Trump, trazo grueso
«El presidente usa para firmar un rotulador de trazos gruesos y lo grave es que son esos mismos trazos los que utiliza para solucionar los conflictos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El 18 de marzo pasado me refería yo en un artículo publicado en este mismo periódico a esa guerra comercial que ha existido siempre, y concedía a Trump un punto de razón cuando se quejaba de los desequilibrios existentes en el comercio exterior. La balanza de pagos por cuenta corriente del gigante americano viene presentando saldo negativo desde hace por lo menos tres décadas, y ha alcanzado cuantías realmente importantes en todos los años del presente siglo.
Recordaba que la asunción del libre cambio y de la globalización había modificado sustancialmente las relaciones comerciales entre las distintas economías. Si en 1980 las balanzas de pagos estaban, generalmente y con pequeñas diferencias, equilibradas, los saldos positivos y negativos fueron incrementándose, sobre todo a partir de finales de los noventa, y abriéndose ampliamente el abanico entre países deudores y acreedores, tanto a nivel mundial como dentro de la Unión Europea, generando una situación inestable y explosiva que por fuerza tenía que estallar. Eso fue lo que ocurrió en 2007. Las hipotecas subprime fueron el detonante; pero la auténtica causa de la crisis fueron los desequilibrios comerciales y, como consecuencia, los financieros.
Este es el punto de razón que le atribuía a Trump, su derecho a intentar corregir el desequilibrio de la economía americana; otra cosa es que los medios e instrumentos que está utilizando sean los adecuados. Sea cual sea su motivación, ha puesto el acento en las contradicciones de la propia globalización. La deslocalización pretende disociar los consumidores de los productores, lo que resulta contradictorio y explosivo. Puede darse un divorcio pasajero y transitorio, pero de manera permanente resulta inviable dicha segregación.
Esa incoherencia de la deslocalización la señalé hace más de veinte años (15-12-2004) en un artículo en Estrella digital (quien quiera puede consultarlo en mi página web martinseco.es), que titulé ¿Quién comprará los juguetes? Traía a colación un reportaje impactante de televisión que, ya que estábamos en Navidad, realizaban acerca de la fabricación de juguetes. Decían que el 65% de los juguetes que consumíamos provenían de China, donde, para fabricarlos, trabajan 12 horas al día niños de entre 12 y 14 años y por un dólar diario. Los talleres eran visitados, nos narraba una voz en off, por los ejecutivos de las grandes empresas occidentales del juguete a efectos de hacer los pedidos adecuados.
No es cuestión de copiar todo aquel artículo, solamente añadiré que lo terminaba afirmando que la globalización no promete a los niños chinos gozar un día del confort que disfrutan ahora los europeos o americanos. Pronosticaba más bien que, si nada cambia y se mantiene la actual política, serán los europeos y americanos los que terminarán como los chinos. Pero entonces, me preguntaba, ¿quién comprará los juguetes?
Mi preocupación entonces radicaba en las consecuencias negativas que el libre cambio y la globalización mantenían para la política social, laboral y fiscal de las sociedades. Las inquietudes actuales de Trump van por otros derroteros. Tal vez en la creencia de que EEUU no puede permanecer mucho tiempo como un país exclusivamente de consumidores, mientras son otros Estados los que producen.
Sean cuales sean sus intenciones, lo que sí es cierto es que está poniendo en jaque la globalización y la deslocalización, y quizás descubriendo la hipocresía que ha rodeado lo relativo al libre cambio. El proteccionismo no se reduce exclusivamente a los aranceles o a los contingentes comerciales. Casi todos los países han utilizado y utilizan mecanismos proteccionistas.
«En la Unión Europea, que se jacta de ser un mercado perfecto, la falta de armonización fiscal, laboral y social actúan como mecanismos proteccionistas»
Cada Estado ayuda a sus empresas como puede. Unos, por ejemplo, mediante salarios bajos o condiciones laborales precarias; otros, con condiciones fiscales favorables que van lógicamente a deprimir la protección social o los servicios públicos de sus ciudadanos, los más numerosos mediante subvenciones públicas directas. En otros casos, estableciendo una normativa tan estricta sobre condiciones sanitarias, ecológicas o de cualquier otro tipo que constituyen verdaderas barreras a las importaciones. Y, por último, el manejo del tipo de cambio, que puede influir, y mucho, sobre los flujos comerciales.
En la misma Unión Europea, que se jacta de ser un mercado perfecto, la falta de armonización fiscal, laboral y social actúan como mecanismos proteccionistas de los diferentes países. Lo que contrasta con la postura severa adoptada hasta ahora por la Comisión respecto a la prohibición de las subvenciones directas de los Estados a sus empresas, denominadas ayudas de Estado.
Digo hasta ahora porque, en cuanto estalló la crisis económica posterior a la pandemia, la Comisión se vio en la obligación de aprobar 120 solicitudes de ayudas de Estado. Bien es verdad que tanto Alemania como Francia se habían tomado la justicia por su mano y no esperaron el permiso de Bruselas para intervenir económicamente en sus sociedades. De hecho, los dos socios principales de la Unión habían actuado ya de forma unilateral, cuando tras haber aparecido los primeros signos de la epidemia, con anterioridad a cualquier acuerdo, prohibieron en sus países la exportación de todo el material sanitario preciso para combatirla, sin que importase lo más mínimo lo del mercado único y el libre comercio.
