La gran crisis de la infantilización
«La sociedad infantilizada da lugar a la preponderancia de una política tajante en la que los ‘líderes fuertes’, en lugar de buscar acuerdos, actúan de manera unilateral»

Un grupo de jóvenes aficionados al 'cosplay', actividad consistente en disfrazarse de personajes de ficción. | Kabir Jhangiani (Zuma Press)
Durante el rodaje de Salvar al soldado Ryan, los publicistas de la productora de la película publicaron una fotografía del protagonista, Tom Hanks, charlando con el director, Steven Spielberg, en el set de rodaje. La imagen resultó ser bastante más que curiosa, pues mostraba a dos hombres con un fuerte contraste en su aspecto. Hanks aparecía vistiendo un polvoriento uniforme de combate de los Rangers, mientras que Spielberg lucía una inmaculada y desenfadada camiseta y una gorra de béisbol. Con aquella foto se podía ir adelante y atrás en el tiempo y saltarse el medio siglo que separaba al hombre vestido de guerrero del hombre con atuendo infantil. ¿A dónde se había ido uno y de dónde había venido el otro?
El profesor Juan M. Blanco, en un artículo titulado La incontenible infantilización de Occidente, explica que, desde hace años, expertos en sociología, antropología y psicología advierten de un fenómeno preocupante: la infantilización de la sociedad postindustrial. Según Blanco, aunque la esperanza de vida se alarga y la población envejece, muchos adultos conservan actitudes más propias de la adolescencia. Paradójicamente, el desplome de la natalidad y, en consecuencia, la aparición de exiguas nuevas generaciones, parece haber convertido la juventud en algo más que un ideal estético: un modelo de comportamiento venerado y perpetuado.
No es tanto el abuso de la cirugía estética y la obsesión por la apariencia lo que resulta inquietante, sino la renuncia deliberada a la madurez. Cada vez es más común ver a adultos esforzándose por mantenerse en una eterna adolescencia, no solo en el aspecto, sino en hábitos y actitudes. En este contexto, la experiencia y el conocimiento adquiridos con la edad dejan de ser cualidades apreciadas para convertirse en obstáculos, un engorroso proceso que muchos prefieren evitar. Ya no son los jóvenes quienes aspiran a comportarse como adultos, sino los adultos quienes buscan emular a los jóvenes.
Blanco cita oportunamente a Marcel Danesi, profesor de antropología. En Forever Young, Danesi analiza este fenómeno social en el que la adolescencia se prolonga hasta edades insospechadas, dando lugar a una sociedad cada vez más inmadura. Sus integrantes exigen más de la vida, pero comprenden menos el mundo que los rodea. La inmadurez ya no se percibe como una fase transitoria, sino como un estado permanente e incluso deseable en la edad adulta.
Como consecuencia, la toma de decisiones fundamentales queda en manos de individuos que operan con valores propios de la adolescencia. La cultura del pensamiento, el conocimiento y la reflexión cede terreno ante la impulsividad, la satisfacción inmediata y la irritabilidad propia de lo juvenil, desdibujando el concepto mismo de madurez. Así, la infantilización no es solo una tendencia, sino una nueva norma social que se impone con fuerza.
«Habría una relación entre la infantilización de la sociedad y el resurgimiento de políticas más agresivas»
Sin embargo, este fenómeno sociológico no se limitaría a las conductas o actitudes internas de una sociedad, sino que podría proyectarse hacia el exterior. Es decir, la infantilización no solo afectaría a la relación de los ciudadanos de un país entre sí y con su propio Estado, también condicionaría la manera en que buena parte de las sociedades entienden el poder y la política internacionales, animando la vuelta a formas más primitivas de resolución de conflictos, donde la imposición sustituye al diálogo y la cooperación. Habría, pues, una relación entre la infantilización de la sociedad y el resurgimiento de políticas más agresivas, donde el diálogo y la diplomacia quedan relegados frente a la imposición de la fuerza, pero no sólo la de los cañones; también la de las acciones unilaterales, por ejemplo, en el comercio.
La crisis de la infantilización apunta a un wokismo transversal que no sólo afectaría a la izquierda, pues promueve a ambos lados del espectro político una visión binaria de la política: buenos contra malos, amigos contra enemigos, ofendidos contra ofensores, en lugar de entender la complejidad de un mundo interconectado, donde las personas y las naciones tienen dependencias mutuas. Este planteamiento binario favorece la aparición de líderes autoritarios que presentan soluciones tajantes, apelando a emociones primarias en lugar de razonamientos elaborados.
