THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Una peligrosa corriente reaccionaria

«Para los tradicionalistas no se trata de regenerar las democracias liberales, sino de sustituirlas por regímenes basados en liderazgos fuertes»

Opinión
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Una peligrosa corriente reaccionaria

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. | Ilustración de Alejandra Svriz

El conservadurismo parece estar emergiendo con fuerza en Europa como respuesta a un progresismo que se había vuelto omnipresente, corrosivo y asfixiante. Sin embargo, la reacción conservadora no es monolítica. Dentro de ella pugnan al menos dos visiones diferentes: la de los liberales conservadores y la de los tradicionalistas que rechazan cualquier enfoque liberal. 

Los primeros, aunque plantean rectificar la deriva de Europa en aspectos sustanciales, no promueven una ruptura radical, pues consideran que el progreso ha traído consigo cambios que vale la pena preservar, como la democracia liberal, el capitalismo o el libre mercado. En cambio, los segundos proponen una enmienda a la totalidad. Para ellos, la confrontación política no puede restringirse a la tradicional división entre derecha e izquierda, debe trascenderla. Lo que plantean es una confrontación entre la Cultura y la Civilización; es decir —siguiendo la vieja formulación alemana Kultur versus Zivilisation—, entre la Tradición y el Progreso. De ahí que insistan en señalar que la división izquierda y derecha está obsoleta, pues mientras esta tradicional división siga instalada en la mente del público, no será posible cuestionar y mucho menos demoler el orden actual. 

Los tradicionalistas no aspiran, por ejemplo, a reformar la Unión Europea, sino a disolverla. Para ellos, Ursula Von der Leyen y el statu quo que representa no es el problema, es la excusa para esa disolución. Del mismo modo, en España, la crítica hacia el Régimen del 78 y a su desviación más letal, el Gobierno de Pedro Sánchez, no tiene como fin la reforma: lo que persigue es su liquidación. En general, no se trata de regenerar las democracias liberales, sino de sustituirlas por regímenes basados en liderazgos fuertes. De ahí que los reaccionarios no se limiten a señalar los excesos y corrupciones de las democracias, sino que, frente a éstas, lleguen a contraponer regímenes como el de Rusia. 

La prueba definitiva de este rechazo radical la tenemos precisamente en la guerra de Ucrania. En este conflicto es evidente quién es el agresor y quién el agredido, quién desencadena la guerra de forma unilateral y quién es, por tanto, responsable de centenares de miles de muertes. Sin embargo, este juicio palidece frente a una verdad que se sitúa por encima del más elemental principio de justicia. Esta verdad es que Ucrania es un aliado del orden occidental actual. En consecuencia, Ucrania debe ser derrotada.  

En el fondo, esta corriente reaccionaria está animada por una idea. Esta idea es que el liberalismo, al promover un individuo libre de ataduras tradicionales, capaz de elegir su propio destino sin interferencias externas, debilitó instituciones como la familia, la religión y las comunidades locales, dejando a los individuos aislados. Como consecuencia, las estructuras naturales de apoyo social fueron sustituidas por la intervención del Estado moderno, que se convirtió en el gran proveedor de estabilidad y seguridad. Dicho de forma directa, el liberalismo destruyó las estructuras tradicionales al exaltar la libertad individual como un bien supremo. 

«El Estado moderno, en su afán por expandirse, habría socavado deliberadamente las redes de apoyo tradicionales»

Esto es precisamente lo que argumenta Patrick Deneen en su Cambio de régimen, en el que da cuerpo a una doctrina para la restauración del viejo orden social y proporciona una hoja de ruta a todos aquellos que contemplan con disgusto el orden occidental actual. 

Para Deneen, el problema fundamental no es el crecimiento del Estado en sí, sino el orden y la lógica que lo hizo necesario: primero el liberalismo destruyó los lazos comunitarios y después el vacío resultante tuvo que ser llenado por un poder centralizado. El proceso habría sido, por lo tanto, involuntario, pues el liberalismo creó la fragmentación social y, como consecuencia, el Estado creció para atender las necesidades de individuos atomizados.

Si bien la narrativa de Deneen es persuasiva, hay razones para pensar que no fue el liberalismo el que condujo a la dependencia del Estado, sino que fue el propio Estado el que promovió la desintegración de los lazos comunitarios para consolidar su dominio. El Estado moderno, en su afán por expandirse, habría socavado deliberadamente las redes de apoyo tradicionales para convertir a los individuos en sujetos aislados, más fáciles de administrar y controlar.

