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Fernando R. Lafuente

Amparo Rivelles, centenario de una gran actriz

«En ella se fundían los grandes verbos de la actuación: conmover, emocionar, hacer sentir a los espectadores que la ficción forma parte, también, de la realidad»

Opinión
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Amparo Rivelles, centenario de una gran actriz

La actriz Amparo Rivelles. | Europa Press

Amparo Rivelles (Madrid, 11 de febrero de 1925-Madrid, 7 de noviembre de 2013) cumple cien años. Uno de los misterios del cine, fascinante y enigmático, seductor e inquietante, es cómo el espectador contempla en plena juventud, en agitada edad adulta o en serena vejez, el aspecto tan vivo de los actores y actrices. Porque el cine es algo así, para los actores, como la eternidad, eternamente jóvenes, eternamente maduros, eternamente mayores. Menudo lujo. Sombras llenas de vida, de voz, de presencia, de belleza. El cine no es que haya sido el arte del siglo XX, El oficio del siglo XX lo denominó en uno de sus muy brillantes libros Guillermo Cabrera Infante, sino que desbancó al Arte Total que Richard Wagner reclamó para la ópera. Y así fue.

Amparo Rivelles, de una estirpe sagrada de actores, sus padres, Rafael Rivelles, sin duda, el mejor Quijote del cine español, y es decir mucho frente a Fernando Fernán Gómez y Fernando Rey, en la impecable adaptación (1947) de Rafael Gil, y María Fernanda Ladrón de Guevara, quien tuvo la suerte de trabajar en el Hollywood de la doble versión con una interpretación memorable de la adaptación de Madame X en español. Película que en su versión en inglés había dirigido Lionel Barrymore estrenada en 1929 y la versión en español, dirigida por Carlos F. Borcosque, con diálogos de Eduardo Ugarte, quien junto a Federico García Lorca sería fundador del grupo teatral La Barraca

Amparo, junto a su hermano Carlos Larrañaga, y después los hijos de éste y María Luisa Merlo (otra estirpe de grandes actores), Amparo Larrañaga y Luis Merlo conforman una saga actoral, con Kako Larrañaga. Y ella siempre en el primer plano. Puro arte escénico: teatro, cine, televisión por los cuatro costados. Amparo Rivelles llegó al teatro muy temprano y por una voluntad de hierro. Menuda era. Como no la dejaban asistir a las representaciones por la edad y salir de noche, sus padres no tuvieron más remedio que aceptarla como parte del elenco. Pero quería más, protagonistas o algo así, y su madre le tuvo que recordar la edad y advertirla algo semejante a cómo vas a representar un papel «si no sabes sostenerte aun en los tacones». Pero se sostuvo. Y de qué formidable manera.

Porque con apenas 17 años protagoniza de una manera majestuosa Malvaloca (1942) de Luis Marquina, basada en una obra de los hermanos Álvarez Quintero, junto a Alfredo Mayo, con quien compartiría no sólo otras películas y algo más, convirtiéndose en la pareja del cine español. Un año después, Eloísa está debajo de un almendro (1943), obra divertidísima, cómo no lo iba a ser con la firma de Enrique Jardiel Poncela, dirigida por Rafael Gil y esta vez con Rafael Durán. Rivelles interpreta el papel de la joven Mariana, la película con ribetes de la Rebeca (1940) de Hitchcock. Y ya con 19, su obra maestra, bellísima, apasionada, herida, errante, misteriosa, valiente, en El clavo (1944), de nuevo con Rafael Gil en la dirección y el elegante y melancólico personaje del juez Joaquín Zarco, a cargo de Rafael Durán. Rafael Gil tuvo como coguionista a Eduardo Marquina, sobre el relato publicado en 1853 por Pedro A. de Alarcón.

Películas que contaban, sobre todo, las dos dirigidas por Gil con un equipo técnico extraordinario, pese a las inmensas dificultades de la época, rodadas en los años más duros de la posguerra. Como recordaba en una de sus numerosas entrevistas, siempre con una elegantísima ironía sobre la vida y sobre ella misma, hay gente que es graciosa y otra que cae en gracia, y pensaba que ella frente a los espectadores había caído en gracia. Demasiada modestia para quien llenaba la pantalla con una presencia arrebatadora, quien fijaba la dicción de los diálogos en un hecho tan real, tan verosímil para el espectador, tan cercano y, al tiempo, tan marcado por la circunstancia de cada escena, de la atmósfera, el espacio, el interlocutor, con diversos registros, tonos, hasta convertirla en una melodía con voz tan firme como el guion lo exigiera. 

