Revolución y contrarrevolución en el mundo actual
«La verdadera contraposición política hoy no es izquierda contra derecha, sino democracia contra dictadura populista. Y la dictadura populista está ganando»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Pocas personas son plenamente conscientes de que vivimos en un mundo postrevolucionario. La mayoría cree vivir en un mundo capitalista y burgués, pero esta visión está muy atrasada. En un mundo capitalista y burgués vivían nuestros antepasados del siglo XIX. Hoy, especialmente en los países desarrollados, se vive en una sociedad socialdemocrática, es decir, una sociedad donde la economía de mercado coexiste con un Estado muy rico y poderoso que no sólo controla empresas públicas, que operan en el mercado, aunque con criterios más políticos que empresariales, sino que además desempeña una labor asistencial de gran envergadura que le otorga un papel muy relevante en muchos mercados, no solo en el muy fundamental del trabajo sino también en otros igualmente importantes, como el de la salud, la alimentación, el financiero, el de la vivienda, y un largo etcétera.
Una medida de esta trascendental diferencia entre el papel del Estado hoy y en el siglo XIX nos la brinda un hecho muy simple: el gasto público en el siglo XIX en los países europeos estaba en torno al 10% de la renta nacional. Hoy está en torno al 40%: se ha multiplicado por cuatro. En el siglo XIX el gasto público sufragaba, sobre todo, las necesidades de la Administración (sueldos y salarios de los funcionarios públicos), el gasto militar (cuyo peso dentro del presupuesto era mucho mayor que ahora), y el gasto en orden público, a menudo subsumido en el militar. Hoy la mayor parte del gasto público es gasto social, pensiones, medicina pública, seguros laborales (desempleo, accidentes), subvenciones, educación, vivienda social, etc.
Este aumento ingente del gasto social y del papel asistencial del Estado ha sido el resultado de la revolución silenciosa del siglo XX, una revolución muy poco violenta, aunque sí acompañada de una gran violencia, porque esta revolución ha coincidido en el tiempo con los grandes cataclismos de la primera mitad del siglo XX: dos guerras mundiales y una Gran Depresión devastadora, causante de enormes trastornos. Es difícil establecer una relación de causa-efecto entre estos acontecimientos (los cataclismos y la revolución silenciosa) pero no parece haber duda de que los cataclismos primero estorbaron, pero luego aceleraron la revolución. La estorbaron porque aumentaron el gasto militar a expensas del social; y la aceleraron porque al cabo destruyeron las fuerzas que se oponían a ella, en especial el nazi-fascismo.
Por haber venido acompañada de guerra y depresión, episodios dramáticos y llamativos, el transcurso de la revolución silenciosa (a mí me gusta llamarla «revolución proletaria» para diferenciarla de la «revolución burguesa» de siglos anteriores) pasó, insisto, casi inadvertida. Por eso, la mayoría de las poblaciones, incluso las de los países desarrollados que la experimentaron, creen seguir viviendo en la sociedad capitalista y burguesa de sus tatarabuelos. Pero están muy equivocadas.
Tampoco se conoce lo suficiente que, además de las guerras y la depresión económica, esta revolución político-social estuvo acompañada por una revolución demográfica de grandes proporciones, y de resultados espectaculares: de un lado, la multiplicación de humanos sobre la tierra ha sido fulgurante: en 1900 éramos 1.600 millones, hoy excedemos los 8.000 millones. Pero lo que es casi más asombroso es que este crecimiento del número de humanos ha ido acompañado de un alargamiento de la vida sin precedentes: si un ser humano al nacer en 1900 podía esperar vivir unos 34 años, hoy esta expectativa es de casi el doble: más de 65. En los países desarrollados el alargamiento de la vida ha sido aún más espectacular: en España, por ejemplo, hemos pasado en el mismo espacio de tiempo de los 35 años de esperanza de vida a los 84. Si esto no es una verdadera revolución en el mejor sentido de la palabra, ya me dirán ustedes. El siglo XX ha visto más cambios revolucionarios que ningún otro.
