¿De qué hablamos cuando hablamos de seguridad?
«La seguridad absoluta es inalcanzable. Por ello, la seguridad es gradual. Cuanta mayor cantidad de riesgo asumamos, menor grado de seguridad requeriremos»

Maniobras militares.
El auge de invocación a la seguridad que vive nuestro país en estas últimas semanas presenta algunas disfuncionalidades en su uso que conviene aclarar, para saber a qué nos referimos y qué podemos esperar. Por un lado, hay quien identifica seguridad con defensa y hay quien usa seguridad para, precisamente, no hablar de defensa. Y no es correcto ni lo uno, ni lo otro. Por otro lado, en el escenario internacional actual, cuando nos referimos a la seguridad, estamos lejos de la certeza que nos ofrecen los riesgos conocidos y, querámoslo o no, nos movemos en el terreno pantanoso de la incertidumbre que provocan los riesgos desconocidos.
En principio, el requerimiento de seguridad nace siempre de una hostilidad que dificulta un objetivo. La necesidad de eliminar esos peligros que el agente hostil genera da sentido a la seguridad. En definitiva, nos garantiza la libertad imprescindible y necesaria para acometer otras actividades. De nada sirve estar seguro si no es para algo. Ello, en los escenarios democráticos, desemboca en garantizar los derechos fundamentales y las libertades públicas. No se trata, como algunos agoreros pronostican, de perder derechos y libertades para estar seguros, sino que hemos de estar seguros para poder ejercitar nuestros derechos y libertades.
Pero ¿cuánta seguridad necesitamos? Depende. La seguridad absoluta es inalcanzable. No es una quimera, es sencillamente imposible. Por ello, la seguridad es gradual. Cuanta mayor cantidad de riesgo asumamos, menor grado de seguridad requeriremos. De ahí que, seguridad y riesgo viven una relación inversamente proporcional: a mayor seguridad, menor riesgo, y viceversa. El riesgo lo sabemos manejar, somos capaces de medirlo e incluso de decidir qué parte de él asumimos sin mayores estridencias; en cambio, con la incertidumbre no.
Son, por tanto, tres los componentes principales de la seguridad: (i) el riesgo o amenaza, (ii) los bienes que se pretenden proteger (materiales e inmateriales) y (iii) la herramienta de cobertura. La amenaza proviene de un agente hostil -cada vez más difuso, por cierto-. Respecto de los bienes conviene no ser un iluso, pues protegerlo todo es inalcanzable. Se debe hacer un esfuerzo por determinar cuáles son esenciales y, por lo tanto, serán protegidos y en qué grado. Por último, la cobertura -mecanismos que activamos para asegurar nuestros bienes- se establecerá en función de nuestros recursos y del grado de protección deseado, o que se esté capacitado en conseguir. Ahora bien, hay que ser conscientes de que cualquier variación de las circunstancias normalmente invalida o desfasa nuestros medios; no en vano, las amenazas son dinámicas y cambiantes. Resumiendo: son las amenazas, y la incertidumbre que provocan, lo que determina de qué seguridad hablamos.
Así, desde la Grecia clásica hasta los albores del siglo XX hablar de seguridad era aludir a ataques o invasiones que se pudiesen sufrir de otros pueblos, tribus, ciudades o Estados. A estas amenazas se añadían otras no estrictamente externas: el hambre, las enfermedades, la sequía, las malas cosechas, las epidemias y los desconocimientos médicos. A las primeras se hacía frente levantando murallas, fortificando ciudades y preparándose continuamente para la guerra; es decir, la seguridad era la defensa y viceversa. Respecto de las segundas, dependían casi por entero de la ciencia, que casi nunca ha sido una cobertura atractiva para las dirigencias políticas y que, de ser un problema, antes lo han sido religioso que securitario.
Cuando tras las dos guerras mundiales, en el mundo anglosajón, empezaron a institucionalizarse los estudios de seguridad, se seguía pensando en la defensa de las fronteras de los Estados mediante sus ejércitos ante posibles ataques externos. Sin embargo, ¿qué ocurría con otras amenazas externas a los Estados que podían debilitarlos tanto o más que una contienda bélica?, o ¿cómo afrontar los casos de aquellos Estados no democráticos que violaban los derechos y libertades de sus ciudadanos?
«Las aportaciones al concepto seguridad surgidas desde la última década del siglo XX en adelante, han roto con la centralidad del Estado como objeto de estudio y como sujeto exclusivo, beneficiario y proveedor de seguridad»
En respuesta a estos interrogantes, la Escuela de Copenhague, con Buzan al frente, propugnaron una definición de la seguridad que iba más allá de la mera defensa. Englobaban aspectos militares -capacidades ofensivas y defensivas-, políticos -estabilidad de los Estados-, económicos -mantenimiento de niveles aceptables de bienestar-, societales -confluencia de las distintas identidades étnicas y religiosas-, y medioambientales -necesidad de cuidar, proteger y conservar la biosfera local y planetaria-.
Por su parte, el Programa de Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD) humanizó el concepto al entender que los ámbitos desde los que se podía amenazar a la seguridad conformaban las siete vertientes del concepto seguridad: seguridad económica, seguridad alimenticia, seguridad sanitaria, seguridad medioambiental, seguridad personal, seguridad comunitaria y seguridad política. Esa irrupción en escena de la llamada seguridad humana, además de ampliar el significado propio del concepto, supuso ubicar a las personas, y no a los Estados, como epicentro del término.
En definitiva, las aportaciones al concepto seguridad surgidas desde la última década del siglo XX en adelante, han roto con la centralidad del Estado como objeto de estudio y como sujeto exclusivo, beneficiario y proveedor de seguridad; es decir, con una seguridad casi estrictamente defensiva. Podríamos resumir los cambios, de una manera visualmente didáctica, indicando que el concepto seguridad se amplió tanto en el eje vertical como en el horizontal. Verticalmente, en un sentido descendente, incluyendo la seguridad de los individuos junto con la de los Estados, en sentido ascendente, con el salto de la seguridad estatal a la del sistema político internacional en el que, por ejemplo, se atribuye un destacado rol de vigilancia -por tanto, de seguridad- a organizaciones internacionales como Naciones Unidas. Horizontalmente, la evolución consistió en romper con la unidimensionalidad militar incluyéndose en la idea de seguridad otras dimensiones y coberturas vinculadas con la política, la economía, el medioambiente y la sociedad.
En definitiva, lo que se produjo fue la redefinición de una idea de seguridad identificada con defensa y circunscrita al Estado-Nación a otra adaptada y acorde a la globalización. Pero no nos confundamos, hoy cuando hablamos de seguridad estamos, por tanto, hablando de muchas cosas; pero también de defensa. Como conceptos relacionados que son, no se puede concebir la seguridad de un ciudadano, de un Estado o de la Unión Europea sin defensa. Eso sí, tan perjudicial es pretender circunscribir la seguridad única y exclusivamente a la defensa, como creer que la seguridad es alcanzable sin el componente defensivo. Pero bueno, todo el mundo tiene derecho a creer en hadas, sirenas y unicornios.
Rafa Martínez (UB) y Marién Durán (UGR) son Codirectores del libro ‘Repensando el papel de las fuerzas armadas españolas ante los nuevos desafíos a la seguridad’, publicado en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales