El 8-M y la vida
«Mientras el 8-M sea un escaparate sectario y los problemas reales y la vida de las mujeres estén en otra parte, el 8-M puede ser peor que la enfermedad»

Yolanda Díaz, Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y Mónica García. | Ilustración de Alejandra Svriz
Hace años que no voy a la manifestación del 8-M. A ninguna. Sinceramente, creo que el feminismo de verdad está en otra parte, y la vida también. Ya sé que nada es perfecto. También creo que hay cosas que no se pueden hacer peor. Sinceramente, creo que lo peor que nos ha podido pasar a las mujeres de este país ha sido tener una ministra de Igualdad como Irene Montero y un feminismo de gulag, peor que de salón, como el de Podemos y derivados.
Esto lo ve cada vez más claro cada vez más gente, sobre todo después de la estrambótica emergencia de las miserias de cama de algunos antaño insignes patriarcas de esta familia política. Hoy en día el feminismo sale a la calle abiertamente dividido y peleado. Ya las goteras de todo el tema no se pueden ocultar. Pero acuérdense de qué pasaba hace solo seis o siete años: si te rebelabas contra el secuestro ideológico y la cosificación política de las mujeres por parte de la extrema izquierda, si osabas cuestionar el opio del pueblo morado, te llevabas una sarta de insultos. Cuando no una pedrada o un chorreo de meados (literalmente) para que te fueras de «su» manifestación.
A mí no me pudieron echar de ninguna manifestación porque ya digo que no iba. Que no tragaba. Pero sí me tuve que acostumbrar a mi ración diaria de cicuta en redes sociales y en la esfera periodística y política, que en la primera he estado siempre, y en la segunda pasé tres años. Inolvidables en muchos sentidos, también en este. Puta y borracha es lo mínimo que me han llamado. Por no hablar de cuando se han metido con mi vida privada con un afán inquisitorial que en este país no se recordaba desde la Sección Femenina falangista.
Este miércoles, 12 de marzo, sale a la venta mi novela La boca del dragón. La publica La Esfera de los Libros y se presenta en la librería Lé de Madrid (Avenida de Alberto Alcocer, 8) el 19 de marzo a las 19 horas. Está invitado todo el mundo, piense lo que piense. Aviso para navegantes: es una memoria novelada de mi relación de tres años con el escritor Fernando Sánchez Dragó, fallecido el 10 de abril de 2023.
El libro recorre nuestra historia amorosa, pero también intenta reflexionar sobre las dificultades de vivir cualquier historia amorosa seria en un contexto enloquecido por la salvaje fiscalización de la vida de la gente. De los hombres y mujeres que, si ya lo teníamos difícil para amarnos desde la diferencia de edad y de ideas, y en un contexto en que los roles masculinos y femeninos mutan a toda velocidad, nada más nos faltaba que saliera un pseudofeminismo de monja alférez a decirnos lo que podemos y no podemos hacer.
«Sánchez Dragó habría respetado siempre la presunción de inocencia de Errejón como jamás se respetó la suya»
En el libro cuento, por ejemplo, que siendo diputada en el Parlamento catalán, se me invitó a firmar un manifiesto que condenaba la violencia política e institucional contra las mujeres. Ese manifiesto era una iniciativa de la franquicia catalana de Podemos y debo decir que al principio me sorprendió que me tuvieran en cuenta. A mí y a todas las mujeres como yo que teníamos la impresión de que, si no existiéramos, para ellos, mejor.
Pronto descubrí que aquel manifiesto tenía muy poco de integrador y mucho de oportunista. Respondía a una «afrenta» sufrida en sede parlamentaria por la ya mencionada Irene Montero. Una diputada de Vox en el Congreso la acusó de no tener otro mérito, para ser ministra, que el de haber «estudiado en profundidad» a Pablo Iglesias. Ante este ultraje, se movilizó la artillería pesada morada. Se esperaba que todas las mujeres del Parlamento catalán (camareras del bar incluidas, aunque a las diputadas de Vox no se les dio la opción) firmáramos aquel manifiesto que condenaba los «ataques de la ultraderecha» pues eso, contra las mujeres.
