Trumpilandia
«Trump piensa que puede imponer la paz y borrar fronteras con sólo decirlo. La cuestión es si lo que está configurando acabará con la república norteamericana»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hace tiempo que se viene repitiendo cómo la vida política norteamericana atraviesa por un período de grave crisis, que el patriotismo que compartían los dos grandes partidos, y la inmensa mayoría de norteamericanos, ha dado paso a un ambiente muy caldeado, divisivo y más próximo a una especie de guerra civil que a cualquier política razonable.
Los que creemos que ya es arduo entender a fondo la política de nuestro propio país profesamos un discreto escepticismo sobre las afirmaciones que puedan hacerse sobre lo que ocurre en países ajenos, pero no podemos evitar alguna alarma sobre lo que nadie nos dice, sino que podemos ver con nuestros propios ojos. A este grupo de acontecimientos pertenece por méritos propios el espectáculo que se montó en el Despacho Oval de la Casa Blanca aprovechando que el señor Zelenski pasaba por allí.
Lo que se supone era el tema de fondo es algo lo suficientemente complejo para que los especialistas puedan discutir casi indefinidamente, de manera que les ahorro cualquier clase de disquisición sobre este asunto, que, por otra parte, es inevitable nos parezca tan grave como amenazante y doloroso. Lo que sí podemos hacer, sin embargo, es hablar sobre las formas de trato humano que allí se desplegaron porque eso y no ningún parte de guerra ni ninguna especulación sobre las vías para alcanzar la paz, es lo que ha llamado poderosamente la atención del mundo entero.
El gran protagonista del espectáculo, el recién elegido presidente de los EEUU, se comportó con la franqueza y brutalidad de quien discute con un amiguete provisto de una copa y apoyado en la barra de un bar ya en horas muy avanzadas. Trump llamó estúpido al anterior presidente, aseguró que hay cosas que se le han hecho a otros (se supone que presidentes) y que nadie se atrevería a hacerle a él y señaló de manera muy agresiva a su invitado para hacerle ver como que le perdonaba la vida por ser (él, Trump) persona comedida y de principios pero que no insistiese en decir bobadas porque Trump sabía muy bien que no tenía bazas en las que apoyarse, aunque si ese espectáculo fuese un juego de cartas no sería limpio porque Trump había visto los naipes del rival.
Nada de lo que allí vimos, con creciente estupefacción, puede considerarse ni lejanamente ortodoxo desde el punto de vista de los usos diplomáticos, esa manera de comportarse en la que los protagonistas son conscientes de que, aunque puedan acabar matándose, en ese momento se deben respeto, comedimiento y buena educación. Lo que allí pudimos contemplar constituye una negación grosera de cualquier distinción, el comportamiento de un personaje, y de su corte, que desconocen cualquier diferencia entre ellos mismos y los papeles institucionales que les toca representar.
«Esta manera bárbara de comportarse es un modo de ejercer el gobierno en el que se asume que no existe límite alguno al poder»
Esto es gravísimo porque una vez que se rompen los límites de un lenguaje puede pasar cualquier cosa, por ejemplo Zelenski bien podría haber sido detenido con la excusa de haber faltado al respeto debido a Trump, y retenido hasta que recitase de pe a pa el catecismo trumpiano. Lo que no son capaces de ver ni Trump, ni Vance, que parecía algo más instruido, es que las instituciones y la diplomacia crean lenguajes con los que se protege al mundo de la barbarie. Como ha escrito Anne Applebaum en The Atlantic, en unos minutos Trump y Vance crearon un nuevo estereotipo americano, no el americano tranquilo ni el americano feo, sino el americano brutal.
Esta manera bárbara de comportarse políticamente, tener el poder como quien es dueño de una propiedad particular, es un modo de ejercer el gobierno en el que se asume que no existe límite alguno al poder del que manda y que, por ello mismo, puede cambiar su país y, al parecer, el mundo según se le ocurra y se le antoje, es algo tan preocupante como cualquier dictadura, aunque su origen se encuentre en una elección democrática. La patrimonialización de un poder legítimo en origen se basa en la creencia de que el poder que se posee es infinito, lo que niega de raíz el elemento liberal de control que legitima el ejercicio de poder obtenido en las urnas.
En el caso de los EEUU esta asunción es especialmente dramática y disfuncional porque, entre otras cosas, se opone por completo a la realidad del mundo en que vivimos y a lo que sienten y piensan una buena mayoría de seres humanos. Dicho por lo breve, se hace difícil comprender cómo un país que ha salido corriendo en una buena mayoría de los conflictos en que se ha visto envuelto en los últimos 50 años, pueda imponer ahora no su voluntad, sino el capricho de su presidente sin bajarse del autobús, solo colocándose una gorra en la que se puede leer «Trump tiene razón en todo».
Al final, alguien que ha dicho vendría a acabar con el wokismo nos está endilgando una herencia ultrawokista, ¿cómo si no, calificar el intento de cambiar de nombre al golfo de México o el proyecto de anexión de Groenlandia, la recuperación de Panamá y la anunciada absorción de Canadá? Todas esas realidades son fruto y herencia de una historia que Trump cree que puede negar y aniquilar, sencillamente porque él no estaba allí y ahora sí que está y nadie puede decirle que no.
«Lo que está sucediendo es que se va a causar un daño casi irreparable a alguno de los ideales que se esgrimieron para ganar las elecciones»
Así como hubo dictadores que iban diciendo exprópiese, Trump piensa que puede imponer la paz, borrar fronteras y poner otras nuevas con sólo decirlo. La gran cuestión es si esta Trumpilandia que se está configurando acabará o no con la vieja república norteamericana. Hasta hace muy poco cualquier persona sensata apostaría a que eso sería imposible, pero, visto lo visto, cabe empezar a temer lo peor. Lo que, sin duda alguna está sucediendo es que se va a causar un daño casi irreparable a alguno de los ideales que se esgrimieron para ganar las elecciones, como la idea liberal de que hay que controlar al gobierno y las administraciones en lugar de dejarse controlar por ellos, pero la forma en que se dibuja esa promesa es una pesadilla.
Trump es una especie de Shylock al que ningún juez va a ser capaz de exigirle que solo corte exactamente las libras pactadas, ni un gramo más, algo que para el personaje de Shakespeare era imposible, pero una limitación que Trump pretende saltarse alegremente. Por alguna razón no suficientemente aclarada existen muchas personas que a la vista de los tiempos tan confusos y cambiantes que vivimos apuestan por alguna posibilidad milagrera e irracional, por tirar la política al cubo de basura y seguir alocadamente a mentirosos compulsivos que, al parecer, hacen gracia. Risum teneatis.