Sin desobedecer a Sánchez
«La derecha española es reacia a incorporar el repertorio de acciones colectivas en su participación política en democracia, a diferencia de la izquierda»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hace unos días estuve en Valencia en un congreso sobre la hispanidad. Fuera, en los cafés, el tema de conversación fue el camino autoritario del sanchismo. Los españoles presentes describimos a los americanos las maniobras presidenciales para devaluar y sustituir las instituciones por órganos bajo su control, como las Cortes o el Gobierno -al que ha vaciado de contenido en favor del Gabinete de Presidencia-, el ataque al Poder Judicial para quitar su legitimidad y no aceptar sus sentencias, la creación de fiscalías nuevas para dominar numéricamente el ministerio público, las amenazas a los medios de comunicación que cuentan las tropelías del entorno sanchista, el uso espurio del Tribunal Constitucional, la corrupción descarada, y la ruptura del consenso de la Transición para evitar la alternancia en el poder.
Nuestros colegas americanos, algunos de ellos con experiencias similares en su país, dijeron que no entendían por qué los españoles no salían más a la calle a protestar para defender la democracia. Era una buena pregunta con una respuesta complicada. La contestación sociológica es que la protesta pública no forma parte de la cultura política de la derecha española. Cuesta mucho sacar a la calle al universo liberal y conservador en un número suficiente y con la periodicidad adecuada para que sea eficaz. Este sábado 10 de mayo hay una manifestación contra Sánchez bajo el lema: «Por la dignidad de España: Sánchez dimisión, elecciones ya», convocada por un centenar de asociaciones cívicas. La última fue el año pasado. Demasiado tiempo.
Lo adelanto ya: la derecha española es reacia a incorporar el repertorio de acciones colectivas en su participación política en democracia, a diferencia de la izquierda. Hay gente muy movilizable, pero son grupúsculos. Además, los líderes del PP desde Fraga hasta Feijóo prefieren la manifestación dominguera puntual para el telediario, y no despertar a la izquierda. Tampoco Vox sirve mucho para esto. El partido de Abascal ha aumentado la frecuencia pero no el número de asistentes ni la eficacia.
En nuestra derecha no hay desobedientes. La desobediencia civil es ajena al universo no izquierdista en España, al menos de forma mayoritaria y organizada. Nos quejamos de la inmoralidad, de la ruina y de la discriminación, de la degradación de la democracia, de los recortes en la libertad, de la dictadura del pensamiento y de sus imposiciones, y no se hace prácticamente nada. Hemos aceptado que el posmodernismo destructor sea el sinónimo del progreso, y que, como en la parodia orwelliana, ser «crítico» es cumplir con el dogma oficial. Más claro: tragamos sin límite, limitándonos a quejas en privado o en pequeños círculos. Así ha pasado con todas las leyes sanchistas y sus cesiones al independentismo. Nos lamentamos y esperamos la próxima con resignación.
Este estilo está bien contado en Sobre la desobediencia civil (Página Indómita, 2025), que recoge los ensayos de H. D. Thoreau y Hannah Arendt al respecto. Para el primero, la persona que desobedece una arbitrariedad gubernamental o una injusticia es un objetor de conciencia, un actor individual. Es el que escribe columnas, pronuncia conferencias, niega la legitimidad y la moralidad de una ley aunque sea democrática -que la vote la mayoría no significa que sea buena-, y se resiste a cumplir la norma. Este desobediente, como escribió el anarquista Max Stirner, considera que su primera realidad es su conciencia y que, por tanto, solo debe cumplir aquellas leyes que su moral admita.
“Nos faltan asociaciones fuertes de activistas de pensamiento y calle, capaces de arrastrar a la gente a defender principios democráticos”
La eficacia de la desobediencia como protesta individual es muy limitada, como muestra el mismo Thoreau. Esta tarea crítica crea un corriente de opinión para la resistencia a la hegemonía progresista sobre la que se pueden formar asociaciones, esos grupos que, al decir de Tocqueville, mantienen la democracia en su carril. Así, aplicado al sanchismo, nos faltan esas asociaciones fuertes de activistas de pensamiento y calle, capaces de arrastrar a la gente a defender los principios democráticos. Pongamos dos ejemplos: el Gobierno «de progreso» impuso falsos estados de alarma para gobernar sin control, y reparte el dinero público entre autonomías con evidente injusticia, pero no hay una movilización significativa de la sociedad civil que lo intente detener.
No tenemos asociaciones de ese tipo. Las existentes son el escaparate de alguna personalidad, o acaban convirtiéndose en el cortijo de un grupo que sacrifica la idea que lo motivó al interés de mantener su interés personal. Muchas se utilizan como trampolín individual para el networking, sin que sean un verdadero think tank, una escuela de pensamiento y divulgación. Ni el PP ni Vox tienen nada que se parezca a esto, y cuantas se han intentado se han convertido en el negocio de alguien.
Hannah Arendt lo analiza en el segundo ensayo recogido en Sobre la desobediencia civil. El desobediente eficaz, escribió la filósofa, que quiere cambiar una situación se asocia. Distingue al buen hombre, el que tiene conciencia moral y actúa como tal, del buen ciudadano, que cumple las leyes sin más. Si una norma es injusta o despótica, dice Arendt, el desobediente se comporta como un buen hombre y actúa por el bien común. Solo así se puede ser buen ciudadano, lo otro es ser un esclavo. Imagínense esto aplicado a las políticas sanchistas y verán nuestro fracaso como oposición.
¿Cómo se traslada esto a la derecha española? Arendt da algunas claves. Lo primero es considerar que el cambio no es sinónimo de progreso, y que la desobediencia civil liberal y conservadora también puede ser un agente de transformación. Lo segundo es que la virtud de la derecha en democracia es el equilibrio entre la desobediencia y la estabilidad; es decir, el repudio a una violencia que solo puede acabar en guerra civil o revolución.
«Uno sabe cómo comienza la desobediencia organizada pero no dónde termina»
Al oír esto último surge el temor en la derecha: ¿Hasta dónde llega la desobediencia contra un gobierno autoritario de izquierdas como el de Sánchez? ¿Basta con oponerse a una ley y a un Ejecutivo, o llega al rechazo del sistema constitucional que lo permite y al Estado de Autonomías que lo ampara? Es aquí donde entra en juego la responsabilidad, porque uno sabe cómo comienza la desobediencia organizada pero no dónde termina y las consecuencias que puede tener.
Este es justamente el freno de la cultura política conservadora en las acciones colectivas. Unos lo llaman responsabilidad, y otros debilidad. Estos últimos son los de la izquierda, a la que le da igual si su acción colectiva empieza o termina en violencia porque para ella la violencia es un instrumento político, no un problema. A los escraches me remito. Una espiral violenta generada por la desobediencia, como cuenta Arendt en su ensayo, puede disolver una comunidad política. Esto se torna muy complejo en una sociedad española polarizada, con evidentes fracturas, donde hay grupos que desean una explosión violenta para tener una oportunidad. No es fácil. Lean Sobre la desobediencia civil y lo entenderán.