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José Carlos Llop

Una anécdota parisina

«‘La orgía perpetua’ encierra una declaración de principios sobre la vida que quiso Vargas Llosa para sí: vivir desde el interior de la literatura y ser, él mismo, escritura»

Opinión
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Una anécdota parisina

Mario Vargas Llosa | Jorge Silva (Reuters)

Gil de Biedma quería ser poema. Mario Vargas Llosa escribió una tesis sobre Flaubert y la tituló La orgía perpetua o una metáfora de la pasión de la escritura, de la pasión por la literatura. Es un libro magnífico –no tan comentado en estos días como sus novelas y ensayos más políticos– y encierra una declaración de principios sobre la vida que quiso Vargas Llosa para sí: vivir desde el interior de la literatura y ser, él mismo, escritura. Lo ha hecho durante toda su vida y esta orgía perpetua ha sido la celebración y el cuaderno de bitácora de sus distintas travesías. Unas con y otras sin Louise Colet, pero sabiendo que, antes que nada, estaba la escritura y su fiesta de la imaginación, enamorado para siempre de Emma Bovary.

Hace unos años, dos o tres escritores procedentes de Saint-Nazaire bajábamos del tren en la estación de Montparnasse. Dimos un paseo hasta el Sena, pasamos por el hotel donde murió Oscar Wilde –ahora de gran lujo– y entramos en una tienda de perfumes que parecía salida de la novela de Suskind, Buly su nombre. Antiguamente, Jean-Vincent Bully, pero por algún motivo dejó caer una ele de su apellido y obvió el nombre. Lo recuerdo porque pedí un Catalogue Illustré de L’Officine Universelle Buly, que sigue por casa y es una mezcla de la colección de un botánico y un laboratorio de especias y aromas orientales.

La tienda estaba –está, supongo– en la rue Bonaparte. A la salida, les propuse visitar Deyrolle, en la rue du Bach, o el Paraíso en la Tierra, con imágenes que oscilan entre el gabinete del naturalista y la geografía faulkneriana, por no abandonar a Vargas. Y felices por esa escala tan barroca y colorista, nos dirigíamos a comer cuando el peruano Fernando Ampuero, que en el tren nos había contado de su amistad con el poeta Hinostroza –uno de mis favoritos en los 70, cuyo Contra Natura aún releo con gran placer y al hacerlo recupero aquella juventud que ya no es–, nos contó una anécdota que refleja la voluntad de Vargas Llosa en su relación con la escritura. Vivir dentro de la literatura en una perpetua orgía del lenguaje como quintaesencia del alma humana.

«Eran los días de su pobreza en París y Mario tenía pequeños trabajos alimenticios para sobrevivir» –nos dijo Ampuero–, «pero cuando se sentaba a escribir, se entregaba en cuerpo y alma, con una voluntad hipnótica…»

«No recuerdo quién era el que me lo contó» –continuó Ampuero–, «pero la anécdota ocurrió en esos días primeros. Desde luego era un compatriota limeño, quizá aprendiz de escritor, no sé, que se alojaba en el pequeño apartamento del futuro Nobel. Mientras Mario tecleaba sin cesar su máquina de escribir, sonó el timbre…»

«La mujer estaba ahí dentro, desnuda y Vargas Llosa no paraba de teclear»

Aquel inquilino ocasional abrió la puerta y sonrió. Una mujer imponente –así se le dijeron a Ampuero– entró envuelta en un abrigo de pieles y se dirigió a la habitación donde estaba Vargas Llosa. Es probable que conociera el camino o que su instinto poseyera una poderosa brújula: suele ocurrir. Al abrir la puerta de la habitación, dejó caer el abrigo al suelo. Iba desnuda. Cerró la puerta tras ella. El inquilino ocasional dudaba entre asistir desde el otro lado del tabique a una fiesta digna de Cyterea, o salir a deambular por la ciudad y regresar por la noche: los paseos del transterrado.

Estaba dudando aun, cuando se dio cuenta de que en ningún momento había cesado el tecleo de la Olivetti. En ninguno. Pasaban los minutos. La mujer estaba ahí dentro, desnuda y Vargas Llosa no paraba de teclear: una voluntad hipnótica, repitió Ampuero. La orgía perpetua, pensé yo, sin ironía alguna. Al cabo de un buen rato se abrió la puerta y la mujer salió abotonándose el abrigo y tan intacta como llegó. Vargas apenas había levantado la mirada del folio y supusimos que su invitado no había entendido nada de nada. Por lo que contó Fernando Ampuero y más en aquellos años de juventud, era difícil de entender. Pero aquel hombre que no paró de escribir mientras tenía a una hermosa mujer entregada a su lado fue el mismo que pudo alzar una obra ciclópea en la que fue feliz –e hizo felices a miles y miles de personas– y por la que le dieron el Premio Nobel de Literatura y la insólita entrada –por doble– en la Académie Française y en la RAE.

Quizá durante unos segundos de alguno de los tres discursos de aceptación, pudo recordar aquella lejana tarde de su juventud en París, cuando una mujer muy bella irrumpió en la habitación donde escribía y él continuó escribiendo sin apenas levantar la vista del folio.

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