Contorsiones y 'selfies' por Vargas Llosa
«Si a Almudena Grandes se le dedicó Atocha, ¿qué se le debería dedicar a Mario Vargas Llosa, hijo predilecto de Madrid y español universal por vocación?»

Mario Vargas Llosa. | Gtres
Cuando ya casi ha pasado la semana de rigor para los siempre embarazosos homenajes póstumos (él ya frío, ellos en caliente), la mayoría prescindibles, salvo los de Cayetana y Arcadi (Bonnie and Clyde), ya fueran de controversia o de por la banda, a favor o en contra; los de Vicent Artal («Ese reaccionario que escribía bien») y Pilar Rahola («Fue detestable») son sencillamente desopilantes; el de Antonio Lucas, ditirámbico pero venenoso, como supuesto admirador de «don Mario», no puede evitar escribir post mortem lo que no se atrevió a decirle a los ojos cuando lo masajeó en una entrevista de hace pocos años («Alternó en espacios ideológicamente oscuros», «defendió posturas desagradables y siniestras»); y muchos otros que parecen selfies; Tadeu no se va a privar de cometer el suyo.
No deja de tener su aquél que Vargas Llosa eligiera morir en Perú, rodeado de los suyos, eso sí, un país en crisis permanente y con el régimen actual alejado de esa libertad que él defendió durante más la mitad de su vida, el bien que, quijotescamente, más apreciaba como intelectual. Y digo intelectual porque si la palabra tiene algún sentido (invento francés de finales del siglo XIX), Vargas Llosa la encarnó como nadie en el ámbito hispánico desde la segunda mitad del siglo XX, a la manera de un Camus, un Malraux o un Sartre.
Bien es cierto que Vargas Llosa siempre mantuvo vínculos fortísimos con su país natal y alguna casa abierta, y no en vano en la primavera del año 1990 intentó convertirse, sin éxito y a pesar de ganar en la primera vuelta, en presidente del país, que prefirió elegir a un corrupto conspicuo como Alberto Fujimori, en lo que hubiera sido unos de los experimentos político-literario más interesante del siglo XX: ¿Puede/debe un literato gobernar un país con criterios distintitos a los de un políticos al uso?
Pero su vida adulta, la que en definitiva cuenta, la hizo en Europa, entre París, Barcelona, Londres y, sobre todo, Madrid, ciudad donde pasó más tiempo que en ninguna otra, y que eligió como capital de la libertad, cosa que le reconoció el consistorio madrileño nombrándolo hijo predilecto de la villa. Antes, Felipe González le había concedido la nacionalidad española por vía exprés, para protegerlo en cierto modo después de su derrota electoral y de un ostracismo político peligroso en Perú.
Vargas Llosa siempre se implicó, como buen intelectual comprometido con su tiempo que era, en el devenir de la polis, y siendo profundamente peruano y latinoamericano en el paisaje y geografía sus libros fue, sobre todo, un europeo vocacional, y sin saberlo tal vez ni quererlo contribuyó como pocos, bisagra ejemplar, a crear la figura del escritor latinoamericano en el exilio, que tanto podía ser mexicano como chileno, colombiano o argentino, y a la difusión del conocido como «boom», esa pléyade de escritores de lengua española que, vía el mundo editorial barcelonés, desembarcó en Europa pero para poder ser leídos por fin como es debido en América Latina: los García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Jorge Edwards, Bryce Echenique, todos ellos autores que venían de unos padres propiciatorios como Borges, M. A. Asturias, Alejo Carpentier o Juan Rulfo, y que prolongaron su estirpe, con unos hijos, un segundo «boom», con nombres como Isabel Allende, Ángeles Mastretta, Jaime Bayly, José Manuel Vásquez, César Aira o Juan Villoro.
Pero para Vargas, España, que eligió como país de adopción, y cuyos valores constitucionales defendió mejor y con más bravura que la mayorías de los intelectuales patrios, era algo muy importante. Ni siquiera el inesperado honor de convertirse en «inmortal» de la Academia Francesa, él tan afrancesado y flaubertiano, pudo hacerle dudar de su vocación española, ese modelo de transición de la dictadura a la democracia que habría querido no sólo para su querido Perú natal sino para la mayoría de los países latinoamericanos. Y fue notable su impecable toma de postura en las horas más graves del secesionismo independentista, octogenario como ya era, y buen conocedor del paño catalán.
