The Objective
Ricardo Cayuela Gally

14 de abril

«La República fracasó, inflada de ideales, porque cuando gobernó la izquierda quiso destruir a la derecha y cuando gobernó la derecha quiso destruir a la izquierda»

Opinión
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14 de abril

Bandera de la II República en una manifestación en Madrid. | Wikimedia

Para el exilio español en México, tal día como hoy, 14 de abril, siempre fue una conmemoración feliz. La bandera de franja morada y el himno de Riego se asocian, más que con la cruenta guerra del 36 o el dolor del desarraigo, con una Arcadia perdida. Razones no faltan. Con la Segunda República, parecía cristalizar el esfuerzo intelectual y científico que quiso poner a España en sintonía con el resto de Europa, en un arco de modernización que parte de la Institución Libre de Enseñanza de Francisco Giner de los Ríos, de 1876, y culmina con la Agrupación al Servicio de la República, de Ortega y Gasset, Marañón y Pérez de Ayala de 1931, y que tiene estaciones clave, como la Junta para la Ampliación de Estudios, que nace del Nobel a Cajal, y la Residencia de Estudiantes. Dejar atrás el pesimismo y la introspección melancólica (acelerada por la vergonzosa derrota en la guerra con Estados Unidos y los sucesivos desastres militares en Marruecos) y poner manos a la obra en la reconstrucción y regeneración. El problema fue la política.

Estamos en 1931. La democracia liberal arrastra el desprestigio del Jueves Negro y la bancarrota. Y la propaganda totalitaria es eficaz escondiendo sus horrores inherentes. La izquierda está lastrada por el espíritu de la revolución (es preciso que arda todo para que nazca un mundo nuevo y justo) y la derecha por el espíritu del fascismo (es preciso purgar a la nación de sus enemigos internos para que refulja de nuevo victoriosa). Para ambos, la violencia es partera de la historia. También hay demócratas y grandes parlamentarios en la izquierda y la derecha, incluso dentro de los militares, que darán origen a una Constitución plural y moderada y a unos acuerdos territoriales sensatos (Estatuto de Nuria). Lo que no hay es la masa crítica que requiere una democracia para operar: jueces, periodistas, policías, fiscales apartidistas. Rápidamente los demócratas son forzados a radicalizarse. Muy pocos resisten al influjo de la polarización. Y los que sobrevivirán a la Guerra Civil lo pagarán con el ostracismo, traidores para el exilio y para Franco. Luis Cernuda, María Zambrano, Juan Ramón Jiménez, Salvador de Madariaga, Rafael Cansinos Assens, Vicente Alexandre o María Moliner. Como postula Américo Castro, otro de esa lista escasa, en Aspectos del vivir hispánico: «las gentes hispanas suspiran por un «ideal» que les sobrevenga y llueva sobre ellas benéficos manás». 

La República española fracasó, henchida de ideales, porque cuando gobernó la izquierda quiso destruir a la derecha y cuando gobernó la derecha quiso destruir a la izquierda. Y eso se manifestó con aplastante virulencia durante la Guerra Civil. Tienen razón los historiadores revisionistas de derecha cuando culpan a los comunistas y anarquistas y a los escamots d´Estat Català del fracaso de la República. El terror rojo existió. También la deslealtad nacionalista. Basta leer Madrid de corte a checa, de Agustín de Foxá. Pero también tienen razón los historiadores revisionistas de izquierda que culpan a la derecha del fracaso, a los militares de África, amamantados en la ubre del pronunciamiento, a los radicales de la CEDA y a los pistoleros fascistas. El terror azul existió y se alargó en la dictadura. Basta leer Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender.

Es relativamente fácil ser revisionista en España. La paja en el ojo ajeno es real e inmensa. Lo difícil es ver el drama español sin la anteojera de los ideales, como hizo en su momento Manuel Chaves Nogales en A sangre y fuego, Arthur Koestler en Diálogo con la muerte: un testamento español, o George Orwell en Homenaje a Cataluña. O han hecho más recientemente el historiador Enrique Moradiellos en su Historia mínima de la Guerra Civil española o el escritor Andrés Trapiello en Las armas y las letras. No son «neutrales», son «ecuánimes». España ya pagó con una dictadura el desprecio al otro.

«El revisionismo desde el poder alienta la venganza retrospectiva, un imposible metafísico, y la historia contrafáctica, otro imposible metafísico, a costa de una real y peligrosa polarización social»

El poder democrático en España hoy se sustenta en un pacto entre las élites que apostaron por no repetir los errores del pasado. La injustamente denostada Transición no fue otra cosa que un acuerdo entre diferentes. El peso central vino de la derecha, que tenía el poder y cedió su usufructo a su titular original, la soberanía popular. Pero también de la izquierda, que aceptó unos símbolos y unas instituciones a las que siempre había combatido. Es un pacto que deja la Guerra Civil en manos de la historia y la destierra de la política y que desmonta la dictadura a golpe de leyes y decretos. La Transición fue volver ley la amnesia selectiva de los ciudadanos. Todas las familias españolas, en la península y en el exilio, transmiten la memoria de sus víctimas, pero olvidan recordar cuando entre sus ancestros hubo algún victimario. Por eso es tan valioso Entre hienas, de Loreto Urraca, porque dice la verdad sobre su abuelo.

Y por eso es imperdonable que se aliente desde el poder, con lo que eso implica de cajas de resonancia y efecto distorsionador, una visión revisionista de la historia, y que además implique un entramado jurídico y efectos legales sobre una realidad en legítima disputa. No puede haber una historia oficial de un drama colectivo. Ni una historia maniquea protagonizada por asesinos. Por supuesto que no debe quedar ningún cadáver en las cunetas, como simboliza el cuerpo insepulto de Lorca, asesinado por la vesania fascista. Pero esta legítima memoria de las víctimas no puede ni debe hacerse a costa de olvidar el asesinato de Ramiro de Maeztu o de Andreu Nin, también víctimas. El revisionismo desde el poder alienta la venganza retrospectiva, un imposible metafísico, y la historia contrafáctica, otro imposible metafísico, a costa de una real y peligrosa polarización social. A costa de romper la armonía y la convivencia. Una guerra civil es una tragedia (un hogar en llamas con el pirómano dentro). Su uso partidista no es una tragedia, es una farsa, una estafa y una irresponsabilidad, otra raya en el tigre de ese extraño felino que mora en la Moncloa.

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