The Objective
Rafael Pampillón

Aranceles de Trump: historia de una obsesión

«Trump equiparaba a China con el papel que tuvo Japón en la década de los 80, acusando a ambos de ‘hacerse ricos estafando a Estados Unidos’»

Opinión
Aranceles de Trump: historia de una obsesión

El presidente de EEUU, Donald Trump. | Ilustración de Alejandra Svriz

Desde mucho antes de su llegada a la Casa Blanca, Donald Trump mostró una tendencia claramente proteccionista en materia comercial. Frente al consenso internacional, a la Teoría Económica y a la experiencia histórica, que recomiendan la liberalización del comercio global, Trump ha venido defendiendo, desde hace décadas, que Estados Unidos está siendo estafado por sus socios comerciales. Y que los aranceles serían la herramienta necesaria para restaurar el equilibrio. Más que una estrategia económica, su postura ha sido una obsesión personal, arraigada ya desde sus primeros años como empresario.

Trump no es el primer mandatario obcecado por una pulsión destructiva. A lo largo de la historia, otros personajes han sido consumidos por sus propias obsesiones, llevándolos al fracaso. Desde el emperador romano Nerón, cuya obsesión por la perfección artística terminó con su caída, hasta Napoleón Bonaparte, que se obsesionó por expandir su imperio y sufrió una derrota definitiva en Waterloo. Al igual que ellos, la obsesión de Trump con imponer barreras comerciales parece cegarlo. Corre el riesgo de arruinar su legado y de dañar la estabilidad económica mundial.

La génesis: Nueva York, década de los 80

Ya en los años 80, Trump se distanciaba abiertamente del consenso reinante. Era una época en que, en EEUU, tanto las Administraciones republicanas como las demócratas promovían activamente la reducción de barreras comerciales. Sin embargo, Trump alzaba la voz contra lo que describía como una hemorragia en la economía estadounidense: el déficit de la balanza comercial.

Mientras figuras como Ronald Reagan (1981-1989) defendían la apertura como herramienta para fortalecer la competitividad y expandir los mercados, Trump adoptaba un tono marcadamente distinto, casi revanchista. Consideraba que el libre comercio estaba debilitando a Estados Unidos, y favoreciendo a países que, según él, jugaban con reglas desiguales. 

«Mientras figuras como Ronald Reagan defendían la apertura como herramienta para fortalecer la competitividad y expandir los mercados, Trump adoptaba un tono marcadamente distinto, casi revanchista»

Fue en este contexto, en 1987, cuando pagó un anuncio a página completa en varios periódicos nacionales para denunciar lo que describía como un trato injusto, en particular por parte de Japón. Un año después, en una entrevista televisiva, lamentaba que “somos una nación deudora… dejamos que Japón ent”e y vuelque todos sus productos en nuestros mercados”. Y se quejaba de que vender en Japón era “casi imposible”. Esta falta de reciprocidad, afirmaba, estaba destruyendo a las empresas estadounidenses.

No solo señalaba a Japón. También criticó duramente a aliados ricos como Kuwait, a quienes acusó de vivir con lujos gracias a la protección militar estadounidense, sin ofrecer compensaciones proporcionadas. “Viven como reyes… y no están pagando”, protestaba. Esta retórica, cargada de nacionalismo económico, giraba en torno a un mensaje claro: Estados Unidos estaba financiando la prosperidad y la seguridad de otros países, mientras sufría internamente las consecuencias de un comercio injusto.

China nos roba

Hacia finales de los 90, Japón empezó a perder protagonismo como “villano” económico debido a su crisis económica (que dura más de 30 años). Y Trump comenzó a señalar a China

En 1999, llegó a advertir sobre la “ambición de China de dominar Asia”, y criticó duramente a los líderes estadounidenses. Trump equiparaba a China con el papel que tuvo Japón en la década de los 80, acusando a ambos de “hacerse ricos estafando a Estados Unidos”. “China nos está ganando”, afirmó. 

Desde que China entró en la OMC (Organización Mundial del Comercio) en 2001, el déficit comercial de EEUU se disparó. En consecuencia, Trump intensificó sus críticas al libre comercio en libros y entrevistas. En 2005, no ocupaba ningún cargo político, pero advirtió que “China nos está estafando”, y propuso un arancel del 25% a las importaciones chinas si Pekín no revaluaba su moneda. 

