Tarsila do Amaral en Bilbao
«Tarsila y Oswald de Andrade no eran los primeros artistas de vanguardia en Brasil, pero sí los que con más decisión se propusieron crear una imagen nueva de su país»

'Autorretrato Manteau rouge' de Tarsila do Amaral. | Museo Guggenheim de Bilbao
Para ser modernos había que ser salvajes. Aunque esta fórmula parece sacada de algún manual de política contemporánea o directamente de las notas de Javier Milei, en realidad fue la clave de la vanguardia artística del siglo XX. Entre los latinoamericanos, esta máxima tuvo un añadido. No sólo había que ser salvajes para ser modernos, sino que había que viajar a París para descubrir América Latina y sentir nostalgia por las raíces nacionales. Fue exactamente eso lo que le ocurrió a la pintora brasileña Tarsila do Amaral, cuya obra se exhibe este semestre en el museo Guggenheim de Bilbao.
A ella y a su pareja, el poeta Oswald de Andrade. París brotaba en sus fantasías como la cima de la modernidad occidental, el lugar donde habían estallado las revoluciones plásticas más fascinantes y donde cada día el mundo parecía reinventarse en algún café de Montparnasse. Allá llegó Tarsila para formarse con los cubistas André Lhote, Albert Gleizes y Fernand Léger; Oswald, para rodearse de literatura y de poetas, en especial de Blaise Cendrars; y los dos, finalmente, para descubrir que cada vez se sentían más brasileños. Sobre todo ella. «Quiero ser la pintora de mi tierra», llegó a decir.
La razón de estas nostalgias era clara. La vanguardia francesa más osada, empezando por el cubismo y el dadaísmo, había buscado nuevas fuentes espirituales y estéticas en el mundo primitivo. Traicionando los ideales clásicos para rescatar las geometrías egipcias y prehispánicas, la espontaneidad y la libertad salvaje o la abstracción formal de las máscaras africanas, los europeos habían ascendido al Olimpo del arte nuevo. Para los latinoamericanos esto fue sorprendente, porque todos esos elementos que fascinaban a sus colegas franceses eran parte de la vida que habían dejado atrás cuando partieron hacia Europa en busca de modernidad. En París se daban cuenta de que la modernidad implicaba rebelarse contra las formas del pasado y ser salvaje, espontáneo, fauve.
El descubrimiento fue fascinante. En París se daban cuenta de que las fuentes de la modernidad estaban en casa, que ellos eran americanos y que su arte se iba a nutrir de esos elementos, mucho más cercanos a su sensibilidad y cotidianidad que a la de los europeos. Serían ellos los protagonistas de una renovación vanguardista más excitante que la francesa, la italiana o la alemana, y para ello volvieron a Brasil. Se trajeron a Cendrars e incluyeron a Mario de Andrade, otro poeta brasileño, y emprendieron todos un viaje para redescubrir Brasil. Oswald lo retrataría a medida que se internaban por Minas Gerais con versos libres, juguetones e innovadores: la poesía Pau Brasil; Tarsila lo plasmaría con las herramientas que obtuvo durante su formación pictórica, eso a lo que se refirió como su «servicio militar cubista». Y el resultado sería un Brasil nuevo, modernísimo y salvajísimo, lleno de colores vibrantes y de formas geométricas, de monstruos sacados de las leyendas primitivas y de escenas de la vida rural.
«Su actitud desacomplejada y salvaje, modernamente salvaje, convirtió a Tarsila y a Oswald en antropófagos culturales»
Tarsila y Oswald no eran los primeros artistas de vanguardia en Brasil, pero sí los que con más decisión se propusieron crear una imagen nueva de su país. Su obsesión sería esa: determinar cuál era el lugar de Brasil en el mundo, cómo podían ser a la vez muy brasileños –disfrutar de la «sabia pereza solar», como escribió Oswald- y muy cosmopolitas; tener, como las criaturas que pintaba Tarsila, los pies inmensos y muy bien puestos en el suelo brasileño, y a la vez mantener el contacto con el mundo, con sus estéticas de vanguardia, sus aventuras tecnológicas, su moda, sus estilos de vida. Y entre los dos, ella con su intuición plástica y él con su habilidad poética para redactar manifiestos de vanguardia, llegaron a la conclusión de que el brasileño –y esto es extensible al americano en general- podía apropiarse o deglutir cualquier influencia extranjera porque su estómago lo convertía en producto nacional. Todo lo que hiciera un brasileño, así estuviera en París y hablara en francés, así se nutriera de escuelas europeas o sajonas, sería cultura brasileña. Su actitud desacomplejada y salvaje, modernamente salvaje, convirtió a Tarsila y a Oswald en antropófagos culturales, y precisamente por eso acabó llamándose así la vanguardia que inventaron a finales de los años veinte: antropofagia.
Todo esto es lo que se puede ver en el Guggenheim y yo no he visto, porque aún no he sacado tiempo para ir hasta Bilbao. Pero iré, porque Tarsila, la pueblerina vestida por Poiret, como la llamó Oswald en Atelier, seguramente es la pintora más importante del siglo XX en América Latina, la que entendió que un continente feraz y exuberante que ardía en fiestas populares, soñaba leyendas que venían del principio de los tiempos y se perdía en una naturaleza desbordante, también podía tener un destino abierto, cosmopolita y moderno.