Amor y desencanto. Anna Grau frente al dragón
“El libro de Anna Grau sobre su relación con Fernando Sánchez Dragó está tan bien escrito, con un estilo tan vivo, a la vez coloquial e íntimo, que se lee de un tirón”

El escritor Fernando Sánchez Dragó.
Fernando Sánchez Dragó, que murió hace exactamente dos años, era uno de los personajes más originales y, en cierto modo, más admirables, de la España contemporánea. No puedo presumir de haberle conocido a fondo, pero fuimos amigos muy antiguos, aunque luego no nos frecuentáramos mucho, desde nuestros años universitarios. Él estudió en la Facultad de Filosofía y Letras y yo en la de Derecho, ambas de la Universidad Complutense. Nos conocimos en el bar de Letras, a donde acudíamos muchos de Derecho atraídos por la abundancia de chicas y la cercanía de ambas facultades. Fernando era comunista, yo socialista; conspirábamos y ligábamos simultáneamente, y pronto nos hicimos buenos amigos.
Las conspiraciones nos condujeron a ambos a la cárcel de Carabanchel, donde cimentamos nuestra amistad. Recuerdo que discutíamos acerca de los relativos méritos de la ciencia y el arte. En defensa de este último, naturalmente, Fernando citaba a un autor cuyo nombre no recuerdo, que decía que el arte era verdor y vida, y la ciencia grisura y tedio. Yo, racionalista desde la cuna, defendía la ciencia como fuente de conocimiento y certeza. Siempre guardé memoria de esta conversación y quise recordar el nombre del autor citado. Muchos años más tarde se lo preguntaba a Fernando, pero él no lo recordaba tampoco. Se llevó el secreto a la tumba.
En la cárcel yo decidí dejar la política activa, dedicarme a la ciencia, y marcharme a Estados Unidos, donde me doctoré en Economía. Fernando se exilió, vivió en Italia y viajó al Extremo Oriente. Más adelante, vueltos ambos a España, nos vimos de tanto en tanto. La última vez, lo recuerdo muy bien, el contacto fue con motivo de la moción de censura que Ramón Tamames, con respaldo de Vox y a iniciativa de Fernando, le planteó al Gobierno de Pedro Sánchez en marzo de 2023. Con este motivo yo publiqué en El Mundo un artículo titulado El viejo león, que gustó a ambos, Ramón y Fernando. Éste respondió con otro artículo en La Gaceta, titulado Il futuro ha un cuore antico (El futuro tiene un corazón antiguo, título de un libro de Carlo Levi) donde nos daba las gracias a Ramón y a mí, y hacía votos por una derrota del gobierno en las entonces inminentes elecciones.
En este intercambio, nos citamos para vernos en Madrid después de la Semana Santa. Por desgracia, su antiguo corazón era muy frágil: murió en aquellos días y ya no pude verle. Y, por desgracia, aunque el voto de Fernando acerca de las elecciones se cumplió, la derrota no fue reconocida por Sánchez Pérez-Castejón (a la manera de Trump, a quien tanto se parece), que pudo mantenerse en el Gobierno pendiendo de un hilo, vendiéndose y vendiéndonos, prostituyéndose y prostituyéndonos, en todas las acepciones de la palabra.
Además de un reconocido escritor y activista cultural, Fernando era un Don Juan de tomo y lomo, un seductor Mañara y un Bradomín machadiano y valleinclanesco. Era también un conquistador exhibicionista, que se casó por primera vez en la cárcel de Carabanchel, dando un poco la campanada. Entre sus numerosas esposas, novias y amantes se contó una colega suya, periodista y escritora, Anna Grau, colaboradora de THE OBJECTIVE, que acaba de publicar una suerte de memoria de sus relaciones sentimentales, intelectuales y sexuales con Fernando titulada En la boca del dragón, que he devorado con deleite. Yo a ella no la conozco personalmente, pero había leído cosas suyas, entre ellas sus artículos aquí, y debo decir que siempre con agrado. La descubrí leyendo su Vértigo en el Liceu, un cuento o ensayo suyo publicado, creo recordar, en la Revista de Libros. Me deslumbró. Es una joyita, lleno de humor, verismo y crítica velada al nacionalismo avasallador. Desde entonces procuro leer lo que escribe.
