¿Somos una nación, o no?
«La España oficial es la del particularismo cateto, mientras que la España real es la que sigue pensando y sintiendo en común. A las últimas catástrofes me remito»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hubo una época en la que el Dos de Mayo era una fiesta nacional, no autonómica. En esta España donde se inventan tradiciones para separar y forjar identidades particulares vivimos una tensión entre la disgregación que fuerzan los dirigentes locales, y el sentimiento de unidad que sigue arraigado entre la gente común. Más breve: la España oficial es la del particularismo cateto, mientras que la España real es la que sigue pensando y sintiendo en común. A las últimas catástrofes y alegrías hispánicas me remito.
El interés de la clase política en sembrar diferencias territoriales se encuentra, sin duda, en el proceso de descentralización autonómico. La voracidad de las oligarquías locales se ha ido satisfaciendo con procesos legales de asunción de competencias, que usan al viejo modo caciquil para conseguir una red clientelar. Es el sistema perfecto: creación cultural de una identidad nacional o regional victimizada, exigencia de reconocimiento (léase poder político y presupuesto), forja de las diferencias identitarias desde las instituciones, y mantenimiento de los Padres de la Nueva Patria en el poder hasta el fin de los tiempos. Véase el PNV y el surtido catalanista.
El revés de este proceso es el deterioro del sentimiento nacional o de identidad española. Manifestar el patriotismo español es chocar con esas instituciones nacionalistas o regionalistas que viven justamente de rechazar lo español. Este es un camino de erosión en el que llevamos cuatro décadas, y en el que hemos llegado a un punto de no retorno. Cada cual puede darle la importancia que quiera a esta circunstancia. Para unos es una traición y una pérdida, dar la espalda a la historia y a la verdad, y un retroceso cultural, social, económico y moral, incluso de libertad. Para otros es el fin de una mentira cultural (la de la existencia de la nación española) y el reconocimiento de una verdad etnolingüística (la de su nación particular, donde mandarán a destajo). Existe un tercer grupo al que le da igual mientras no se toque su bienestar material, situación que ocurre frente a cualquier cambio histórico.
Los que pertenezcan a este último grupo pueden dejar la lectura a partir de aquí y ver TikTok tranquilamente. Sigo para los demás.
Los primeros, los que sostienen la existencia de la nación española, se aferran a dos argumentos. El primero es el adecuado al concepto: la historia y los sentimientos. La parte histórica ha sido objeto de batalla en las últimas décadas, agravada, además, por las leyes de memoria histórica y democrática. El meollo del asunto es doble. Estos, a los que llamaremos «defensores», ya que hay patriotas y nacionalistas juntos, sostienen la perspectiva de que nuestro país tiene un pasado de éxitos, como la Hispanidad y la Transición, y de fracasos, como la Segunda República y la Guerra Civil. A estos se apuntan también los que señalan como grandes hitos la Reconquista y la unidad de los Reyes Católicos. En su bagaje resaltan la importancia cultural de España en todos los órdenes, y del idioma como vehículo. Para estos hubo una nación cultural desde que se marcó Hispania como territorio, forjándose un carácter y sentimientos propios, como la solidaridad, y una nación política, como señaló Dalmacio Negro, a partir de 1808, cuando la soberanía recayó en la comunidad.
«La nación española sería cosa de tradicionalistas y antiguos, mientras que su negación sería progresista»
Los segundos, que llamaremos “negacionistas” porque agrupan a izquierdistas y nacionalistas de todo tipo, señalan una historia triste de España. Hablan de un país de segunda, decadente, vago, genocida y ladrón en América. Al tiempo señalan que perdió oportunidades, como -oh, sorpresa- la Segunda República, que precisa visibilizar a los perdedores porque tuvieron la fórmula mágica para sacar a “este país” del lodazal en el que la monarquía, la iglesia, el ejército, la incultura y demás estaba inmerso.
Los negacionistas suelen hacer una comparación engañosa con las potencias europeas, especialmente Alemania, Francia y el Reino Unido. Si España no fue como esos países es que fracasó. A esto añaden la doctrina posmodernista: la nación fue un constructo cultural creado por la burguesía para dominar al pueblo, un engaño, de ahí que, ahora que hemos descubierto el pastel, sea un concepto discutido y discutible. La nación española, por tanto, sería cosa de tradicionalistas y antiguos, mientras que su negación y la aceptación de que existen otras naciones, como la catalana y la vasca, sea progresista.
Esta distinción entre defensores y negacionistas es muy del siglo XX. A menudo se tiende a cargar las tintas contra el siglo XIX como una centuria decadente, lo que es una herencia de la perspectiva tradicionalista y luego falangista de la historia de nuestro país. Véanse los manuales de historia de España durante el franquismo. Pero en realidad fue en el Novecientos cuando se forjó y extendió la negación de la nación española, cosa que en el Ochocientos hubiera sido un anatema. Cualquiera que conozca la historia contemporánea de España de verdad, no por refritos intencionados, la política, social y cultural, lo puede atestiguar.
El siglo XX vio las consecuencias catastróficas del regeneracionismo del 98, que traicionó a la nación y a la libertad inoculando el concepto de decadencia por la Iglesia y la monarquía, la necesidad de un cirujano de hierro y del autoritarismo y del totalitarismo, así como el desprecio a la historia de España como país inferior. En el XX se ha dado alas a la Leyenda Negra sobre la que se asienta el repudio a la Hispanidad en la izquierda y una gran cantidad de complejos. Ese siglo XX vio el ascenso y la consolidación de los nacionalismos periféricos, que son intrínsecamente desleales y rupturistas, como vemos hoy, llegando al terrorismo, como ETA, y al golpe de Estado, como en 1934 y 2017.
«Ningún presidente de Gobierno en el XIX hubiera dicho que la nación española es ‘discutida y discutible’, como señaló Zapatero»
En esa centuria se pasó de una dictadura a una república cainita que concluyó en una guerra civil que abrió las puertas a otra dictadura. Fueron 52 años de lucha sin parar, con una intolerancia y violencia que no se vivió con esa magnitud en el siglo XIX. Luego llegó el régimen constitucional de 1978, origen de las denuncias de los que critican el acoso que recibe la nación española, y de la hegemonía del paradigma posmoderno y progresista en el que vivimos. A ningún presidente de Gobierno en el XIX se le hubiera ocurrido decir que la nación española es “discutida y discutible”, como señaló Zapatero. La frase de Cánovas de “son españoles los que no pueden ser otra cosa” fue un sarcasmo, no un principio político para pactar con los independentistas, como hizo el líder del PSOE.
Esos episodios del siglo XX, desde el Regeneracionismo al Estado de las Autonomías, fraguaron las quiebras de hoy entre defensores y negacionistas de la nación española. Que cada uno se coloque donde quiera porque este país es y será así.