Las transiciones que nunca fueron
«La historia no nos da ninguna pista sobre cómo la transición energética debe enfrentarse a la tragedia de la abundancia de los combustibles fósiles»

Una central nuclear.
“Será mucho más fácil desmantelar el sistema capitalista que dejar de quemar combustibles fósiles”. Con esta contundencia se expresa el historiador francés de la energía Jean-Baptiste Fressoz, en su libro titulado Sans transition, une nouvelle histoire de l’energie (Seuil, 2024) -traducido al inglés con el título More and more and more (Penguin, 2024)-. Que un libro sobre energía de un escritor francés aparezca en los mejores rankings del Financial Times y The Economist es ya un buen indicador de su interés. Si a mayores el autor no comulga con los principios que rigen las economías de mercado tan queridas a ambas publicaciones, mejor prueba todavía de su calidad.
Y es que Fressoz expone con mucha eficacia cómo nuestra visión actual del futuro de la energía se apoya sobre una base intelectual equivocada, que el autor denomina “la mauvaise histoire“: a saber, aquella que interpreta la historia de la energía como una sucesión de fases o épocas en las que unas fuentes de energía reemplazan a otras (el carbón a la madera, por ejemplo), en una suerte de transiciones sucesivas. Desafortunadamente para nosotros, diría el autor, la idea de la transición energética hacia un futuro libre de combustibles fósiles descansa confiadamente sobre un mito de transiciones pasadas que jamás existieron.
El autor afirma que la historia no nos da ninguna pista sobre cómo enfrentarnos al desafío de la transición energética: porque nunca se ha llevado a cabo una “transformación del mundo material” como la que se pretende ahora “en un tiempo [tan] extraordinariamente breve”. Según Fressoz, lo que la historia nos muestra es cómo las nuevas fuentes de energía compiten con las antiguas, pero al mismo tiempo entran en simbiosis con ellas, y se refuerzan las unas con las otras de modo que el consumo de las viejas sigue creciendo bajo el auspicio de las nuevas.
Así el consumo de madera no hizo más que crecer con el advenimiento del carbón, y ambas dos con la aparición del petróleo. A lo largo de varios capítulos, y con una calidad narrativa envidiable, Fressoz nos cuenta cómo el uso de la madera fue pieza clave en el crecimiento de las minas de carbón, cómo a su vez el carbón permitió un aumento del comercio mundial de madera, o cómo el despliegue de la industria del petróleo se apoyó sobre el acero y el hormigón fabricados con carbón. Por eso no podemos hablar de una historia de transiciones, de ahí el título francés del libro Sin transición. Esta simbiosis de energías que no ha cesado de crecer a lo largo de los últimos 150 años ha creado un entramado inextricable de “relaciones de dependencia”, de “bucles” energéticos: desentramarlos por vez primera en la historia es el enorme desafío de la transición energética.
Quizá la parte más interesante del libro es aquella en la que Fressoz reconstruye cómo se crearon los mitos intelectuales de aquellas transiciones que nunca tuvieron lugar. El autor nos cuenta la fascinación con la que el mundo político e intelectual de cada momento recibía las nuevas fuentes y formas de energía -el carbón a mediados del siglo XIX, la electricidad hace 125 años o la energía nuclear a la vuelta de la Segunda Guerra Mundial. Las nuevas energías traían consigo la promesa de mundos nuevos, de sociedades nuevas, incluso de nuevos sistemas políticos. Pero en el mismo equipaje viajaba el espectro de su agotamiento en un futuro próximo: con su libro The Coal Question (1865), Stanley Jevons inauguró la disciplina de la “prospectiva energética”, al plantearse qué fuente de energía sustituiría al carbón (“el alfa y el omega de la industrialización y del comercio”) cuando éste se agotara. Y es en 1925, hace ahora cien años, cuando se utiliza en Reino Unido por primera vez el término “transición” para describir el proceso de abandono gradual del carbón por la energía hidroeléctrica.
Habrá que esperar hasta 1967 para que el químico norteamericano Harrison Brown (del grupo de científicos nucleares de Caltech) acuñara como una “transición energética” la obligada evolución hacia una (recién estrenada) energía nuclear inagotable frente a un petróleo que pronto escasearía. Y es aquí donde Fressoz nos recuerda que este edificio intelectual de las transiciones energéticas, construido sobre la visión (siempre precipitada) del agotamiento futuro de los recursos naturales, no se parece en nada a la “tragedia de la abundancia” a la que se enfrenta hoy la transición verde: una abundancia de combustibles fósiles que proveen el 80% de la energía de una economía mundial que cada vez produce y consume “más y más y más” –de ahí el título de la edición inglesa del libro que nos ocupa. Y es aquí donde nuestro autor francés, emulando a Zola, acusa al Capital del siglo XXI de urdir el falso telar de la “transición energética” como una maniobra de distracción y procrastinación, a sabiendas de que, como ocurrió con la hidráulica y la nuclear, las nuevas energías renovables no desplazarán a las fósiles, sino que entrarán en simbiosis con ellas en un “bucle” sin fin.
Permítame el lector una cuña publicitaria final sobre la energía nuclear. Fressoz dedica un capítulo entero de su libro a los que él denomina “neomalthusianos atómicos”: un grupo de científicos norteamericanos que defendieron desde principios de la década de los cincuenta la inevitabilidad de un futuro en el que la energía nuclear sería dominante porque los combustibles fósiles no solo se agotarían en cien años, sino que serían además los causantes de un calentamiento global en ese plazo.
Efectivamente, el famoso informe Putnam de 1953, titulado Energy in the future, es el primer documento serio que saca a colación el problema del calentamiento global resultado de la quema de combustibles fósiles. En los veinte años que siguieron fueron los neomalthusianos atómicos los que promovieron la investigación sobre la concentración de CO2 en la atmósfera: entre otros Charles David Keeling, discípulo del ya mencionado Harrison Brown, que dio su nombre a la famosa “curva de Keeling” sobre la concentración de CO2 en la atmósfera. Produce cuando menos cierta melancolía recordar cómo, a lo largo de muchos años, las filas de los abanderados de la lucha contra el cambio climático se nutrieron de entre los más acérrimos detractores de la energía nuclear. A los que todavía lo son les vendría muy bien leerse el libro de Jean-Baptiste Fressoz para darse cuenta de que, si queremos completar esta primera transición, ya no se pueden permitir ciertos lujos.