Yo me leía el manifiesto y no salía de mi perplejidad. Planteé que no se podían condenar los ataques de la ultraderecha obviando los de la ultraizquierda, que tampoco es manca. Por lo menos a mí, como explico en el libro, casi todos los pepinos me han venido de ahí. La de veces que me han pedido cuentas por haber estado con un «facha» como Dragó, que nunca me faltó al respeto como en sede judicial está acusado de hacerlo, sin ir más lejos, Íñigo Errejón. Por cierto, Dragó habría respetado siempre la presunción de inocencia de Errejón como jamás se respetó la suya. O, ya puestos, la mía. Con Dragó muerto y enterrado, todavía me cae la del pulpo cada vez que, por ejemplo, se me ocurre recordar que el sufragio femenino se aprobó en España gracias al ahínco de la liberal Clara de Campoamor, y con la férrea oposición de la extrema izquierda de la época, con Victoria Kent al frente. Temían dejar votar masivamente a las mujeres porque estaban convencidos de que muchas votarían lo que les mandara su cura o confesor. Ese era y es el nivel. En realidad, no ha cambiado tanto.
A pesar de que diputadas de otros partidos, incluido ERC, con el que yo he tenido mis conocidos rifirrafes, veían lógica mi petición -si condenamos los ataques de la ultraderecha, hay que condenar también los de la ultraizquierda; y si no se quiere poner el dedo en la llaga, pues condenemos a todos los ultras, en abstracto, y ya está-, no hubo manera. No se pudo modificar ni una coma de un manifiesto que, pretendiéndose unitario, feminista y en defensa de todas las mujeres, en realidad era un traje a medida para Irene Montero y sus correligionarias. O lo tomabas, o lo dejabas.
«El beso de Rubiales a Jenni Hermoso parece un asunto mucho más grave que la violación, mutilación y asesinato de mujeres judías»
Yo lo dejé. No lo firmé. Y hasta hoy. Un hoy en el que me provoca sensaciones agridulces -a medio camino entre el «ya os lo dije» y el «qué pena todo…» – ver cómo de repente muchos y sobre todo muchas parecen haber descubierto el gran engaño. La gran hipocresía. Cuando ves que al fin las «feministas clásicas» se rebelan contra las de nuevo cuño dogmático y dicen que esto no puede ser y tal y tal. A buenas horas. Algunas lo venimos diciendo y sufriendo desde hace años.
Mis amigas feministas más ortodoxas que yo, para tener la fiesta en paz, me mandan imágenes de mujeres iraníes, saudíes, afganas, etc., sabiendo que es más fácil que nos pongamos de acuerdo en defender la libertad de nuestras «hermanas» de cualquier país, antes que del nuestro. Eso solo ya sería triste. ¿Tenemos un feminismo que solo vale para exportar? Y ojo, para exportar solo a según qué sitios. Porque mencionar la atroz violencia sexual sufrida por las mujeres víctimas del 7 de octubre sigue siendo tabú. Recordar lo que le ha pasado a Shiri Bibas y a sus dos pequeños hijos a manos de Hamás te hace acreedora a la etiqueta de monstruo. El dichoso beso de Luis Rubiales a Jenni Hermoso parece un asunto mucho más grave que la violación, mutilación y asesinato de mujeres judías por el mero hecho de serlo.
En fin. Sin duda se puede ser feminista de izquierdas. Y feminista de derechas. Hasta feminista apolítica, que es lo que a este paso van a acabar consiguiendo que sean cada vez más mujeres hartas de que les, nos, tomen el pelo. Pero mientras el 8-M sea un escaparate sectario y los problemas reales y la vida de las mujeres estén en otra parte, mientras para ser libre tengas que huir de cierta gente y de ciertas banderas como de la peste, pues qué quieren que les diga. Que puede ser peor el 8-M que la enfermedad.