El baile de los asesores
«Los más orgullosos seguro que ya ni van a Moncloa; se quedan en casa, junto al teléfono: ‘Si quiere que le asesore, ya me llamará’. Pero el teléfono no suena»

El Palacio de la Moncloa.
El número de asesores del Gobierno es llamativo: 795 según Newtral, 924 según El Confidencial. Vamos a suponer que son 850. Unos pocos centenares más que los que tenía el Gobierno de Rajoy, que, en punto a asesores, se podría decir que estaba bien servido. Pero ese aumento considerable en el Gobierno actual quizá se puede explicar en el hecho de que la tarea de Gobernar se ha vuelto aún más complicada y laberíntica de lo que ya era. Del valor de un buen asesor da testimonio la frase celebre de aquel ministro de Economía, Jordi Sevilla, que se ofrecía a explicarle al presidente Zapatero los arcanos de la economía «en dos tardes» para que saliese airoso de un debate con la oposición. «Has dicho que aumenta la progresividad en lo del sistema fiscal, y lo que aumenta es la regresividad, pero son chorradas…», le explicaba Sevilla, en función de asesor, a Zapatero.
Me parece que tiene su fascinación el trabajo de «asesor» y me extraña que no haya mucha literatura sobre él. El único libro que conozco sobre el tema de un insider es Las leyes del castillo, del diplomático Carles Casajoana, que dirigía el equipo que asesoraba a Zapatero en temas de política exterior. Como el autor, el libro es diplomático, pues cuando cuenta una anécdota no menciona nombres, no ridiculiza a nadie, es discreto, pero aún así deja una idea glacial e involuntariamente demoledora sobre la seriedad de los consejos de ministros, donde, por lo que explica, el que tiene más labia para exponer sus argumentos o sabe adular mejor impone fácilmente su opinión a un presidente un tanto veleta, de poco rigor y solidez.
Cité aquí el año pasado las memorias de Leopoldo Calvo Sotelo, en las que cuenta que entró por primera vez en el despacho presidencial en la Moncloa cuando Suárez, harto de todo, ya se había ido de España a disfrutar de unas vacaciones y olvidarse de todo sin dejar un número de teléfono en el que se le pudiera contactar. Entonces no había móviles. El flamante presidente buscó por todo el despacho presidencial una carta de Adolfo, una nota, con algunos consejos o instrucciones, o una lista de las tareas pendientes más urgentes. Nada. Por fin descubrió una prometedora caja de caudales, pero estaba cerrada y nadie en Moncloa sabía la combinación. Tuvieron que forzarla los fontaneros de Moncloa. Dentro, había un sobre blanco. Y dentro del sobre… la combinación para abrir la caja de caudales.
Por cierto que del libro de Calvo Sotelo, que escribía muy bien y era culto y cabal, y mucho más ameno de lo que parecía, incluye un capítulo final dedicado a sus arrepentimientos, a las cosas que había hecho mal durante su breve presidencia, entre las cuales cita el pecadillo de dejar que se creyese, sin desmentirlo, que él era el autor de unos versitos que corrían por el Congreso, y que en realidad había escrito un periodista: «Qué penosa situación / la situación en que están / los que huyendo de Cebrián / fueron a dar en Ansón».
Estos libros dejan en el lector la impresión de que la gobernanza de España no se hace de manera cabal sino un punto improvisada. Cabe deducir que entre los trescientos asesores que tenía Rajoy a su servicio le faltaba un asesor telefónico, que le avisase de qué llamadas telefónicas no debía contestar. Así fue como le llamó un gracioso de Catalunya Ràdio, impostando la voz para hacerse pasar por Carles Puigdemont, que entonces era presidente de la Generalitat de Cataluña y aún no había consumado su golpe de Estado. Como un pardillo, Rajoy le contestó, llamándole president, aceptando encantado la visita que el impostor proponía hacerle, y asegurándole que tenía la agenda bastante despejada, que fuese cuando quisiera a Moncloa. En la emisora independentista retransmitieron la conversación y se echaron unas risas a costa de la candidez de Rajoy.
«Me pregunto de dónde sacarán tiempo el presidente y el ministro para dejarse asesorar por tantísimos asesores»
Tenía Sánchez en su primer gobierno a un ministro de Universidades, Manuel Castells, una eminencia internacional de la sociología. Sospecho que su ministerio iba justo de asesores, porque ante ciertas dificultades económicas que se presagiaban, publicó Castells en La Vanguardia un artículo en el que sostenía que la escasez de dinero no debería preocuparnos tanto, ¿para qué necesitamos ganar más dinero, cuando hay tantas cosas bellas y que son gratuitas, como salir a dar un paseo y «admirar el vuelo de los colibríes»? ¡Le faltó un asesor de artículos en la prensa! ¡O un asesor en ornitología, que le explicase que los colibríes no abundan precisamente en España!
Entre los 800 o 900 asesores del Gobierno, 470 asesoran directamente al presidente Sánchez y al ministro de Presidencia, Bolaños. Bien está que tengan tantos, espero que haya uno de responder/no responder a llamadas telefónicas, uno en apertura de cajas de caudales, uno en no escribir artículos idiotas. Pero me pregunto de dónde sacarán tiempo el presidente y el ministro para dejarse asesorar por tantísimos asesores. Las horas del día no dan. Y es una pena, tantas inteligencias, tantos grandes especialistas en diversas materias, desocupados, aburridos, esperando que se les reclame asesoría.
Me imagino a docenas, no, a cientos de hombres y mujeres dando vueltas, cabizbajos y con las manos a la espalda, por los jardines de la Moncloa, y luego volviendo a entrar en el palacio y preguntándole a un bedel: «¿Ha preguntado por mí el presidente? ¿Necesita hoy que le asesore? ¿No? ¿Tampoco hoy? Vaya por Dios…». Los más orgullosos seguro que ya ni van a Moncloa; se quedan en casa, junto al teléfono: «Si quiere que le asesore, ya me llamará». Pero el teléfono no suena.
Hay que pensar en esos desdichados, hay que entretenerles, y si no a que se sientan útiles, por lo menos hay que ayudar a que se entretengan. Hay que darles, por ejemplo, una fiesta cada cierto tiempo. O un baile, el Baile de los Asesores.
Así se conocerían, trabarían amistades, incluso surgiría entre ellos algún romance:
—Hola, soy Fulano de Tal, asesor a tiempo completo en Energías Renovables.
—Encantada. Yo soy Mengana de Cual, asesora mediopensionista en Impuestos y Fiscalidad. ¿Bailas?
A lo mejor nace el amor, un amor de asesores, y nueve meses más tarde nace un asesorcito.