La familia y unos menos
«A quien reniega de la vida entregada no le espera la libertad, sino el tedio. Esa superchería que llamamos independencia es un desaguisado ontológico de primer orden»

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Un vídeo viral que sintetiza una dicotomía contemporánea: un treintañero cansado, ojeroso y con una bolsa de pañales a cuestas se cruza con otro treintañero en chupa de cuero que lleva bajo el brazo una consola de videojuegos. Which way, western man? ¿Padre reventao o niño grande?
La pregunta es tramposa, pues da por hecho que ser padre es perder los juguetes. En realidad, con los niños vuelven los muñecos, los tebeos, los videojuegos… Y uno, a la chita callando, inicia su propio regressus ad uterum sin que nadie se entere.
Ser padre no es más que un cúmulo de privaciones. Así piensa ese amigo que todos tenemos, soltero pertinaz, veterano del ejército de un solo hombre, que afirma —con la seguridad del que lleva toda la vida entrenando para no cambiar pañales— que no hay quien le haga rendir la plaza.
“El padre, enchiquerado en la celda conyugal, se despide de placeres como trasnochar un martes y acabar, abrazado a un árbol y con la camisa arrugada, vomitando entre un coche y un contenedor de vidrio”
Y tiene razón. El padre, enchiquerado en la celda conyugal, se despide de placeres como trasnochar un martes y acabar, abrazado a un árbol y con la camisa arrugada, vomitando entre un coche y un contenedor de vidrio.
Añádanse los botellones, las raves, los torneos de triatlon y los escape room; divertidos compromisos que el padre evita blandiendo, como quien enseña un salvoconducto, el trajín de la vida doméstica. “¡Ya quisiera yo, pero…!”.
El padre de familia no es libre. Pero su yugo es, valga la paradoja, una dulce liberación. Al padre de familia se le hurta aquella “enfermedad mortal” que es, en expresión de Kierkegaard, la obligación de elegir; elegir, por ejemplo, foto de perfil en el Tinder. Que otros naveguen a flor de agua esa talasocracia de amores líquidos…
A quien reniega de la vida entregada no le espera la libertad, sino el tedio. Esa superchería que llamamos independencia no es, como suele pensarse, una cuestión moral que pueda dejarse al albur de las decisiones individuales, sino un desaguisado ontológico de primer orden.
La persona, por definición, es un ser dependiente. El más desvalido de los monos —por más que se vista de seda, esto es, de ropajes de self made man, de único artífice de su ventura, de sujeto libérrimo y decisionista—, no escoge la familia en que nace, el entorno en que crece o la lengua en que se educa. ¿Quién en su sano juicio diría que su trayectoria vital es fruto exclusivo de la libre acción de su voluntad? Nuestra biografía no es una novela de autor, sino un folletín escrito a cien manos.
A mediados del pasado siglo, Fernando Palacios dirigió La familia y uno más, epopeya doméstica donde un pobre infeliz, viudo para más inri, se ve obligado a hacer malabares con dieciséis criaturas a su cargo. La situación sería trágica de no ser por el candor y la inocencia que inundaban el cine de aquella época y que, en último término, derivaban de una antropología benigna: la del ser humano como animal de esperanza, que diría María Zambrano.
He recordado aquella película, segundo capítulo de una trilogía que lleva por título La gran familia, al ser invitado a la boda de un amigo. “Es por los papeles” —me ha dicho, esbozando una sonrisilla que nace moribunda de la comisura— “y para montar un fiestón que lo flipas”. Cuando le he preguntado por los churumbeles, ha sido categórico: “Demasiada responsabilidad, macho” —como si declinase una oferta de la NASA.
Demasiada responsabilidad… ¿Pero qué responsabilidad ni qué ocho cuartos? Tanto él como su mujer —probos ciudadanos, tributarios infatigables, dechados de la moral contributiva— son a todas luces responsables. ¿Acaso el problema no es que sean irresponsables sino que, más bien, están desesperanzados?
Al cabo, la primera ley sagrada de la economía no es el nómos, sino el oikós. ¿Qué norma puede regir un hogar si hemos renunciado a tenerlo? La esperanza es la virtud que en las películas de los sesenta iluminaba hasta las peleas de cocina y que hoy provoca sonrisas de condescendencia.
Supongo que no es fácil pasar del contractualismo a la paternidad. Un matrimonio que no se funda en la esperanza es un acuerdo provisional: puede ser un folio que se firma y luego se arruga, pero los hijos ni son de papel ni conviene romperlos. El «nosotros» se esfuma cuando habla el ego transaccional. Por eso ya no hay ‘familia y uno más’, sino ‘fiestón y uno menos’, y uno menos, y otro menos… Hasta que no quede nadie para apagar la música.