Desmeritocracia
«Ministros sin solvencia, portavoces incapaces de hilar tres frases coherentes, asesores cuya función es asentir. La consigna es: sé leal, no cuestiones, sube»

Estatua de Cicerón.
Cicerón, en su obra Las disputas tusculanas, mientras Julio César se convertía en dictator perpetuo, lamentaba: «La virtud, que muchos tienen en la boca, pero pocos en el corazón». Hay palabras que huelen a virtud impostada. En nuestros días, meritocracia es una de ellas. La repetimos como si fuera una promesa, un mantra, pero sospecho que es solo un placebo verbal, un ideal de PowerPoint que convive, mal que bien, con su gemela siniestra: la desmeritocracia.
La desmeritocracia no es la ausencia de mérito, sino su negación activa. Es un sistema donde la excelencia incomoda, el talento es sospechoso y la competencia, una amenaza. Un ecosistema que se autoalimenta, una maquinaria que recompensa la docilidad y castiga la diferencia. Porque lo mediocre, cuando se afianza, no solo expulsa el talento: lo ridiculiza, lo estigmatiza, lo convierte en rareza.
Empecemos por casa. En el PSOE actual, el mérito parece haberse reducido a la obediencia. Desde que Pedro Sánchez liquidó a los discrepantes —con la frialdad de un cirujano y la sonrisa de un vendedor de seguros—, el partido se ha convertido en un centro de colocación de leales. Ministros sin solvencia, portavoces incapaces de hilar tres frases coherentes, asesores cuya función principal es asentir. La brillantez no interesa. La técnica, tampoco. La consigna es simple: sé leal, no cuestiones, sube. El resultado es un Gobierno lleno de mediocridad, que lastra la imagen del país y desperdicia el potencial de una sociedad ávida de nuevos relatos y metas.
Los partidos políticos son hoy fábricas sofisticadas de mediocridad. Y lo peor es que lo disfrazan de «democracia interna». Procesos supuestamente democráticos que son ceremonias huecas donde todo está decidido de antemano. Las listas se cierran en despachos, los candidatos se eligen por obediencia y las primarias son teatrillos en los que quien desafía al aparato es rápidamente laminado.
El resultado es clientelismo impúdico. Los cargos no se asignan al más capaz, sino al más dócil, al que menos moleste, al que jamás cuestione. La excelencia se convierte en una amenaza para el equilibrio interno y la competencia se transforma en sumisión.
«El mérito fue sustituido por cuotas; la excelencia, sospechosa de elitismo opresor»
Y esta maquinaria no solo se tolera: se institucionaliza bajo un barniz democrático. Una ficción que demasiados aceptan sin pestañear. Esta simulación consciente es un síntoma claro de descomposición política e institucional. Hace falta mucho más que retórica: valentía, transparencia y claridad para acertar en el diagnóstico antes de buscar la cura.
Pero esta patología no es exclusiva nuestra. Venezuela ofrece el ejemplo más extremo. Allí, el chavismo entendió pronto que el talento es peligroso. Técnicos independientes, expertos incómodos, profesionales formados: todos purgados. En su lugar, leales sin formación, incapaces de gestionar, pero sobradamente capaces de obedecer. El resultado: la destrucción sistemática del Estado, la ruina de la economía y la fuga masiva de cerebros. El poder seguía funcionando, sí, pero como un cascarón vacío que solo servía para perpetuar el control.
Tampoco es un fenómeno del sur global o de democracias débiles. En Estados Unidos, el Partido Demócrata ha vivido una mutación desmeritocrática silenciosa pero implacable. Todo comenzó con la adopción entusiasta de las narrativas woke: identidades sobre mérito, sentimientos sobre hechos, victimismo sobre responsabilidad. Lo que parecía corrección moral se convirtió en imposición dogmática. Universidades, empresas y el poder público fueron colonizados por un pensamiento que desconfía de la excelencia y premia la afinidad ideológica.
El mérito fue sustituido por cuotas; la excelencia, sospechosa de elitismo opresor. Los think tanks dejaron de buscar a los mejores para rodearse de los más «conscientes», los menos heterodoxos. La corrección política mutó en doctrina inquisitorial. Quien piensa diferente, apartado; quien duda, silenciado. La innovación y el pensamiento crítico asfixiados, las élites convertidas en caricaturas incapaces de resolver problemas.
«La mediocridad se protege a sí misma. Es un ecosistema de autopreservación»
El colapso cultural e institucional es cuestión de tiempo cuando la mediocridad rige los recursos humanos. Empresas tecnológicas pierden mercado, universidades se transforman en templos del dogma y gobiernos se tornan incapaces de tomar decisiones técnicas. Todo bajo la apariencia de inclusividad, cuando en realidad se trata de uniformidad forzada.
¿Por qué ocurre esto? Porque la mediocridad se protege a sí misma. Es un ecosistema de autopreservación. El talento brillante incomoda, expone, desestabiliza. La mediocridad reacciona: protege lo gris, expulsa lo excepcional y convierte la supervivencia del sistema en un fin en sí mismo. La desmeritocracia es un sistema de permanencia ritualizada, una cosmovisión cerrada donde todo se mide, vigila y controla.
El problema es que este sistema no colapsa de inmediato. Aguanta, sobrevive, incluso prospera, disfrazado de estabilidad. Pero cuando la crisis llega —y siempre llega—, se revela su verdadera incapacidad. El talento ha sido expulsado, el pensamiento crítico suprimido, la innovación anulada. Lo vimos en la pandemia, en la respuesta política a crisis globales, en la gestión ineficaz de desastres. La desmeritocracia no está para resolver problemas, sino para autojustificarse mediante narrativas de poder y polarización.
¿Podemos escapar? Sí. Pero solo si entendemos que la regeneración empieza en lo pequeño: en las empresas que vuelven a buscar la brillantez; en la política que recupera la competencia real y el debate interno; en la cultura que reivindica la libertad de pensamiento; en los medios que no se arrodillan ante las presiones; en los creadores de contenido que no temen la cancelación y defienden un legado cultural que nos conecta con las raíces más profundas de Occidente.
«El mundo no ha sido construido por obedientes, sino por insurrectos brillantes»
El talento no desaparece. Se esconde, se exilia, se silencia… pero sigue vivo. Regenerar es crear las condiciones para que vuelva a emerger. La insurrección del mérito es más urgente que nunca. Estamos ante un cambio de paradigma político, social y cultural. La mediocridad tiene el poder del número. Pero el talento tiene el poder de la transformación. La historia nos enseña que bastan unos pocos dispuestos a encender luces para disipar la niebla.
No es ingenuidad. Es confianza. El mundo no ha sido construido por obedientes, sino por insurrectos brillantes. Los que pensaron, rompieron moldes, desafiaron sistemas complacientes.
Hoy, más que nunca, necesitamos esa insurrección. En la política, en la empresa, en la cultura. Y también en nosotros mismos. La desmeritocracia empieza en la cobardía cotidiana; la regeneración, en la valentía individual. El futuro pertenece a los que se atreven a brillar, aunque molesten, aunque incomoden, aunque sean tachados de arrogantes. No será fácil. Nunca lo es. Pero brillar, aunque incomode, es un acto revolucionario.
Como dijo Cicerón: Virtus difficilis inventu est —la virtud es difícil de encontrar—. Pero es el único camino para evitar la ruina, reconstruir la grandeza y encontrar el sentido.
Que nadie les convenza de lo contrario. Brillen.