Un pisco sour en tu memoria, maestro, amigo
«Su visión de la política era enternecedoramente ingenua y, aunque conocía de sobra el mal, le costaba admitir que alguien se dedicara a ella con propósitos mezquinos»

El escrito Mario Vargas Llosa.
Conocí por primera vez a Mario Vargas Llosa en marzo de 1990, cuando él era candidato a la presidencia del Perú por una agrupación política que, más que describir a un partido, por lo demás inexistente, aludía a las convicciones personales de su máxima figura, el Movimiento Libertad. Vargas Llosa afrontó ese reto con más ilusión que verdaderas posibilidades de éxito y, aunque su empuje sirvió para que por un rato todos creyéramos en la opción de una victoria -de hecho, ganó la primera vuelta-, la realidad acabó imponiéndose y Alberto Fujimori lo derrotó con rotundidad en la segunda.
Esa amarga experiencia lo convenció de que su misión no era la de presidir el país en el que nació, pero no lo disuadió en absoluto de su intención de participar en política y de expresar sus opiniones y poner su popularidad e influencia al servicio de la libertad y la democracia allá donde fuera oportuno hacerlo. Un joven periodista de El País en aquella época, yo seguí durante semanas las actuaciones de Vargas Llosa por las ciudades y pueblos peruanos durante la campaña electoral y confieso que su optimismo me condujo a errores sobre el pronóstico de las votaciones. Una vez conocido el resultado final, fui también testigo de hasta qué punto ese revés, por mucho que le doliera, no iba a derrotar al activista de las buenas causas que llevaba dentro.
Fue aquella una relación intensa -mi periódico era importante para él y él era una gran noticia para mí-, pero meramente profesional. Vargas Llosa era una persona extremadamente educada y cordial, pero también conocía, porque conocía nuestro oficio, la distancia que debe mediar entre un periodista y un político. Comenzamos a tratarnos como amigos unos años más tarde, cuando en 1994 él fue nombrado profesor temporal de la Universidad de Georgetown, que tiene su campus central en Washington, y yo estaba en la capital norteamericana como corresponsal de El País. El periodista seguía allí, pero el político había dejado de serlo y ahora se podía permitir comentar la actualidad con la sinceridad con que solía hacerlo. En sus análisis políticos le podían siempre las convicciones al cálculo estratégico -lo mismo que le sucedió como candidato presidencial- y no puedo decir, por tanto, que sus interpretaciones de los acontecimientos fueran siempre acertadas, aunque sí eran apasionadas y, por supuesto, brillantes. Su visión de la política -no sé si de la vida- era enternecedoramente ingenua y, aunque conocía de sobra el mal, le costaba admitir que alguien se dedicara a la política con propósitos mezquinos.
Como decía, conocía bien el oficio del periodismo, sin duda mejor que el de la política y, como me confesó muchas veces, lamentaba que su éxito en la literatura lo hubiera alejado de su pasión por el reportaje y la crónica. Conociendo esa debilidad, cuando me nombraron director de El País, donde Vargas Llosa llevaba ya tiempo colaborando como columnista, le propuse viajar a Oriente Próximo para escribir una serie de artículos periodísticos sobre la situación en ese territorio. Vargas Llosa no era ya un jovencito y el destino que yo le sugería no era tampoco un plato de dulce, pero aceptó el encargo sin titubear y escribió un magnífico serial con toda la fuerza y el rigor del periodismo, aderezado por esa pluma de oro que Dios le dio.
Lo celebramos a su regreso con una comida junto a sus personas más queridas, teniendo cuidado que sobre la mesa no hubiera ninguna fruta que contuviera aún su semilla. Tardé en conocer esa debilidad de Mario: su repugnancia al hueso de las frutas. “Me puedo comer un mango si me lo presentan cortado y pelado, pero la visión del hueso me hace vomitar”, confesó. Tuvimos muchas ocasiones más para la celebración, aunque sin duda la principal de todas fue la concesión del Premio Nobel en 2010. Ambos coincidimos en Nueva York al conocerse la noticia. Después de atender innumerables llamadas de felicitación, Vargas Llosa me recibió en la habitación de su hotel, donde aproveché para hacerle la correspondiente entrevista. No es necesario describir la felicidad que el escritor mostraba -compartida, por cierto, sin tapujo por el periodista-, pero incluso en una ocasión como esa, Mario encontró tiempo para mantener una conversación pausada y profunda, que no excluyó una muestra de interés por su parte sobre cómo me iban las cosas. Recuerdo que en aquella charla reparó durante un rato sobre por qué España no había sido nunca protagonista de sus novelas.
“Encabezó con valentía las críticas al nacionalismo separatista en Cataluña y alertó sobre los riesgos que la deriva extremista”
Y es verdad que no había aparecido España en sus obras de ficción, pero en los años posteriores al Nobel, mi país y el suyo -recibió la nacionalidad española en 1993- sí fue protagonista de sus desvelos. Absolutamente ajeno a las campañas de desprestigio lanzadas contra él por una parte de la izquierda española, encabezó siempre con valentía las críticas al nacionalismo separatista en Cataluña y alertó sin complejos sobre los riesgos que la deriva extremista a la que asistimos en la segunda década de este siglo tendría para España. Puesto que algunos de esos años coincidieron con mi presencia en la dirección de El País, compartimos de vez en cuando esas preocupaciones, aunque su visión siempre era algo más optimista que la mía.
Mario e Isabel, su mujer de entonces, fueron de los primeros en coger el teléfono para expresarme su apoyo y solidaridad cuando fui relevado del principal cargo del periódico, pero en esa ocasión fui yo el que llevó a la conversación un punto de vista algo más positivo sobre lo que aquella decisión significaba para El País y para el periodismo español.
Por mediación de su hijo Álvaro tuvimos ocasión de vernos alguna vez más -en Washington de nuevo- y he ido sabiendo de sus últimos y plácidos días en Lima junto a su familia. Recibí la noticia de su muerte a las 2:48 horas de la mañana a través de un whatsapp enviado desde Chile por Mónica, a la que Mario también conoció cuando era mi esposa y con la que no acabó nunca de dirimir el litigio sobre si el pisco sour era chileno o peruano. No importa maestro, va un pisco sour por su memoria. Descansa en paz.