Pero no eligió Madrid y su casa para morir. Lástima, porque nos ha privado de esta manera de unos funerales históricos que habrían provocado sin duda una gran reacción popular (al menos en Madrid, ¿colas para darle el último adiós?), con una capilla ardiente en el Ministerio de Cultura o en el Cervantes, y todo tipos de contorsiones por parte de las diversas izquierdas, para honrarlo y deshonrarlo al mismo tiempo. Porque si a Almudena Grandes se le dedicó Atocha, ¿qué tributo ofrecerle, qué se le debería dedicar a Mario Vargas Llosa, hijo predilecto de Madrid, premio Cervantes y Premio Nobel, y español universal por vocación…?
Vargas Llosa fue comunista (más bien compañero de viaje) porque pensó ingenuamente, como muchos otros escritores y artistas en los años 50 y 60, que era la manera rápida de acabar con las dictaduras sangrientas latinoamericanas. Muchos lo siguieron siendo hasta el final, ciegos en su coherencia. Cuando vio adónde llevaba el comunismo, él fue de los primeros en darse de baja y denunciarlo (no había leído tal vez a Gide y su Regreso de la U.R.S.S, publicado en 1936), y al final de su vida reivindicó a Sartre, salvando lo mejor del peor de los intelectuales de izquierdas del siglo XX. Pero su conversión al liberalismo, tan denostada por la izquierda, no fue debida a la mera ley del péndulo, como muchos insinúan, sino fruto de muchas lecturas y de la observación directa de las realidades sociales y políticas que lo rodearon, y que quiso analizar para compartirlas con sus lectores. Su liberalismo fue en el fondo más que un doctrina político-económica, fue un individualismo fraternal: el del hombre libre que quiere para el prójimo la misma libertad que para sí mismo.
Su obra será imprescindible, en el futuro, cuando nadie se acuerde de todos sus admiradores, sus turiferarios y sus enemigos, para entender un poquito cuándo se jodió el Perú, o América Latina, y en gran parte Europa y Occidente.
Coda 1) Médicos de C2 a B1 y descendiendo. Ahora resulta que Illa Maravilla ha decidido en sí y por sí que, por falta de médicos que expiden bajas (¡20 mil pacientes, dicen, en lista de espera pero que siguen trabajando en mal estado!), ya no es tan importante lo que se chamulle en la consulta. Se rebaja el nivel de catalán, C1 o B2, ¡o nada! y todos contentos. La medidas es, naturalmente, provisional y excepcional, lo que significa que en cualquier momento se podrá mandar al guano de nuevo, cuando convenga, a los médicos castellanoparlantes monolingües.
La medida es ubuesca. Teniendo en cuenta que la mayoría de los pacientes catalanes tienen como lengua materna el español ¿a qué ton preferir Setze jutges mengen fetge a: Diesiséis galenos comen hígado? El derecho del paciente es a tener un diagnóstico y tratamiento correctos, y si estos se vierten en español, la lengua que todo español tiene la obligación de conocer, esos derechos fundamentales se cumplen. Se podría, por qué no, dar al paciente la opción de elegir la lengua de la consulta, en plena igualdad cooficial, pero con su correspondiente lista de espera, y que el enfermo, en conciencia, elija: cita o cita, receta o recepta. No se atreven, tienen miedo a que como buenos criptonacionalistas, en competencia con los nacionalista pata negra, la realidad les desbarate el invento pangermánico de un poble, una llengua, un territori.
