Nacionalismo contra inmigración
«Más que racismo hay aporofobia, rechazo a los pobres, esta palabra tan descriptiva de una realidad que según creo se inventó hace unos años la filósofa Adela Cortina»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El nacionalismo basado en la identidad siempre ha rechazado la inmigración, especialmente de aquellos que se expresan en una lengua diferente o practican otra religión que la dominante entre los nativos. Sin embargo, no se explicaría la historia del mundo sin los procesos migratorios. Por unas razones u otras, son pocos los territorios donde no hay o no ha habido mestizaje con más o menos intensidad. Lo queramos o no, de una u otra manera, aunque tengamos ocho apellidos vascos, todos somos mestizos. Afortunadamente, la genética no lo es todo.
Porque la cuestión no es genética ni cultural, sino social y económica. Un occidental de cultura cristiana puede sentirse muy distinto a los musulmanes del norte de África o de Oriente Medio si son más pobres que él. En cambio, si son de un nivel económico similar las distancias se reducen y si son más ricos, muchos más ricos, las puertas de las tiendas, hoteles y restaurantes, se les abren y las reverencias son cada vez más pronunciadas. Mientras, se impide el paso a los pobres nacidos en su país y con los ocho apellidos de marras a cuestas.
Más que racismo, pues, hay aporofobia, rechazo a los pobres, esta palabra tan descriptiva de una realidad que según creo se inventó hace unos años la filósofa Adela Cortina y ha sido recogido nuestra Real Academia de la Lengua.
Se ha armado un justo revuelo con el acuerdo sobre las competencias de inmigración entre el Gobierno de Sánchez y el partido Junts de Puigdemont, naturalmente llevado a cabo en Ginebra, donde parece que se ha desplazado en los últimos tiempos una sede del Congreso cuando el gobierno necesita los siete votos del partido catalán para sobrevivir.
Con las competencias obtenidas por Junts, los políticos catalanes creen que controlarán la inmigración para así preservar la pureza de la raza (que hoy se denomina cultura) catalana y, sobre todo, esto es lo que de verdad les interesa, seguir ganando elecciones y detentando el poder autonómico hasta obtener todas las competencias de las que está dotado cualquier estado soberano.
Hace unos años hubiera dicho que ello era imposible pero visto lo visto hoy no lo aseguraría: en Ginebra puede proclamarse la República catalana el día menos pensado… y rectificar a los cinco minutos, claro. Todo es posible, todo puede ser verdad o mentira, comedia o farsa.
Pero lo que no se puede frenar es la inmigración. El proceso mundial es imparable, la economía manda. Y debemos prepararnos para ello sin acabar en un conflicto armado, recordemos el sangriento fin de Yugoslavia o el actual de Ucrania, entre otros muchos en otras partes del mundo. Estamos en un terreno peligroso.
El nacionalismo identitario, el dominante en Cataluña, es el peor instrumento para resolver esta situación de potencial conflicto que conduce al inevitable enfrentamiento porque plantea la cuestión en términos existenciales: o existe la Cataluña catalana de siempre, la nuestra, la propia (que por cierto es imaginaria, nunca ha existido, siempre ha sido un territorio y una población cambiante) o Cataluña desaparece de mapa y nosotros, los nacionalistas catalanes, no queremos ser responsables de esa irreparable catástrofe.
En cambio, todo ello puede resolverse pacíficamente con los instrumentos del Estado democrático de derecho y el liberalismo como filosofía de fondo. En concreto: no hay que asimilar a los inmigrantes, sino acogerlos con la única condición que deben respetar las leyes en la misma medida que los autóctonos. Estas leyes, por su parte deberán estar basadas en los dos grandes valores de las democracias occidentales: la libertad y la igualdad, en suma los derechos fundamentales recogidos en las declaraciones de los organismos internacionales a los que pertenece España.
Asimilar a los inmigrantes significa presionarlos para que renuncien a su lengua, sus costumbres y su religión con la finalidad de que adopten la imperante en la sociedad de acogida. Esto no sería justo ni razonable. Simplemente, hay que suministrarles los instrumentos para que puedan vivir en nuestra sociedad con las mismas posibilidades que los nativos: comunicarse con y entre ellos, aprender oficios y profesiones, mantener sus costumbres si esto es lo que desean o cambiarlas si lo prefieren. Es decir, desarrollarse como personas libres, con el mismo grado de libertad que los demás, o sea, iguales en derechos y deberes.
Se aprobará una nueva ley, se delegarán competencias en este campo a Cataluña (no veo razón justificada para que no se haga lo mismo con otras comunidades autónomas que también acogen inmigrantes), los gobernantes nacionalistas catalanes (todos los partidos menos el PP) querrán imponer unas condiciones inaceptables e iliberales a los recién llegados y fracasarán. Mientras, Cataluña seguirá en su actual camino de decadencia económica, social y cultural.
El nacionalismo identitario sólo concibe el término integrar en el sentido de asimilar. La política nacionalista nunca solucionará la inmigración sin conflicto y sin injusticia. Pero Lamine Yamal siempre será más popular y admirado que Puigdemont.