La Iglesia en pausa con León XIV
El nuevo Papa hereda una Iglesia agitada, que clama por reposo. León XIV deberá gobernar entre aguas bravas y sed de unidad

Robert Prevost, nuevo papa León XIV | EFE
La satisfacción del deber cumplido es una de las marcas más claras de la recta conciencia. Nada mejor que el cierre de ciclo, ese placer de la forma acabada. Y eso es lo que han debido de experimentar los príncipes de la Iglesia: misión cumplida. Al fin y al cabo, han ejecutado el acto perfectivo de su condición como cardenales: la elección de un nuevo Pastor universal, Vicario de Cristo y cabeza del colegio episcopal. Solo ponderando esos epítetos, puede uno imaginar el resoplar de alivio entre los purpurados.
Y tras el trabajo curial, como en toda labor, llega el descanso. Es tiempo de ir ad aquas, antiguo latinismo que usaban algunos documentos de la Curia Romana para referirse al período vacacional de inactividad burocrática. Solo que, esta vez, “tomar las aguas” implica algo más terapéutico.
El momento histórico de la Iglesia, en la que aún resuena la voz de San Pedro, exige más cuidado de sus constantes vitales que un nuevo arranque identitario. Al menos eso podría desearle una mente serena al nuevo Pontífice: paz, calma y reposo.
La paz —y por ella ha querido empezar su discurso León XIV— la encuentra con alas de cera, cortas, casi quemadas por el sol que alumbra un mundo con el rostro encogido y los ojos entornados. La paz, cuando la proclama un sacerdote —y el Papa es, ante todo, el primero de ellos—, siempre tiene valor profético: anuncia el imperio de Cristo. No es simple pax romana, sino paz por conquista, la paz de Dios. Una paz que no nace de someter libertades sino de elevarlas. O al menos eso creen los cristianos.
Por eso no es menos desafiante la voz de León ante el dominio discursivo que pretende reducir todo poder —blando, fuerte o mixto— a la única salvación posible. Pero León XIV no es León III, ni Donald Trump es Carlomagno. Al menos no en su plan para Europa.
No en vano, el Padre de los Príncipes es la imagen histórica del equilibrio: el que se balancea entre la razón de Estado y el estado de la razón. Quien tiene el deber, por su oficio, de parar a un Atila soberbio y de recordar, como hizo su antecesor en el nombre —el León “de los liberales”, que nadie se confunda— que la libertad, lejos de ser un pecado, tampoco se construye a golpe de tasas o alcabalas. Era León XIII quien no quería una sociedad de mercaderes.
Tampoco la calma le vendrá dada al fraile agustino, ahora con hábito blanco. Quizá este cambio le recuerde sus pasos por el sur del globo, donde sus hermanos de orden cambian de color con el clima, como en tantas otras cosas —el “carácter” latinoamericano siempre ofrece terreno fértil para el desafío ideológico de la Iglesia en el siglo XXI—. La calma de una Iglesia que se revuelve en el lecho, buscando una “postura” que alivie sus dolores crónicos —desde la sangría de vocaciones hasta los conatos de clericalismo y los abusos de poder—. Una calma que debe ser el horizonte programático de un gobierno eclesial que contemple a súbditos cada vez más necesitados de una fuente sobrenatural de valor para sus vidas. ¿Cómo, si no, podría alguien elevar el significado de lo natural e individual hasta convertirlo en empresa colectiva, sin un factor aglutinante que lo oriente hacia un fin trascendente? Por algo el Papa es sucesor de la piedra fundacional de la Iglesia.
Pero la calma no le vendrá sin aplicar un cauterio de unidad, por la que claman todos los entendidos. Y menos aún le será placentera su conquista, si cualquier discusión sinodal se disuelve en irrelevancias. ¿Quién quiere hablar de dogma cuando se puede hablar de meros ritos? Para entendernos, ¿quién quiere hablar de lo eterno cuando lo banal es más divertido?
Si León X tuvo que hacer frente —y lo hizo sinodalmente, para su época— a las injerencias doctrinales del agustino Lutero, León XIV se medirá con un adversario más decidido, más sutil, más osado.
El rencor paleolítico de ciertos grupos de presión —mediatizados entre el brillo obsceno del oropel y la ausencia criminal del buen gusto, ese heraldo de la Verdad— será, en el nuevo pontificado, la herejía a combatir con todo el rigor del oficio petrino. Han olvidado la máxima fundamental de la eclesiología, y quizá también de la política internacional: “la justicia, o bien pertenece a todos, o no pertenece a nadie”.
El tiempo de las aguas para León XIV debería ser, en definitiva, un tiempo de reposo antes de la ingente tarea que le espera. Nadie le dará cuartel ni sosiego. Así va en el papel del imitador de Cristo. Ciñe ahora y —posiblemente hasta la muerte— la triple tiara de la doctrina, que deberá enseñar más como madre que como maestra; de la santidad, que deberá mostrar más en lo oculto que en el gesto; y del gobierno del mundo, que deberá ejercer como quien maneja una nave en tormenta: habrá de estar más atento a su tripulación que a la tempestad.
Ad multos annos!