Coda 2) El Trumpetista. En menos de cuatro meses Trump y su grotesca troupe circense han puesto bocabajo el tablero económico y geoestratégico mundial. Ante este hecho indiscutible, las reacciones de cada país, democracias, dictaduras o mediopensionistas, han sido variadas en intensidad, imaginación e idoneidad. Pero nadie ha planteado en la ONU, en la OMC, en la Unión Europea, en la Otan, o en otros foros internacionales, una reunión urgente tendente a acordar una respuesta común, dado que en esta pendencia todas son partes perjudicadas (incluidos los propios Estados Unidos). En un mundo globalizado e interconectado, esto supone un suicidio, lisa y llanamente, al nivel de aquellas coyunturas que en el siglo XX desembocaron en conflictos y crisis con el adjetivo calificativo de mundial.
La historia se repite a veces en forma de farsa, decía Marx. Pero a veces las farsas se repiten en forma de tragedia.
Coda 3) Anagrama se autocensura. La editorial que había renunciado provisionalmente para, en realidad, renunciar definitivamente a la publicación del libro El odio, de Luisgé Martín, a pesar que dos tribunales dieron permiso, desestimando toda censura previa, ha preferido incumplir el contrato de cesión, guillotinar los miles de ejemplares de la primera edición nonata, y que los derechos reviertan en el autor (él sabrá lo que hacer a partir de ahora) antes que defender la obra y a su autor ante la prensa, la distribución, la crítica y, sobre todo, la madre del cordero, las librerías. El miedo cerval al miedo reputacional y a la pérdida de ventas es la explicación más plausible: varias librerías habían anunciado ya un boicot al libro, que podría convertirse en un boicot al sello (ay, uy, ay, pupa…). No ha ganado Ruth Ortiz, que sigue legitimada para luchar en los tribunales por lo que considera un daño insufrible si el libro acaba siendo publicado por otro sello; ha ganado el miedo a los ayatolas que deciden lo que se puede o no publicar. En su día las viñetas de Charlie o una novela de Rushdie; hoy este parricidio espeluznante analizado, a su manera, por un escritor que quiso hablar con el asesino, el monstruo. Anagrama se ha autocensurado, esto es lo más grave, la peor de las censuras, como la que existía durante el franquismo.

En Bélgica, la periodista Nicole Malinconi se entrevistó en la cárcel con la mujer cómplice del asesino Marc Dutroux, ella, el monstruo que dejó morir a las niñas en el sótano de la casa (su marido ya estaba en la cárcel) y escribió con ese material un gran libro, Se llama usted Michelle Martin, que la reclusa quiso que no se publicara, pero que nadie se atrevió a prohibir, y que debería ser lectura obligatoria en las escuelas de periodismo por su limpieza conceptual y su prosa quirúrgica. Así empieza:
«Su nombre es Michelle, se apellida usted Martin. Se halla detenida en la cárcel de Namur, Bélgica, desde 1996. Está condenada a una pena de treinta años de reclusión. Ese año, los diarios y las televisiones de Europa y posiblemente de fuera del continente ligaron de manera indisociable su nombre al de Marc Dutroux, entonces su marido, detenido en el mismo momento en Sars-la-Buissière, Bélgica, tras haber raptado y violado a Yancka Mackova, una chica eslovaca; raptado, secuestrado en un sótano y violado a dos niñas de ocho años, Julie Lejeune y Mélissa Russo, que murieron de hambre tras varios meses de reclusión en el sótano; igual que An Marchal y Eefje Lambrecks, de diecisiete y diecinueve años de edad, a las que él drogó y finalmente enterró vivas; luego raptó, secuestró en el mismo sótano y violó a Sabine Dardenne y a Laetitia Delhez, dos muchachas de doce años, las únicas que lograron escapar con vida, junto a Yancka. En 2004, el jurado popular de lo penal consideró que era usted culpable por haber, junto a Marc Dutroux, cooperado en la violación de la joven eslovaca, por haber, junto con él, secuestrado a Sabina y Laetitia, An y Eefje, Julie y Mélissa, y, respecto de estas dos últimas, con «circunstancias agravantes con resultado de muerte», es decir que sin la presencia de Marc Dutroux, que se hallaba entonces en la cárcel, bajó usted una única vez al sótano para depositar dos bolsas de comida, y luego, durante casi tres meses, no volvió a bajar, y dejó que murieran de hambre. Así fue como salió usted del anonimato. Era usted la mujer de Marc Dutroux. Se decía que usted era como él, un monstruo.»