“Ella toma en el libro –una larga carta de amor y gradual desencanto— una decidida actitud de aprendiz ante el maestro”
Cuando se arrejuntaron Anna y Fernando él tenía 80 años y ella 31 menos. Aquello no fue una locura de juventud, aunque el amor siempre tiene algo de locura. El caso es que, escritores y distinguidos intelectualmente ambos, constituían un equipo de gran calibre. Ambos estaban casados, aunque ella en proceso de divorcio. El idilio duró tres años y al parecer fue un estímulo para el trabajo de ambos, de modo que fue una lástima que la relación se fuera deteriorando poco a poco, aunque había causas para ello. No por cierto los celos, ni amorosos ni profesionales. Ella le arrancó a él la promesa de fidelidad, lo cual era sin duda una pica en Flandes, dado el historial de aquel Casanova madrileño; y él, al parecer, cumplió como un caballero.
En cuanto a la profesión, ella toma en el libro –una larga carta de amor y gradual desencanto— una decidida actitud de aprendiz ante el maestro: hace repetida profesión de atracción por los hombres mayores, capaces de ofrecer ejemplo y enseñanza, y se proclama discípula de un hombre excepcional al que ella quisiera emular. En realidad, nos dice, sus mejores ratos con él no fueron en la cama, donde, dada la sinceridad con que se expresa ella y lo notorio de las proezas eróticas de él, no sería de sorprender que hubieran sido.
Pero no, sus mejores ratos fueron en la mesa; mas no comiendo, a lo que tampoco se puede decir que hicieran ascos (él opinaba que mejor no comer que comer mal y era un gran conocedor de restaurantes buenos y baratos); pero tampoco eran la mesa y el mantel lo que dejaron en Anna los mejores recuerdos de su idilio, sino la mesa como escritorio, la mesa con ordenador, con dos ordenadores frente a frente, para ser más exactos, con un autor en cada uno de ellos, embebidos los dos en las tareas de creación, sólo interrumpidas por alguna pregunta sobre un sinónimo o una cita. Esto lo disfrutó ella más que los paseos románticos por ciudades remotas de Asia o África. Prefería quedarse en el hotel dándole al teclado con Fernando enfrente.
A un modesto plumífero como el que esto escribe, la relación que pinta ella le parece, en principio, algo paradisíaco. Amor, trabajo, compenetración, comprensión… ¿qué más puede pedir a su pareja un currante del intelecto, sea hombre o mujer? Si encima una gran diferencia de edad excluía la rivalidad profesional, pero no la concordancia mental y sentimental, uno se pregunta por qué se quebró lo que parecía una relación perfecta. Uno de los objetivos de esta larga carta de amor de Anna es explicar la aparente paradoja.
“Todo paraíso tiene su serpiente, y la serpiente aquí, no sorprenderá a nadie, eran los parientes”
Pero la explicación, en realidad, es muy sencilla: todo paraíso tiene su serpiente, y la serpiente aquí, no sorprenderá a nadie, eran los parientes. Como decía Sartre, “l’enfer sont les autres“, el infierno son los demás. Y los demás eran muchos, tanto por parte de ella como, sobre todo, por parte de él. De ahí las huidas al Extremo Oriente y las sesiones de creación literaria en las habitaciones de hoteles exóticos. Pero al cabo había que regresar y enfrentarse a un exmarido malévolo y a una hija adolescente por parte de ella y a todo una harén abigarrado, contemporáneo y extemporáneo por parte de él: esposa, examantes, exnovias, maîtresses en titre y maîtresses sans titre, hijos y nietos de ambos sexos y edades diversas, incluso cuñados de hecho (amantes actuales de amantes pasadas); todos al parecer convivían estrechamente con Fernando en Madrid o en su casa de Castilfrío, cerca de Soria.
