THE OBJECTIVE
Sonia Sierra

A favor de prohibir el hiyab en las aulas

«A los defensores de que las mujeres lleven hiyab les preguntaría: ¿Cuántos palmos de tela que socavan la libertad de la mujer están dispuestos a aceptar?»

Opinión
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A favor de prohibir el hiyab en las aulas

Niña con un hiyab. | Pexels

Cuando la Dra. Elena Ramallo me propuso presentar conjuntamente una modificación legislativa para prohibir el hiyab en los centros escolares y el burka en el espacio público, no dudé ni un segundo mi respuesta. Se trata de un tema que me preocupa desde hace tiempo y sobre el que he escrito varias veces desde estas mismas páginas y para intentar solucionarlo, nada mejor que ir de la mano de una prestigiosa jurista para intentar cambiar las leyes que amparan estos símbolos misóginos que campan a sus anchas por nuestro país. Sabía que no sería fácil y que tendría consecuencias, pero como creo firmemente que España debe ser un país de personas libres e iguales, accedí. Nunca imaginé que tendría tanta repercusión y, pese a la campaña de acoso en redes que hemos sufrido, creo que ha merecido la pena poner en la agenda este tema.

Se trata de una cuestión difícil de resolver porque nuestro sistema democrático es tolerante con la intolerancia en nombre de la libertad individual. A esto hay que sumar que siempre hay quien tiene el gatillo apretado para espetarte un «racista» a la cara y por miedo a ese adjetivo calificativo, en Reino Unido se ha permitido y silenciado la violación masiva de niñas y adolescentes a manos de depravados provenientes de otras culturas. Tras discutir reiteradamente sobre esto, las trampas del debate me parecen bastante evidentes y voy a tratar de desentrañarlas aquí si tienen la amabilidad de seguir leyéndome.

La primera trampa es el mito de la libre elección. Las personas que aluden a libertad de elegir presentan los centros escolares como una especie de spas de sensaciones democráticas donde se consulta al alumnado y se someten a votación las medidas que luego se plasman en los reglamentos de régimen interno, aunque nada más lejos de la realidad. Los móviles, por ejemplo, están prohibidos en las aulas y estoy convencida de que si le preguntáramos a los alumnos si quieren tenerlo en clase, el resultado haría palidecer a la Bulgaria de los viejos tiempos. Lo mismo pasa con las gorras y las capuchas: en la mayoría de centro están prohibidos pese a que muchos alumnos, especialmente los de procedencia latina, quieren llevarlas y he visto a lo largo de mi vida numerosos alumnos que ha preferido un parte de incidencia o ser expulsados de clase antes que quitárselas.

De la misma manera, también me he encontrado en reiteradas ocasiones a alumnos que, ante la petición de descubrirse la cabeza, han señalado a compañeras musulmanas y han preguntado: ¿por qué ella puede llevar la cabeza tapada y yo no? Y qué puedes contestar ante eso, ¿qué es una seña de identidad? Ya he dicho que para ellos la gorra también lo es. ¿Que es por motivos religiosos pese a estar en un centro público de un país aconfesional?

El pasado viernes en un debate en Espejo Público con Coral Latorre, líder del Sindicato de Estudiantes (no deja de sorprenderme que sea líder estudiantil una señora de 30 añazos, como señalaba Jorge Vilches), dijo que comparar el hiyab con una gorra es «bastante insultante» y yo le diría que sí, que las pobres gorras deberían sentirse insultadas al ser comparadas con un símbolo machista de la opresión de la mujer. La sindicalista se empeñaba, sin embargo, en hacer un símil con las cruces. En ambos casos son símbolos religiosos y por eso Francia prohíbe ambos en sus aulas, pero, dicho esto, las cruces son llevadas indistintamente por hombres y mujeres, no tapan ninguna parte del cuerpo y en ningún lugar del mundo se obliga a nadie a llevarla ni se sufre ningún tipo de daño físico por no hacerlo.

«Hablarán las que dicen llevarlo porque quieren, pero no aquellas a las que se les obliga»

También nos acusó de formar parte de una campaña racista de la ultraderecha pese a que Elena y yo actuamos al margen de cualquier partido –y nos gustaría reunirnos con todos aquellos que quieran escucharnos- y estamos realizando esto de forma altruista, sacando tiempo de donde podemos, a diferencia de ella, que representa a un sindicato al que los españoles le hemos pagado casi medio millón de euros desde que Sánchez llegó al poder.

Los defensores del hiyab en las aulas insisten en que hay muchas mujeres que lo llevan porque quieren y que hay que darles la palabra a ellas. Yo, siempre a favor de la libertad de expresión, así que, por supuesto, que les den la palabra, pero aquí hay una nueva trampa: hablarán las que dicen llevarlo porque quieren, pero no aquellas a las que se les obliga. Si yo he recibido amenazas, incluso de muerte, por el simple hecho de presentar una propuesta de reforma legislativa, ¿quién se puede creer que estas mujeres pueden hablar libremente sobre la opresión que sufren?

Otra de las trampas que el buenismo tiende en el debate es decir que ya decidirán por sí mismas quitárselo cuando sean mayores, porque se supone que asumirán como propias las maravillas de la igualdad de sexo. Como discurso suena muy bien, pero la realidad nos demuestra todo lo contrario. A mediados de los 90, cuando empezó a llegar la inmigración de forma masiva a España, no se veían a niñas ni a adolescentes tapadas, tan solo a algunas mujeres casadas que tampoco llevaban hiyab, sino pañoletas.

Sin embargo, cada vez hay más niñas veladas y a más corta edad –lo más aberrante que he llegado a ver son niñas con velo islámico en carricoches- y cada vez hay más mujeres y más tapadas por nuestras calles. Antes, en Barcelona, era muy raro ver niqabs, ese velo infame que cubre el rostro y tan solo deja ver los ojos, pero ahora ya es habitual. A los defensores de que las mujeres lleven hiyab si quieren me gustaría preguntarles: ¿opinan lo mismo con el niqab? ¿Y con el burka? ¿Cuántos palmos de tela que socavan la libertad de la mujer están dispuestos a aceptar? Desde aquí les digo que yo, ninguno.

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