Un detalle siniestro
«Santiago Gerchunoff se fija en el uso de la palabra fascismo que evidenciaría la parálisis mental de quienes se sienten llamados a hacer frente a los actuales peligros»

Svriz
La velocidad de vértigo a la que está cambiando el mundo nos sitúa frente a un mar de incertidumbre que paradójicamente nos obliga a buscar ilusorios fondeaderos en el pasado, como si la historia, con todas sus catástrofes, fuera un refugio preferible al enigma del porvenir. Ideológicamente varados en clasificaciones que hace demasiado tiempo que perdieron su sentido y su eficacia, aún no nos hemos dado cuenta de que urge formular un nuevo pensamiento político que nos ayude a salir de la pesadilla del siglo XX. Mientras funcionó la solución a la misma –el orden liberal vencedor de la guerra fría–, nos sentimos como quien dice en casa. Ahora, en cambio, con aquel equilibro mundial destruido, la imaginación vuelve al desastre en busca de una especie de castigo retroactivo y ejemplarizante. Los gritos de Trump a Zelenski advirtiéndole de que estaba jugando (gambling) con la Tercera Guerra Mundial son el perfecto ejemplo de esa sumisión a la fábrica de sentido de la historia.
Contra esa inercia, Santiago Gerchunoff ha escrito un breve y modélico ensayo titulado Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo. Para qué no sirve la historia (Anagrama). Sin caer en ningún momento en la esclerosis lingüística tan característica de nuestro tiempo, Gerchunoff denuncia con altura y contundencia el cerril simplismo con que la izquierda –o lo que queda de ella– está juzgando la rápida y astuta adaptación de la nueva derecha –que ya ni siquiera aguanta ese nombre– al hábitat del siglo XXI. Y para hacerlo se fija en «un detalle siniestro» en el uso de la palabra fascismo que evidenciaría la parálisis mental de quienes se sienten llamados a hacer frente a los actuales peligros.
Comentando un poema de Martin Niemöller –pastor protestante que inicialmente apoyó a los nazis para luego oponerse al régimen– y que a veces se ha atribuido a Brecht, Gerchunoff sostiene que «no hay nada más siniestro que responsabilizar a las víctimas de su destrucción». La idea autocomplaciente de Niemöller de que él no hizo nada contra Hitler hasta que vinieron a por él y «ya era demasiado tarde» encierra en el fondo un proceso de santificación del destino que vacía el presente de aquellos muertos, condenándolos para siempre a una destrucción productora de trascendencia histórica. La operación sirve para calmar la propia conciencia, pero a cambio de encerrarnos a todos en una culpa generalizada que paradójicamente exonera a los opresores.
Al utilizar ahora la palabra «fascismo» para conjurar el miedo a acabar como las víctimas del totalitarismo del siglo pasado –que, como nosotros, no hicieron nada hasta que fue demasiado tarde–, estamos responsabilizando inconscientemente a los exterminados de su terrible final. Así, el grito de «fascista» que con tanta ligereza se profiere contra el enemigo que nunca ha dejado de vencer se convierte en la mejor coartada para el funcionamiento del mecanismo histórico, accionado precisamente por una fe en un sentido que impide cualquier salida del mismo. La lección del pasado se diluye entonces en una hipoteca del futuro gracias a la cual los oprimidos les hacen el trabajo sucio a los opresores.
«Gerchunoff parece denunciar cómo ese uso perverso de la palabra fascismo acaba con el peligro que acechaba a aquellos muertos y apaga la esperanza que iluminaba su presente»
Tras esta poderosa y valiente meditación se adivina el aliento de Sánchez Ferlosio, el escritor español que con más indignación se revolvió contra la nueva teodicea hegeliana de la Historia Universal, cuyo edificio, por otra parte, ya había sido volado por Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de historia. En la tesis sexta, Benjamin diferencia entre historia y memoria para denunciar cómo el dominio de la primera ahoga la verdad de la segunda. El cometido del verdadero historiador no consistiría en transmitir una serie de hechos con un final predeterminado sino en «adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro». Esa sería la única manera de «encender en el pasado la chispa de la esperanza», don que solo le es dado al historiador «perfectamente convencido de que ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence».
La operación de Santiago Gerchunoff parece denunciar justamente cómo ese uso perverso de la palabra fascismo acaba con el «peligro» que acechaba a aquellos muertos –puesto que a fin de cuentas estaban condenados a ser víctimas por su ceguera de entonces– y a la vez apaga la «chispa de esperanza» que iluminaba su presente para alumbrar de rondón la oscuridad de nuestros días. En esa tesitura, nuestro siglo se aparece como una época desahuciada de responsabilidad y acción, como un mero apéndice siniestro de la historia escrita y acabada.
De nada servirá llamar fascistas a Trump, Milei, Le Pen, Abascal o Musk si con ello queremos afirmar algo que escape a la lógica funesta del nihilismo imperante. Como dice Gerchunoff en las conclusiones de su ensayo, el mundo de la política se caracteriza por la «indeterminación» y «lo impredecible». Y es justamente nuestra apertura a esa terra incognita lo que puede generar el clima necesario para evitar la catástrofe. Del mismo modo que, como decía Ferlosio, si a millones de fanáticos les da por creer en un dios maligno, a ese dios no le queda más remedio que existir, la creencia en una posibilidad de renovación política es el primer requisito para que esa opción empiece a tener lugar.
El espantajo del fascismo, además de condenarnos a todos como víctimas virtuales de un totalitarismo triunfante, invalida nuestra libertad para analizar y juzgar lo que está ocurriendo con otras herramientas, sin la necesidad de militar en un antifascismo que lo único que consigue es inocular miedo allí donde debería haber coraje y perpetuar una esclavitud histórica donde debería propiciarse una liberación del pasado. La falsa lucha antifascista es una consecuencia además de la destrucción de lo que Hannah Arendt llamaba «el espacio de aparición» en el que la pluralidad de ciudadanos se manifiesta y, al manifestarse, protege su existencia. El culto a la diferencia y el resentimiento fomentados por la izquierda postmaterialista a lo largo de las últimas décadas como respuesta al funcionamiento del Estado del bienestar ha terminado por despertar en todo el mundo un esencialismo extremo de signo contrario que reivindica las identidades estables y clásicas.
La reacción, por un mecanismo de rechazo mimético, supone en realidad la adopción del mismo principio de impugnación del espacio público –común por definición– emprendido por la izquierda identitaria. Basta ver el enésimo jardín inmoral en el que se ha metido el Gobierno de Sánchez por culpa de sus alianzas con partidos de evidente fe xenófoba. (Y resulta que encima ese tóxico conglomerado se presenta como la caricatura del «no pasarán»). También en ese debate inmigratorio, el fantasma del fascismo distrae de la verdadera cuestión, remitiendo a la catástrofe totalitaria lo que debería servir para reformular los fundamentos políticos de nuestro tiempo y protegernos así del pasado. Puesto que la principal lección que nos dejó el siglo XX estriba en el hecho incontrovertible de que, después del vendaval de las revoluciones, las dictaduras y las guerras, hay que restaurar siempre –una y otra vez– el espacio de convivencia en el que unos y otros puedan decirse «nunca más», el aserto, justamente, que libera a las víctimas, hoy como ayer, de su predestinación.