Si bien el liberalismo se remonta atrás en el tiempo, no se popularizó hasta bien entrado el siglo XX. En cambio, la Nueva Vía socialdemócrata, y su teoría de la independencia individual, se desarrolló en los albores del siglo pasado como alternativa al marxismo. En lugar de fomentar la lucha de clases y la revolución, la socialdemocracia buscó transformar la sociedad a través del Estado, promoviendo una independencia individual que, paradójicamente, generaba una mayor dependencia del propio Estado.

«El Estado benefactor no surgió como una respuesta compasiva a la crisis social generada por el liberalismo»

Este proceso se intensificó en la posguerra, cuando los Estados europeos implementaron masivamente políticas de bienestar social. Se justificaban como herramientas para la emancipación individual y la supresión de opresiones estructurales, eliminando la necesidad de depender de la familia, la comunidad o la Iglesia. Así, el individuo quedaba «libre» de sus lazos tradicionales, pero en realidad, cada vez más sujeto a la intermediación estatal en casi todos los aspectos de su vida.

Así pues, el Estado benefactor no surgió como una respuesta compasiva a la crisis social generada por el liberalismo. Surgió con antelación como un proyecto político diseñado para desplazar a la familia, la Iglesia y las comunidades locales como los principales garantes de bienestar. Después, a medida que las estructuras tradicionales perdieron fuerza, el individuo se encontró en una situación de desamparo frente a las necesidades básicas de la vida: educación, salud, seguridad, asistencia en la vejez. Así, en lugar de fomentar una verdadera autosuficiencia, el Estado ofreció una red de seguridad que, lejos de empoderar, generó una relación de dependencia crónica.

Esta dinámica puede observarse en múltiples ámbitos. Por ejemplo, la promoción de la mujer como sujeto económicamente autónomo, si bien fue un avance en muchos aspectos, también ha servido para debilitar la estructura familiar y transferir responsabilidades que antes pertenecían al hogar hacia el Estado. De igual manera, la centralización de la educación ha erosionado la transmisión cultural dentro de las comunidades y familias, imponiendo una narrativa común dictada desde el poder político.

Paradójicamente, aunque Deneen aboga por la recuperación de la soberanía popular frente a las élites tecnocráticas, al final propone que esa recuperación debe ser guiada por una «élite sabia». Esto supone una contradicción evidente: si el problema es el dominio de las élites, ¿por qué la solución pasa por reemplazarlas por otra élite?

«¿Se puede restaurar una sociedad fuerte y cohesionada sin una minoría ilustrada que la guíe?»

Aunque no lo exprese de forma directa, Deneen reconoce que la mayoría de la población carece de los recursos y conocimientos para revertir la situación por sí misma. Sin una clase dirigente alternativa, el individuo permanecerá atrapado en el círculo vicioso del aislamiento y la dependencia estatal. 

Esto nos lleva a la pregunta fundamental: ¿se puede restaurar una sociedad fuerte y cohesionada sin una minoría ilustrada que la guíe? Y, en caso de que la sociedad necesite una élite, tal y como al final reconoce Deneen, ¿cómo podremos controlar esa élite si el liberalismo en cualquiera de sus expresiones ha sido erradicado y con él también la democracia liberal? ¿Deberemos encomendarnos a la buena voluntad? ¿Deberemos, en definitiva, confiar en que los hombres sabios, que según Deneen deben guiarnos, serán angelicales?

Frente a la tesis de Deneen, que culpa al liberalismo de haber desencadenado el colapso de los lazos comunitarios y la expansión del Estado, la hipótesis que planteo invierte el orden de los factores: fue el Estado el que promovió el individualismo, no para liberar a las personas, sino para hacerlas más vulnerables y, por tanto, más dependientes de su tutela. Esta visión no exculpa al liberalismo de sus excesos ni minimiza sus defectos, pero sí pone el foco en un actor que a menudo se presenta como una consecuencia cuando, en realidad, podría ser la causa. 

En última instancia, la cuestión de si fue antes el huevo o la gallina sigue abierta. Sin embargo, la forma en que la respondamos determinará no solo cómo interpretamos nuestra historia reciente, sino también si queremos regresar al pasado, a liderazgos fuertes, idealmente «buenos y sabios» que limiten la libertad… por nuestro bien.

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