Las sociedades infantilizadas tienden así a demandar figuras de autoridad que «protejan» y resuelvan los problemas, excluyendo la participación activa de quienes no comparten sus planteamientos. Así, todos aquellos que muestren dudas o desacuerdos, aun parciales, con esta forma de entender la política son tachados de traidores, globalistas y liberales. Esta actitud infantil da lugar a la preponderancia de una política tajante en la que los «líderes fuertes», en lugar de negociar y buscar acuerdos amplios, actúan de manera unilateral, usando el miedo o el descontento de la población a su favor.
Los grandes conflictos del pasado siglo XX, con sus durísimas experiencias, llevaron a Occidente a un estadio de madurez superior. Nuestros padres y abuelos aprendieron que la realpolitik llevada al extremo, en detrimento de la negociación, el diálogo y la transacción, daba lugar a tensiones, agravios e imposiciones que, acumuladas, terminaban por estallar, generando grandes guerras. Así, el Occidente inmediatamente posterior a las dos guerras mundiales era más maduro porque había aprendido la lección.
«La democracia liberal sólo puede funcionar aceptablemente en sociedades donde los sujetos se comportan como adultos»
Sin embargo, el tiempo no pasa en balde. Parece que hemos olvidado lo que nuestros padres y abuelos aprendieron con sangre, sudor y lágrimas. En definitiva, parece que hemos renunciado a la madurez en favor de un infantilismo pendenciero.
Las democracias liberales, hoy tan denostadas, se consolidaron precisamente gracias a esta madurez, en respuesta a las políticas basadas en la fuerza y el abuso de poder, como las que condujeron primero a los totalitarismos y después a las dos guerras mundiales. Desgraciadamente, la democracia liberal sólo puede funcionar aceptablemente en sociedades donde los sujetos se comportan como adultos, no como críos que patalean cuando no se salen con la suya.
A su vez, la construcción de instituciones internacionales y la promoción de mecanismos de diálogo tenían como fin prevenir la repetición de estos errores. Desgraciadamente, con el tiempo, estas instituciones dejaron de cumplir su cometido en favor de una ideologización que poco o nada tenía que ver con su misión, lo que ha llevado a que pierdan su credibilidad y su sentido. Sin embargo, esto no es excusa. Si las generaciones actuales no valoran las lecciones de la historia y se entregan a la política basada en mensajes simplistas, se corre el riesgo de caer nuevamente en la política del matonismo, donde el talante negociador es visto como signo de debilidad y la confrontación como demostración de liderazgo.
El proceso de diálogo y diplomacia requiere tiempo, paciencia… y madurez. Lamentablemente, en una sociedad infantilizada, fácilmente irritable y acostumbrada al pensamiento cortoplacista, este tipo de procesos tienden a ser percibidos como ineficaces. Esto favorece la adopción de enfoques políticos más agresivos, en los que la imposición de la fuerza parece ofrecer resultados mucho más rápidos, aunque en realidad termine alimentando conflictos mayores.
«Occidente, tras las traumáticas experiencias de dos guerras mundiales, comprendió que la política basada en la fuerza llevaba al desastre»
La madurez de las sociedades no es un logro permanente, sino una conquista, a menudo sufrida y dolorosa, que, si no se transmite de unas generaciones a otras, acaba desvaneciéndose. Occidente, tras las traumáticas experiencias de las dos guerras mundiales, comprendió que la política basada en la imposición y la fuerza llevaba inevitablemente al desastre. No fue el pensamiento woke, ni la debilidad, sino todo lo contrario, la entereza propia de la madurez, lo que nos hizo comprender que la negociación, el diálogo y el compromiso son los pilares de un orden próspero, estable y pacífico. Lamentablemente, esa conciencia forjada en el sufrimiento se ha ido desvaneciendo.
Nosotros, que descendemos de las generaciones que pagaron un precio altísimo por su aprendizaje, parecemos haber despreciado su legado. En lugar de transmitirlo a nuestros hijos, nos hemos entregado a un infantilismo agresivo, donde prima el impulso sobre la razón y el frentismo sobre el entendimiento. Es como si la ausencia de la guerra nos hubiera hecho olvidar la necesidad de pensar y actuar con responsabilidad.
Dijo Michael Hopf que existe un ciclo: «Los tiempos difíciles crean hombres fuertes; los hombres fuertes crean tiempos fáciles; los tiempos fáciles crean hombres débiles; y los hombres débiles crean tiempos difíciles». Hoy esta idea es repetida hasta la saciedad, especialmente por quienes creen ver en el Occidente moderno el origen de una alarmante debilidad. Y quizá estén en lo cierto. Pero mucho me temo que las soluciones que proponen no nacen de una singular fortaleza, sino que son producto de esa misma debilidad.