Sánchez, a lo largo de todos estos años, se ha reunido en múltiples ocasiones con los empresarios anunciando ayudas de Estado y subvenciones de distinto tipo. Otra cosa distinta es que cumpliera sus promesas o saber cómo las habrá gestionado. En su Gobierno todo es opaco, a pesar de sus múltiples puestas en escena.
Nada más dar Trump su representación, el presidente del Gobierno español se apresuró a dar la suya. Nada nuevo, humo y mucho teatro. Pretende aprovechar la crisis de los aranceles, al igual que usó la pandemia y la guerra de Ucrania, en su propio beneficio. Lo más curioso es que pretende presentarse como la antítesis de Trump y, sin embargo, tienen un gran parecido no solo en los espectáculos que montan, sino también y en buena medida en los mensajes y en los instrumentos que emplean. ¿No es puro proteccionismo ese eslogan que se ha inventado de «compra lo tuyo, defiende lo nuestro»? De lo de los valores ni hablamos.
La respuesta que pretende dar el Gobierno español precisaría de otro artículo. Baste decir que es indignante que haya pactado ya con Puigdemont que el 25% de las ayudas tengan que ir a Cataluña. No vale aducir que esta Comunidad realiza el 25% de las exportaciones españolas. Los problemas no van a ser iguales en todos los sectores exportadores. El porcentaje será el que sea. Basta ya de cupos y de chantajes.
Dada la larga permanencia de ese enorme déficit exterior de EEUU, no se le puede reprochar a Trump ni a ningún otro presidente norteamericano que adopte medidas proteccionistas con la finalidad de establecer el equilibrio, tanto más cuanto que el dólar va perdiendo posiciones como reserva de valor. El problema de Trump y lo que es totalmente censurable es que pretenda matar moscas a cañonazos.
El mayor error del actual presidente de EEUU consiste en creer que puede cambiar un orden mundial en materia comercial y económica construido en más de cuarenta años en dos días, firmando unos cuantos decretos y con una comparecencia bufa. Para escribir y firmar usa un rotulador de trazos gruesos y lo grave es que son esos mismos trazos los que utiliza para plantear e intentar solucionar los conflictos.
Lo primero a descifrar es su objetivo. A veces da la impresión de que concibe los aranceles como una herramienta de presión política a determinados países; otras, un impuesto con el que recaudar más; y, por último, el más verosímil, un instrumento proteccionista. Ni que decir tiene que los tres objetivos son incompatibles. Si tuviese éxito el tercero es evidente que sería porque no se recaudaría más. Esta ambigüedad es la que hace que las conclusiones de los analistas y tertulianos acerca de las consecuencias que van a producirse sean también a veces contradictorias y enmarañadas.
De los tres solo el tercero, equilibrar el déficit exterior de EEUU, podría tener algo de sentido, pero, eso sí, precisaría de un análisis mucho más fino, cambiando radicalmente el punto de mira, abstrayéndose de los países y fijándose exclusivamente en los sectores y artículos que se quiere proteger. La estrategia tendría que consistir en enfrentar el problema de forma muy pausada y, antes de tomar cualquier medida, realizar estudios pormenorizados que calculasen la conveniencia y la capacidad de respuesta de la economía americana.
Trump ha entrado como elefante en una cacharrería. Carece de todo sentido imponer aranceles a productos que la economía americana de ninguna manera puede producir o, al menos, no puede hacerlo a corto plazo. Tampoco es lógico en una economía globalizada como la actual fijarse para determinar el nivel del arancel en el saldo bilateral que cada país mantiene con EEUU, tanto más si lo que se considera es tan solo la balanza comercial, y no se incluye la de servicios.
El dato fundamental para considerar el equilibrio o desequilibrio exterior de una economía es el balance por cuenta corriente, pero no el bilateral con un determinado país, sino el global. No vale minimizarlo como hacen a menudo los defensores a ultranza del libre cambio. Es verdad que se compensa con la entrada de capitales, pero precisamente ahí se encuentra el problema en muchos casos, en el endeudamiento que se genera y en la inestabilidad financiera que se produce. Detrás de la crisis del 2008, se encontraban la globalización, los desequilibrios comerciales y, por lo tanto, financieros. Las hipotecas subprime fueron la consecuencia y el detonante, pero la causa era más profunda.
Sin levarnos al ámbito mundial y limitándonos a la Unión Europea, desde la creación del euro, los países del Norte -Alemania, Holanda, Austria, etc.- fueron acumulando superávits cuantiosos en la balanza por cuenta corriente, mientras los del Sur -Grecia, Portugal, Italia, España- mantenían déficits desproporcionados. La existencia de una misma moneda impidió que el ajuste se produjera vía tipo de cambio y este mismo hecho originó que los banqueros del Norte no tuvieran ningún inconveniente en financiar sin límites a los del Sur. Pero el dinero caliente sale a la misma velocidad que entra y eso fue lo que pasó, tanto pronto estalló la crisis y los Estados deficitarios y enormemente endeudados tuvieron que someterse a deflación interna con resultados laborales y sociales muy negativos.
La globalización y los desequilibrios comerciales y financieros han creado un clima de gran inestabilidad, cuyo ejemplo más notorio fue la crisis del 2008, pero la politica de trazo grueso, apresurada y a fuerza de martillazos de Trump puede generar aún mayores incertidumbres, caos e inseguridad.