THE OBJECTIVE
Gabriela Bustelo

La pandemia: Zona Cero de la crisis política global

«Lo que empezó hace cinco años como una emergencia de salud pública se deslizó subrepticiamente, día a día, hacia liderazgos disfuncionales y autoritarios»

Opinión
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La pandemia: Zona Cero de la crisis política global

Pandemia de la Covid 19 en China. | Archivo

Estos días las redes sociales nos recuerdan que han pasado cinco años desde que en marzo de 2020 la OMS declaró que el «brote de coronavirus» era una pandemia. En aquellas desconcertantes horas cuando el objetivo era sobrevivir, jamás imaginamos hasta qué punto la Covid no solo sería una crisis sanitaria sin precedentes, sino también el punto de inflexión para un cambio radical en el liderazgo global. «Nos han educado para saber distinguir la opresión y rebelarnos cuando las puertas empiezan a cerrarse a nuestro alrededor. Pero ¿qué pasa si no se oyen gritos de angustia?», preguntaba Neil Postman en 1985.

Lo que empezó hace cinco años como una emergencia de salud pública se deslizó subrepticiamente, día a día, hacia liderazgos disfuncionales, autoritarios y con un control omnímodo sobre poblaciones sumisas que parecen aceptarlo todo con una sonrisa bobalicona. Incluso hoy cuesta aceptar que la democracia haya sido una de las víctimas colaterales de la pandemia de coronavirus. 

¿Cómo empezó todo? En mi barrio madrileño un coche de policía recorría las calles desiertas pregonando con un megáfono: «Atención, atención. Se requiere a los ciudadanos que sin causa justificada se encuentran en las vías y espacios públicos que de manera inmediata se dirijan a sus domicilios y permanezcan en ellos. Nos encontramos ante una emergencia sanitaria grave que necesita una colaboración total». Todos los gobiernos, salvo alguna excepción como la de Suecia, impusieron medidas drásticas con la excusa de proteger a la población. Pero una vez terminadas las cuarentenas, el poder ejecutivo real se había multiplicado. Empezó a parecer normal posponer los presupuestos indefinidamente, suprimir la transparencia, teatralizar las ruedas de prensa y aprobar decretos con nocturnidad. Líderes antaño moderados descubrieron lo que era gobernar con mano dura, sin necesidad de rendir cuentas.

No solo en las autocracias se vio esto. Según el último Índice de Democracia de The Economist, apenas un 45% de la población mundial vive en democracia, con más del 40% bajo regímenes autoritarios y el 15% en «sistemas híbridos». Incluso en una democracia consolidada como la española, el discurso de la emergencia sirvió para justificar políticas que, en tiempos previos, habrían sido impensables. Con el tiempo la población fue dando por buenas estas restricciones, acostumbrándose a que el poder estuviera menos cuestionado. Desde que ha empezado el año 2025 contemplamos boquiabiertos la conducta tiránica de Donald Trump en Estados Unidos, país al que nadie llama ya «el faro de la democracia» ni por asomo.

Otra de las secuelas que nos deja la pandemia es el control de los medios de comunicación. Bajo el pretexto de combatir la desinformación, los líderes de las democracias han ido imponiendo regulaciones a la prensa y a las redes sociales. Estamos asistiendo al fenómeno impensable de la selección gubernamental de periodistas —reconvertidos abiertamente en propagandistas financiados con dinero público— y la censura manifiesta de los periodistas no afines. El coronavirus nos ha llenado el diccionario de palabros como post verdad, desinformación y polarización, que definen un mundo distópico orwelliano y huxleyano ya no relegado a novelas futuristas, sino instalado en nuestra ramplona cotidianeidad. La manipulación informativa siempre ha sido un problema, claro que sí, pero las restricciones pandémicas permitieron silenciar las críticas y reforzar las narrativas oficiales. Eso se ha quedado.

«En vez de fortalecer la democracia, Pedro Sánchez y Donald Trump optaron por los discursos populistas, alimentando la discordia nacional y atacando salvajemente a la oposición»

Los millones de ciudadanos que confiaron en sus líderes para manejar la crisis vieron sus gobiernos expuestos conforme afloraban los errores, las mentiras y la corrupción en la gestión de la pandemia: vacunas y mascarillas compradas con dinero público a precios astronómicos y cifras manipuladas de contagios y muertes. «Cada recomendación gubernamental o periodística venía seguida de una refutación casi inmediata. Cada noticia o dato científico tenía su reverso contradictorio, a menudo publicadas ambas versiones en el mismo medio, incluso firmadas por el mismo periodista. Cada verdad oficial se convertía en una mentira oficial en cuestión de horas». Esto lo escribí el 20 de marzo de 2020 en Covidiotas, una crónica pandémica que las editoriales españolas se resistían a publicar, porque no era un entusiasta panegírico gubernamental. 

Cuando la ciudadanía occidental por fin reaccionó, las encuestas mostraban un aumento del escepticismo y el recelo hacia las instituciones. Pero en vez de esforzarse por recuperar la credibilidad, como hacían antes de la pandemia, gobernantes como Pedro Sánchez y Donald Trump optaron por fortalecer sus discursos populistas, alimentando la discordia nacional y atacando salvajemente a la oposición. En vez de fortalecer la democracia, el coronavirus la debilitó. 

Entre tanto, la sociedad civil iba perdiendo espacio, incapaz de organizarse físicamente, mientras la pandemia imponía su universo cibernético. En nuestro país, el coronavirus digitalizó el sector empresarial en dieciocho meses. Como el gobierno socialista impuso uno de los confinamientos más drásticos de Occidente, las pymes españolas tuvieron que tecnologizarse para sobrevivir. La vida entera, desde el trabajo hasta la educación y la vida social, pasó a depender de internet. Pero esta rápida transformación trajo consigo nuevos problemas, como el auge de la manipulación electoral, la ciberguerra y la vigilancia digital masiva.

Los procesos electorales del último lustro han sido casi videojuegos en tiempo real, con los bots y las campañas de desinformación jugando un papel clave. Los gobiernos han aprovechado la digitalización para monitorear a la población de maneras que antes habrían sido escandalosas, con rastreos informáticos y acopios exhaustivos de datos personales de los abnegados contribuyentes que les pagan los sueldos con sus impuestos. La ciberguerra ya no es solo entre países, sino también entre gobiernos y ciudadanos. Cada vez es más fácil espiar, censurar y manipular información, con la verdad desaparecida en combate y la libertad de expresión amenazada de muerte.

Las crisis suelen redefinir el poder y la pandemia no fue una excepción. Este mes de marzo se cumplen cinco años desde el coronavirus se proclamó pandemia. Pero sus efectos sobre el liderazgo global y la estructura política del mundo son de larga duración. «Si os sentís confusos y os parece que la vida avanza hacia el caos y la incertidumbre, sabed no sois un caso excepcional», explica el historiador británico Adam Tooze. «Estamos ante una policrisis, que es una experiencia colectiva». Casi sin darnos cuenta, hemos entrado en una era donde las seguridades democráticas mueren en lo que tardamos en parpadear, mientras el descontrol global avanza imparable. La pregunta es: ¿podemos revertir el rumbo o estamos condenados a vivir en una distopía? Todo empezó aquel marzo de 2020. De esta salimos juntos, nos decían. La pregunta es dónde hemos entrado.

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