«En 1957, en lo mejor de su carrera, teatral y cinematográfica, decide irse a México, por seis semanas, que resultaron 24 años»

Un ejemplo más, en 1955, Orson Welles ha comenzado sus andanzas por Europa, y por España. Aquí rueda Mr. Arkadin y, por fas o por nefas, piensa en Amparo Rivelles para tres tomas. La remuneración, según confesaba Rivelles, era muy generosa, por cada una de las tres. Pero Amparo decidió que las tres las podía hacer en una sola cita. Y las hizo, para enfado de su representante que vio como de tres cobraban una. Cuando se lo comentó, Rivelles contestó, muy madrileña, que había querido demostrar al gran Welles lo buenos que eran los actores y las actrices españolas. Y en 1957, en lo mejor de su carrera, teatral y cinematográfica decide irse a México, por seis semanas, para poner tierra de por medio, debido a su maternidad, en la pobre, estrecha, inquisitorial y patética España de aquellos años, en la que no había querido anunciar quien era el padre, de su hija María Fernanda. Contaba cómo las señoronas, ante tal escándalo, rompían las entradas de las obras en la que Amparo intervenía, indignaditas. Y lo que era para seis semanas resultaron 24 años. Ahí es nada. 

En México, se convirtió en la reina de la escena, con un grandioso recibimiento por parte del público y de la crítica. Compartió reparto con las figuras de aquel momento dorado del cine mexicano: Arturo de Córdova, y Jorge Mistral. Con éxitos como El esqueleto de la señora Morales (1959), con guion escrito por el exiliado español, Luis Alcoriza. La querían. La admiraban, según le contó a su sobrina Amparo Larrañaga, «si me tiro un pedo en escena me aclaman», o algo parecido, escribo de memoria. Parte de estas maravillosas confesiones aparecen en el espléndido reportaje emitido por Días de cine, con motivo de su centenario, en La 2 de TVE. Como lo relatado por Carmen Conesa. Compartió escenario con Rivelles, 1992, en la representación de la obra de Oscar Wilde, El abanico de Lady Windermere, y Conesa se sorprendió porque en una escena en la que Amparo Rivelles tenía que llorar, sólo lo hizo por un ojo. Conesa le preguntó sorprendida por qué por un solo ojo, y la respuesta de Riveles fue sublime: «Lloro por el ojo del lado del público». 

Inmensa actriz. En su regreso a España, después del éxito, la fama, el reconocimiento y la admiración de México, algunos recordarán su actuación en una de las grandes series de TVE, Los gozos y las sombras (1982), en un papel dramático, durísimo e interpretado de manera apabullante, un desafío que cumplió a la perfección, junto a su hermano Carlos Larrañaga, Charo López y Eusebio Poncela. En Amparo Rivelles se fundían los grandes verbos de la actuación: conmover, emocionar, hacer sentir a los espectadores que la ficción, sus múltiples, distintos y distantes personajes que interpretó, forman parte, también, de la realidad. Gracias a la intensidad en sus trabajos y a la cercanía, todos resultaban reconocibles, fueran admirables o víctimas, persuasivos o inocentes, apasionados o fríos como el témpano.

Así, el clásico, La Celestina, dirigida por Adolfo Marsillach. Recibió el primer Goya a la interpretación femenina por Hay que deshacer la casa (1986) de José Luis García Sánchez y tres años después, con Esquilache (1989) impecable recreación histórica de Josefina Molina, volvía a ser nominada al Premio. Un centenario es un excelente momento para regresar, si es que alguna vez nos habíamos ido, al cine, a la memoria de Amparo Rivelles, quien cuando se le preguntó si escribiría sus memorias respondió, con el desparpajo habitual: «Mis memorias son mías» y quien viendo cómo la muerte acechaba en su puerta, sus últimas palabras, su última palabra fue un conmovedor: «Mamá…» Familia y teatro hasta el final, porque fueron, para ella, un mismo fin. El único.

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