Pena de muerte o de cancelación
«De algún modo el libro ‘El odio’ de Luisgé Martín ha sido ejecutado, borrado de la faz de la imprenta y de los ojos de muchos posibles lectores»

Detalle de la portada de 'El odio', de Luisgé Martín. | Anagrama
Estos días, a raíz de la polémica suscitada en torno al libro de Luisgé Martín, El odio, han menudeado las comparaciones y los paralelismos con A sangre fría, de Truman Capote. Yo misma las he hecho. No sólo yo. Ha habido quién, como Federico Jiménez Losantos, se ha indignado porque se compare el texto de Luisgé con el de Capote, al que según él no le llega a la suela del zapato. No puedo opinar porque he leído a Capote, pero no a Luisgé. En el otro extremo del ring, Arcadi Espada ha aprovechado para cargar contra A sangre fría, que para él, lejos de ser la obra maestra que casi todos pensamos que es, no pasa de «prosa sunsilk«. Tal cual lo dijo una vez en el programa Libros con Uasabi presentado por Fernando Sánchez Dragó y copresentado, entre otras personas, por mí misma, que mantuve con el admirado y siempre estimulante Espada una viva controversia. Por una vez, no podíamos estar más en desacuerdo.
Yo sí creo que A sangre fría es una obra maestra porque logra algo que tanto en la literatura como en la vida es muy difícil: que el lector revise su propio punto de vista. Seguramente una de las críticas más pertinentes que se pueden hacer a Luisgé Martín y a Anagrama es no haber contado para nada con Ruth Ortiz y su lado de la historia. ¿No lo hicieron por falta de empatía, o por miedo a que pasara, precisamente, lo que ha acabado pasando? En todo caso hay una diferencia sensible entre negarse a pasar censura (algo que yo siempre aplaudiré) y permitir que la víctima de una atrocidad se entere de que está en marcha un libro así por la prensa.
Capote no cometió ese error. A sangre fría está construida como un díptico. Medio libro pone el acento en la perspectiva de los asesinos, el otro medio en la de los asesinados. Por eso digo que consigue atrapar al lector en una perturbadora mirada dual. Te horroriza el crimen, pero también el castigo. El ahorcamiento de los culpables no te deja una sensación de resarcimiento o ni siquiera de justicia. Te deja muy mal sabor de boca.
El libro de Capote puede ser objetable por otras cosas (lean a Espada, que se pone las botas…), pero seguramente no es casualidad que se escribiera en Estados Unidos, que, a diferencia de otras democracias occidentales, mantiene en pie la pena de muerte. Sin eso no se entiende A sangre fría. Yo soy contraria a la pena de muerte incluso en aquellos casos en que podemos pensar que el reo se la ha ganado a pulso. Soy contraria porque los errores judiciales existen. Y porque la vida humana me parece asunto muy serio, demasiado serio para que el Estado disponga administrativamente de ella como si fuera Dios.
Hasta los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad de los Estados tienen que responder si usan la violencia de forma ilegítima. Insisto, puede haber gente que merezca morir por lo que ha hecho, pero, ¿quién es nadie para decidir que se la debe ejecutar? Los índices de criminalidad en Estados Unidos, por lo demás, hablan por sí mismos. La pena de muerte no evita delitos. Así sea porque los acreedores a la misma suelen habitar un grado de locura y/o de maldad inasequible a la razón. Las personas normales que no matan por miedo a las consecuencias, en la práctica no matan nunca.
«Tampoco me gusta que este libro pueda ser atacado o defendido en función del historial político o incluso cortesano del autor»
En la España de 2025 el contexto es otro. Aquí hace muchos años que no hay pena de muerte. Sí hay pena de cancelación. De libros, de relatos y de personas. De algún modo El odio de Luisgé Martín ha sido ejecutado, borrado de la faz de la imprenta y de los ojos de muchos posibles lectores. Hasta el apuntador ha opinado sobre si tenía que prevalecer el respeto al dolor de la víctima de este espantoso y crudelísimo caso de violencia vicaria, o el derecho a la libertad de expresión.
Hablar de libertad de expresión en este asunto me parece una simplificación de lo que realmente ocurre. En una obra de arte, o que aspira a serlo, hay mucho más que libertad de expresión. Yo hablaría más bien de libertad de penetración de la realidad. De lo humano. Si A sangre fría sólo hubiera sido un amasijo de ego y de morbo, no tendría ningún interés. Lo que la hace interesante es que va mucho más allá, abocando al lector a comprender cosas que normalmente rehusamos, con espanto, ni siquiera imaginar. Es mucho más cómodo pensar que los asesinos siempre son unos monstruos y ya está. A la mismísima Hannah Arendt mucho le reprocharon en su día haber «humanizado» a Eichmann cuando escribió sobre su juicio y acuñó el angustioso -pero exactísimo…- concepto de la banalidad del mal. A día de hoy, nadie discute el valor de aquella aportación. Dolorosa, pero esclarecedora. Pensar es eso. Escribir, también, cuando se hace en serio.
Ignoro, insisto, si Luisgé ha estado o no ha estado a la altura de Capote, y a este paso me temo que lo tengo difícil para formar opinión de primera mano. Tampoco me gusta que este libro pueda ser atacado o defendido en función del historial político o incluso cortesano del autor. Lo cual nos devuelve en línea recta a mi premisa básica: A sangre fría venía muy a cuento en Estados Unidos, guste el libro o no, porque ponía el dedo en la llaga de la pena de muerte. Aquí se acaba de poner el dedo en la llaga de la pena de cancelación. ¿De verdad creemos que, cancelando un libro, cancelamos el crimen? Piénsenlo la próxima vez que alguien vuelva a odiar con toda su alma y a matar.