Pedro Sánchez y los privilegios del poder
«Su Gobierno es ‘ilegítimo’, ya que obtuvo el voto diciendo que no iba a hacer una serie de cosas que ha hecho con el fin de permanecer en el poder. Pero no ilegal»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Que un político busque el poder y una vez obtenido busque mantenerse en él es lo normal. Está en la naturaleza humana y en la dinámica interna de todas las sociedades. Con una deriva peligrosa: es más fácil conservar el poder que obtenerlo. El anhelo de poder está sujeto a una paradoja: las personas mejor preparadas para resistir sus encantos son aquellas que no suelen buscarlo, por tener satisfechas sus necesidades de reconocimiento a través de una búsqueda personal. Puede ser en el ámbito profesional, laboral, artístico o empresarial, pero también en el familiar, religioso o solidario. Y, por el contrario, el poder es un imán para toda clase de personas con carencias afectivas y patologías diversas. Todo esto, sujeto al matiz y la excepción propios de los asuntos políticos, que no obedecen a leyes inmutables, como las matemáticas.
El poder entraña una serie de privilegios inherentes, aparte de la resolución permanente de todos los asuntos domésticos y cotidianos (casa, comida, transporte, acceso a la información, vacaciones…). El primero es el «efecto burbuja»: todo lo que pasa a tu alrededor te remite a tu propia importancia: recibes inevitables genuflexiones de gente que te supera en talento y conocimientos y ocupas el lugar más destacado en todo acto al que vayas, con privilegios para entrar, para estar, para participar y para salir. Pura dopamina. El segundo es el «efecto agenda»: todos están disponibles para ti, pero tú estás disponible solo para quien tú quieras, cuando tú quieras y durante el tiempo y en la forma que tú quieras.
El tercero es el «efecto micrófono»: tus palabras tienen más peso y eco del que merecen, por muy meritorias que pudieran ser. El cuarto es el «efecto jauría»: la defensa irrestricta que lograrás de todos aquellos cuya posición y salario dependan directamente de tu voluntad. De este se desprende el quinto, que definió Étienne de La Boétie magistralmente como «servidumbre voluntaria» o el «efecto siervo». Tu poder no está limitado a lo que puedas hacer por propia mano, que sería poquísimo, sino a lo que la gente a tu alrededor, en círculos concéntricos decrecientes, haga en tu nombre. A veces incluso anticipándose a tus instrucciones. El sexto, por último, es el «efecto espejo». La gente común y corriente que por convicción, manipulación, miedo o conveniencia te compra el discurso y vive como propios tus privilegios. Todos estos efectos no dependen de la persona que ocupa el poder. Y por eso se desvanecen al día siguiente de perderlo. Van con el puesto, no con la persona. Los más lúcidos lo saben. Otro incentivo para conservarlo a toda costa.
Curiosamente, un buen líder es aquel que actúa fuera de estos privilegios. Rompe el «efecto burbuja» buscando comunicación con la gente común y corriente sin el distorsionador de la jerarquía. Hace de su «efecto agenda» una declaración de intenciones. Por ejemplo, recibe a científicos y asiste al teatro. Huye del «efecto micrófono»: mide sus palabras y las usa en la búsqueda de la verdad. Y no lo monopoliza. Hace explícita su capacidad de escucha. Respeta la crítica, que considera legítima, y la usa para mejorar y cambiar. Eleva el nivel del debate público. No lo envilece. Del «efecto jauría» y del «efecto siervo» escapa al dar libertad de iniciativa y gestión a su equipo, conformado con perfiles profesionales, capaces de resolver problemas concretos. Y con un discurso público no monocorde. Y usa el «efecto espejo» para convocar a la sociedad a un anhelo común, ambicioso, pero realizable, y compartido. No la divide, la une sin unificarla.
«Las señales de alerta democrática solo hay que darlas cuando el Ejecutivo usa su poder para dominar a los otros poderes»
Como el poder es adictivo y permanecer en él es más fácil que obtenerlo por primera vez, las sociedades han aprendido a lo largo de la historia a fragmentarlo y limitarlo. La historia enseña que las sociedades sin líderes se derrumban en la anarquía, acaso la forma política más peligrosa y liberticida. Pero las sociedades que no generan anticuerpos contra la tendencia abusiva del poder a perpetuarse sucumben a la dictadura personal, la más humillante forma de gobierno posible. Las sociedades democráticas no solo tienen una clara división de poderes, sino que las reglas de permanencia están limitadas (no reelección) o sujetas a la ratificación popular en lapsos cortos y en elecciones con reglas confiables.
Una sociedad sana democráticamente preserva la separación de poderes, contra la voluntad del Ejecutivo de fagocitarlos, y mantiene activo el poder del voto popular con la garantía de contiendas justas. Por eso las señales de alerta democrática solo hay que darlas cuando el Ejecutivo usa su poder para dominar a los otros poderes, o cuando impide elecciones justas. Ese es el caso de México, como denunció valientemente el expresidente Ernesto Zedillo hace unas semanas.
¿Es también el caso de España? No lo creo, por suerte. Todos los días asistimos a la comprobación de la independencia judicial, que tiene en un merecido brete a Pedro Sánchez y su Gobierno. Y sabemos que cuando decida convocar a elecciones estas serán justas y sus resultados reflejo de la voluntad popular.
No me engaño, hay líneas de sombra graves: el uso partidista de instituciones y empresas del Estado que deberían ser neutrales; la imposición de un fiscal general a su servicio; la falta de respeto a la dinámica parlamentaria; gobernar prorrogando los presupuestos y además alterándolos a caprichoso; el intento de coerción del Tribunal Constitucional con acólitos; el uso partidista del dinero público y el aumento de la deuda. Pero incluso el más grave de todos, que es seguir las exigencias de su frágil y contradictoria mayoría parlamentaria, es legal, aunque sea inmoral. Podemos decir que su Gobierno es ilegítimo, ya que obtuvo el voto ciudadano diciendo que no iba a hacer una larga serie de cosas que ha hecho con el único fin de permanecer en el poder. Pero no ilegal. Su estrategia política (victimizarse, culpar a los otros de los errores propios, dividir en buenos y malos y crear chivos expiatorios para cada problema) es tan vieja que ya los atenienses alertaban contra el peligro de la deriva demagógica de la democracia. Y su regodeo con los privilegios del poder es molesto, pero de nuevo legal.
Así que el problema de España no es Pedro Sánchez solamente, sino de la sociedad española, que lo tolera y le vota; son de los medios que le aplauden y defienden y es de la oposición, que es incapaz de «liquidar» a un político con esas penosas carencias morales y de proponer un plan coherente de país que convenza a la mayoría.