucha contra el totalitarismo no se gana imitando sus métodos, sino denunciando aquello que lo hace intolerable y reafirmando nuestros principios: la dignidad del individuo, el derecho a pensar y hablar sin miedo, la convicción de que la política debe servir a la verdad y no al revés. Defender estos principios no es una muestra de debilidad, mucho menos un anacronismo. Es el mayor y más pertinente acto de resistencia imaginable contra quienes, desde un lado u otro del tablero, buscan someternos.

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