«Los que se pretenden revolucionarios o añoran un pasado predemocrático o añoran el comunismo»
Por lo tanto, por más burgueses que nos sintamos, somos todos hijos de la revolución, aunque, por haber nacido en este mundo, nos parezca éste normal y prosaico. Un corolario paradójico de todo esto es que, sólo con ser conservadores, ya resultamos ser revolucionarios, porque queremos conservar los frutos de la revolución, es decir, la democracia, el Estado de derecho y el Estado asistencial. Y un segundo corolario es que los que se pretenden revolucionarios, deseosos de acabar con «lo existente» (expresión muy decimonónica), en realidad son reaccionarios que añoran un pasado inexistente. O añoran un pasado predemocrático o añoran un pasado bastante reciente, el comunismo.
Se dirá que he olvidado en mi análisis las revoluciones comunistas, a las que todavía se adhieren muchos de los que se llaman revolucionarios. No las he olvidado: lo que ocurre es que no las considero verdaderas revoluciones sino «revoluciones aberrantes», en realidad golpes de Estado violentos que condujeron a callejones sin salida en Rusia y en los países que la imitaron, como China, Cuba y tantos otros. La llamada «revolución rusa» no fue tal, sino un magistral golpe de Estado a cargo no de exactamente de Lenin, sino de su alter ego, Trotsky (en relación con esto, recomiendo la lectura de Técnicas del golpe de Estado, de Curzio Malaparte). El comunismo leninista, tan elogiado por los «revolucionarios» del siglo XX, resultó ser no una ideología redentora, sino una variedad más de lo que hoy llamamos populismo, es decir, una falsa ideología cuyo fin último es justificar la dictadura de una camarilla o de un individuo.
El comunismo leninista se autodefinía como «dictadura del proletariado», pero era en realidad la dictadura del Politburó o, lo que es lo mismo, la dictadura de una camarilla. El comunismo leninista no fue revolucionario, sino lo opuesto: derribó a una república revolucionaria, caótica y desorganizada –como muchos regímenes revolucionarios–, que nació en Rusia tras derribar al zar a comienzos de 1917 y que hubiera podido convertir al país en una democracia burguesa, que es el primer paso hacia una revolución proletaria. Lenin no estaba interesado en una verdadera revolución, sino en llegar al poder a toda costa. Lo consiguió para desgracia de Rusia y de la humanidad entera.
Todo esto no significa que quien esto escribe sea un conservador intransigente. Al contrario. Soy un demócrata reformista. Como toda obra humana, la democracia y el Estado de derecho y asistencial, según los conocemos, tienen serios defectos. Pero eso no implica que haya que acabar con ellos. Sí implica que debemos introducir profundas reformas, en cuyo detalle no puedo entrar aquí porque, habiendo tantos modelos nacionales distintos, su examen exigiría sendos tratados. Pero me parece importante insistir en que la mayor parte de los movimientos que se pretenden revolucionarios e innovadores en la actualidad, no son tales, sino populismos de derecha o de izquierda, que vienen a ser exactamente lo mismo: falsas ideologías cuya finalidad es llegar al poder y, una vez alcanzado, aferrarse a él por todos los medios.
Llámense progresismo, MAGA, socialismo del siglo XXI, insumisión, alternativa o nacionalismo. En muchos países, como Venezuela, Rusia, China, Cuba, Hungría, Turquía, Corea del Norte, etc., el populismo, de distintos signos, pero idénticos fines, se ha establecido firme y despóticamente. En otros, como Checoslovaquia o Rumanía, amenaza seriamente. Incluso en Francia y Alemania crecen populismos amenazadores. Pero lo más alarmante de todo es que en España y en Estados Unidos el populismo también amenaza seriamente desde el gobierno. Estos movimientos falsamente revolucionarios o innovadores deben ser estudiados cuidadosamente, definidos como lo que son y el público debe ser advertido del peligro que albergan: una vez en el poder es muy difícil desalojarlos. La verdadera contraposición política hoy no es izquierda contra derecha, sino democracia contra dictadura populista. Y la dictadura populista está ganando. No le hace falta engañar a todos todo el tiempo: le basta con engañar a una mayoría en un momento decisivo.