En su libro Time to Get Tough: Making America Number One (2011), dedicó capítulos enteros a China, acusándola de manipular su moneda y “robar” empleos estadounidenses. Ya entonces, planteó aplicar aranceles inmediatos a China para forzar negociaciones.

Una obsesión que se volvió política oficial

Aunque entonces era una voz marginal, Trump nunca abandonó esa línea argumental. Treinta años después del inicio de esta historia, y al lanzar su campaña presidencial de 2016, recuperó el mismo discurso: renegociar tratados, penalizar importaciones y restaurar la producción nacional mediante aranceles. Su mensaje contrastaba radicalmente con el consenso bipartidista en EEUU, que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, había promovido la apertura comercial como base del crecimiento y la competitividad.

Pocos días después de asumir su primera presidencia en 2017, Trump afirmó que el período de mayor crecimiento económico del país había ocurrido entre 1870 y 1913, “cuando éramos un país con aranceles”. Aunque históricamente es discutible, esta declaración resume su obsesión: el proteccionismo no es un recurso coyuntural, sino una receta probada que debe recuperarse.

Su enfoque sobre el comercio internacional ha sido, en efecto, de una consistencia poco habitual. Desde los años 80 hasta la actualidad, Trump ha sostenido que EEUU pierde en el comercio debido a la debilidad de sus líderes y la deslealtad de sus socios. El actual presidente de Estados Unidos estaba “cansado de ver cómo nos estafan” y prometía que con él “el saqueo no continuaría». Ese relato —con pocos matices y escasa disposición al compromiso multilateral— se mantiene inalterable desde hace décadas.

A pesar de las consecuencias adversas —pérdida de mercados agrícolas, frustración de aliados tradicionales, presión inflacionaria sobre consumidores y empresas— Trump ha mantenido el mismo rumbo. En este sentido, hay que entender que el proteccionismo de Trump no es una solución pragmática a los problemas de la economía americana, sino una cruzada ideológica.

El comercio no es saqueo, es interdependencia

Las evidencias, sin embargo, juegan en su contra. Los aranceles impuestos durante su primera presidencia no lograron reducir sustancialmente el déficit comercial. Tampoco provocaron un resurgimiento significativo de la manufactura en EEUU ni una ola de inversión industrial. Muchos economistas de renombre —incluidos varios premios Nobel— calificaron estas políticas de error estratégico y de visión anticuada. La comparación con los errores de la ley arancelaria Smoot-Hawley de 1930 ha sido frecuentemente utilizada para rebatir la imposición de aranceles.

Es cierto que Trump logra poner el centro del debate en temas reales, como el robo de propiedad intelectual por parte de China o la necesidad de revisar los efectos redistributivos de la globalización. Pero la forma en la que está abordando esos desafíos —unilateral, de confrontación, impermeable al consejo técnico— está reduciendo la eficacia de sus acciones y aumentando sus costes.

Conclusión: la economía al servicio de una locura

En última instancia, la trayectoria de Donald Trump en política comercial revela una convicción profundamente personal. Su visión del comercio como un juego de suma cero —con ganadores y perdedores— contrasta con los fundamentos de las teorías económicas del comercio internacional, que destacan los beneficios mutuos, la eficiencia productiva, la innovación compartida y la reducción de costes para consumidores y empresas.

Tal como señalaron, hace ya 250 años, los padres de la Economía, Adam Smith y David Ricardo, el comercio internacional es un factor que contribuye poderosamente a aumentar la renta y la riqueza de los países. La Historia Económica demuestra que los países más abiertos tienden a crecer más, adaptarse mejor a los cambios tecnológicos y generar mayor bienestar a largo plazo. De ahí que la mayoría de los economistas defiendan el libre comercio como un instrumento que mejora las condiciones de vida y de trabajo de todos sus protagonistas. 

El comercio internacional no es un saqueo, como insiste Trump, sino una red compleja de interdependencias que, bien gestionadas, pueden beneficiar a todas las partes. Ignorar esta realidad en nombre de una obsesión personal puede ser comprensible desde la psicología de un líder. Sin embargo, resulta muy costoso y miope desde la perspectiva del interés nacional. Contra toda evidencia, Trump mantiene su “cosmovisión”. Como diría San Agustín, errar es humano, pero perseverar en el error es diabólico.

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