El mal gobierno
«El Gabinete de la Presidencia se ha convertido en una estructura paralela, dejando al Gobierno la inane misión de acudir a un Consejo de Ministros en que todos los asuntos ya vienen precocinados»

Ilustración: Alejandra Svriz.
Advertía en su libro El buen gobierno Pierre Rosanvallon, profesor del Collège de France y uno de los autores que con más brillantez se ha acercado al proceso de mutación que están sufriendo nuestras democracias, que en todos los regímenes democráticos occidentales, más allá de la manida crisis de representación con la que se han gastado océanos de tinta, el elemento más preocupante y que mejor caracterizaba a sus gobernantes independientemente de si se trata de sistemas presidencialistas, parlamentarios, republicanos, monárquicos o incluso de la ideología de los mismos, era una irrefrenable tendencia al crecimiento de poderes ejecutivos fuertes que rompían el equilibrio con los otros poderes del Estado, el equilibrio con el que fueron constituidos y que era su razón de ser.
Una tendencia a la concentración de poderes en cada vez menos manos y a la demolición del principio de separación de los mismos que ha cristalizado pocos años después en la generación de gobernantes más disfuncional y peligrosa desde la que eclosionó en los años 30 del pasado siglo, ya saben, esa que sumió al mundo en un conflicto armado con 60 millones de muertos, hablo de la Segunda Guerra Mundial.
Gobernantes, todos ellos, dispuestos a rebasar los límites constitucionales impuestos por las cartas magnas de sus países, por los principios democráticos e incluso por el sentido común y sumir a sus ciudadanos en el caos con tal de perpetuarse en el poder y que a diferencia de la ya mencionada «clase de 1930», ni siquiera dispone de una mínima excusa ideológica o de un marco teórico/filosófico que sustente sus acciones.
Una carrera hacia un autoritarismo de baja intensidad que adquiere en cada país sus propias vestiduras, acentos y formas, pero que coincide en todos ellos en la primacía de un poder ejecutivo cada vez más fuerte sobre el judicial, su gran enemigo, e incluso sobre el legislativo, ya que trata de vaciarlo de todas sus capacidades secuestrando las mismas y bloqueando de todas las formas posibles su funcionamiento.
Por supuesto estoy hablando EEUU, Hungría, Checoslovaquia, Turquía o la Polonia previa a la bendita elección de Donald Tusk como presidente, pero también de nuestro país en el que sin llegar a los límites de los países mencionados, también nos estamos deslizando por la pendiente de la concentración de poderes e incluso diría de una mutación en la forma de nuestro Estado que no ha necesitado de ser validada por un cambio constitucional, sino que ha bastado con la vía de hecho para ser puesta en marcha. Y me voy a explicar:
«El jefe de Gabinete ha adoptado prácticamente las funciones de un primer ministro, dejando a su gabinete monclovita como el gobierno efectivo de la nación»
Desde su creación en 1978 como un mero órgano de asesoramiento del presidente del Gobierno y sin estructura ni funciones definidas, el Gabinete de la Presidencia del Gobierno, ha ido creciendo en número de integrantes, funciones y capacidades con prácticamente cada nuevo inquilino de La Moncloa, pero siempre manteniéndose como un órgano de asistencia técnica. Hasta la llegada de Pedro Sánchez.
Con Sánchez, el Gabinete de la Presidencia del Gobierno se ha convertido en algo parecido a aquellos macrocefálicos ministerios de la antigua URSS de la Guerra Fría, ya que cuenta con, pásmense, tres secretarios de Estado, cinco subsecretarios, 20 directores generales, 40 subdirectores generales e incontables funcionarios que conforman una verdadera estructura paralela al Gobierno de España, un gobierno bis, una vaporosa macro-estructura política y administrativa que responde solo al presidente y que es la que efectivamente se ocupa de todos los asuntos de Estado, dejando para el Gobierno formal, el que pone la cara (normalmente para que se la partan en las ruedas de prensa) la inane misión de acudir cada semana a un Consejo de Ministros en el que todos los asuntos de Estado ya vienen precocinados desde el Gabinete (y si acaso ligeramente aderezados por la comisión de subsecretarios).
Una estructura interpuesta cuya cabeza visible, el jefe de Gabinete, ha adoptado prácticamente las funciones de un primer ministro dejando a su gabinete monclovita como el gobierno efectivo de la nación, relegando a los ministros que salen en la foto a misiones administrativas subalternas más propias de un subdirector general que de un miembro de una de las más altas de nuestro Estado y dejando -a falta de un Consejo de Ministros que funciones como tal- todas las decisiones importantes en muy pocas manos, concretamente las de un presidente del Gobierno que actúa de facto como jefe de Estado, de su jefe de Gabinete, que como ya hemos dicho actúa como primer ministro y de los directores de los departamentos de Moncloa.
Exactamente lo contrario de lo que propone Rosanvallon en su obra y, por tanto, de lo que podríamos considerar un buen gobierno.