Y era imposible por ambas partes sustraerse a las obligaciones familiares. En especial las maternales y paternales, tanto más cuanto que ella también asumió en más de una ocasión el papel de madre de los hijos de él; hasta el extremo de que, como en una novela de John Updike (Bech, a Book), ella interrumpiera un coito para ir a atender los lloros de uno de los retoños, en este caso de Fernando. La cosa se las trae. Estos episodios pueden ser deletéreos, por mucha compenetración intelectual que haya. Al cabo, ella tomó el portante y prefirió estar sola que mal acompañada, no por él, sino por su séquito. Ella siguió escribiendo, ahora sola, y continuó en política, tratando de revivir, sin éxito, el antiguo partido Ciutadans, al que Albert Rivera había sacado años antes de Cataluña, inflado como un globo a la medida de España, y luego hecho estallar por excesiva ambición e inexperiencia. Unos años más tarde murió Fernando y ella fue a su entierro a llorar junto con las muchas viudas que él dejó.
Este breve resumen no hace justicia a la larga y fascinante carta de amor frustrado de Anna, tan bien escrita, con un estilo tan vivo, a la vez coloquial e íntimo, que se lee de un tirón y deja al lector con ganas de más, entre otras razones porque los dos protagonistas son dos personas atractivas, inteligentes, activas, a quien uno querría conocer más. El libro permite llegar a varias conclusiones acerca de ellos y su relación. De una parte, el amor de ella no le impedía ver los defectos de él; aunque le parecía una inteligencia superior, no le considera un gran escritor, opinión en que coincido.
Lo excepcional de Fernando era su persona; por eso probablemente su gran aportación fueran sus programas culturales televisivos, que le hicieron famoso, le permitieron ganar dinero, popularizaron sus libros y le granjearon, como es casi inevitable, grandes amigos, devotas admiradoras, y grandes enemigos; él sabía capear a sus enemigos con ecuanimidad y tratar a sus amigos (y en especial a sus amigas) con amabilidad y afabilidad y, sin duda, con mucho cariño.
“Las ideas de Anna son racionales y coherentes, libres de los sorprendentes tumbos de Fernando”
Por otra parte, hay un punto en que disiento con la autora: ya dije que ella se pone en todo momento, al menos en el libro, en un escalón inferior a él, en la posición del aprendiz frente al maestro: dice repetidamente que aprendió mucho de él, pero nunca que llegó a su altura. Yo creo que en esto se equivoca. En mi opinión, ella escribe mejor y es más inteligente. Me parece que escribe mejor porque yo me he leído este libro de corrido y se me ha hecho corto, mientras que nunca he terminado un libro de Fernando, aunque sí leía con gusto sus artículos de prensa.
Y me parece más inteligente porque sus ideas son más claras y más consecuentes que las de Fernando. Las ideas de Fernando eran ingeniosas y divertidas, pero tenían poca coherencia, como prueba su pintoresco recorrido en materia de política: de la extrema izquierda a la extrema derecha, del comunismo al voxismo, del estalinismo al putinismo. Los bandazos casi marean. Eso sí, sin perder nunca el mismo aire de bohemia y de bonhomía que exhibía ya en el bar de la Facultad de Filosofía y Letras.
Las ideas de Anna, en la medida en que las conozco por sus escritos y su carrera política, son racionales y coherentes, libres de los sorprendentes tumbos de Fernando. Las actitudes de ella ante las cuestiones políticas, los problemas de Cataluña, el laberinto feminista, me parecen bien fundamentadas, maduradas, serias, sin pretensiones de originalidad estridente, con la solidez del pensamiento racional; contrastan con la mutabilidad y la relativa frivolidad de las posiciones de Fernando, que parecía pensar para lucirse ante la galería, más que para alcanzar conclusiones definitivas.
Hablar con Fernando siempre me hacía recordar aquella discusión sobre arte y ciencia que tuvimos en la cárcel de Carabanchel. Contrariamente a lo que se opina generalmente sobre el pensamiento de hombres y mujeres (la donna è mobile, la mujer es mudable, de Rigoletto), ella era mucho más racional que él. Lo cual no significa que su prosa sea menos entretenida. Todo lo contrario. Se puede ser racional y a la vez vivaz y chispeante. Y así es la prosa, el castellano de Anna Grau.