The Objective
Manuel Pimentel

Sevilla, capital de los dólmenes

“Viva o visite Andalucía o Extremadura, sepa que se encuentra en la tierra vieja de antiguas civilizaciones que nos legaron un espectacular patrimonio megalítico”

Opinión
Sevilla, capital de los dólmenes

Dolmen de Menga. | Ilustración de Alejandra Svriz

Acaba de finalizar la feria de Sevilla, alegre, bulliciosa y festiva. Cientos de miles de personas han paseado, han bailado y se han divertido en su ferial, gozando de la calidez de sus gentes y del bellísimo paseo de caballos y enganches. La mayoría de los visitantes, nuevos y repetidores, se llevarán un recuerdo hermoso de la capital andaluza, sin ser conscientes de que, más allá de la ciudad de la Giralda, de la Plaza de España y del Puerto de Indias, Sevilla fue –y de alguna manera aún lo es– una de las ciudades megalíticas más importantes del mundo. ¿Sevilla? ¿Dólmenes? ¿Megalitos? ¿Pero que tienen que ver?, se preguntará una inmensa mayoría. Casi nadie los asocia. También son desconocidos la mayoría de los dólmenes andaluces y españoles.

Hagamos una prueba. Cierre los ojos y figúrese un paisaje megalítico, de dólmenes y menhires, ¿qué ve? A buen seguro me respondería que ha entrevisto los campos verdes y brumosos de Bretaña o Inglaterra, donde se reunirían las brujas celtas. Eso, habría reconocido paisajes celtas. Pero jamás lo asociaría con Andalucía, la tierra del sol… y la de los grandes, pequeños y medianos megalitos, pues miles de ellos perlan nuestro suelo. Es más, es probable que el megalitismo naciera en nuestra tierra, donde se pueden encontrar los más antiguos, y desde donde pudieron extenderse por toda la fachada atlántica europea y por parte del Mediterráneo. Aunque esa antigüedad todavía está en debate, lo que está fuera de toda duda es que el mayor dolmen de la prehistoria es el de Menga, en Antequera, Antikaria, la ciudad de los antiguos, erigido hará unos seis mil años, en el neolítico reciente.

Tenemos grandes dólmenes, como Menga, Soto, Alberite o Valencina, que asombran a los expertos. Sin embargo, pasan desapercibidos ante nuestros ojos, como si de algo extraño y exótico se tratara, como piezas sueltas de un puzzle prehistórico que no nos termina encajar del todo, como si no nos pertenecieran, como si, en verdad, no debieran estar ahí. Pero están y debemos conocerlos e interpretarlos. Mil veces me lo ha preguntado. ¿Por qué estos imponentes monumentos prehistóricos no figuran en el imaginario andaluz? Hasta su declaración como Patrimonio de la Humanidad, ni el mismísimo dolmen de Menga – el del mayor tamaño del planeta – era apenas conocido y visitado.

¿Cómo es posible tal olvido cuando los megalitos de Bretaña, Inglaterra o Irlanda se encuentran entre sus monumentos más visitados, turistas españoles incluidos? ¿Por qué vamos a visitarlos allí cuando ignoramos los nuestros acá? ¿Qué extrañas anteojeros nos impiden verlos y apreciarlos? ¿Por qué allí su presencia es constante en sus leyendas, mitologías y relatos, cuando aquí son invisibles para nuestro rico folklore? Todo lo más, citados como moros o gigantes en sus toponimias. Alguna poderosa y oculta razón antropológica debe existir para que quedaran tan perdidos y olvidados en nuestra memoria colectiva. No sabría explicarlo, pero bien llamativo sí que resulta. Los dólmenes andaluces y extremeños, y por ende los sevillanos, son unos grandes desconocidos tanto para los propios como para los extraños.

Y me quiero detener brevemente en Sevilla, la Hispalis antigua, situada en el tramo final del gran estuario en el que desembocaba el Guadalquivir –Tarteso entonces-, que después se convertiría en al Lago Ligustinus y posteriormente se colmataría para dar como resultado las actuales marismas inundables. En época romana aún llegaba el agua salada hasta Sevilla, como atestiguan los restos de especies marinas encontrados en las pilas bajo las famosas setas de la plaza de la Encarnación. En la época calcolítica, hará unos cinco mil años, el estuario marino se remontaba hasta la actual Alcalá del Río, a unos 15 kilómetros al norte de Sevilla, estrechándose, aguas abajo en lo que vino a conocerse como el Estrecho de Coria, a la altura de la actual Coria del Río, para abrirse después hasta alcanzar Sanlúcar de Barrameda, puerta cierta del Atlántico.

“Hispalis se erigió, no sabemos exactamente cuándo, sobre una península o una isla del gran estuario del Guadalquivir”

Hispalis se erigió, no sabemos exactamente cuándo, sobre una península o una isla del gran estuario del Guadalquivir, del Betis o del Tarteso, el río que nacía de las entrañas de la sierra de Cazorla y que regaba una geografía privilegiada por los dioses. Clima templado cuando Europa estuvo cubierta por los hielos, tierra feraz, pesca abundante y visitada cada año por los benditos atunes, sabrosos y proverbiales. Y, por si todo ello poco fuera, con todas aquellas montañas repletas de metales. Y, sobre todo de plata, que ornaría el mismísimo templo del rey Salomón.

La retirada de los fríos de la última glaciación permitió el nacimiento de un nuevo mundo. Moría el viejo paleolítico para dar nacimiento, fruto de una auténtica revolución, al neolítico. Abandonábamos el arte figurativo, el de las ciervas, caballos y bisontes, para pasar a las figuras simples, sucintas, esquemáticas. Con el neolítico nacieron los asentamientos, pueblos y ciudades, se monumentalizaron los megalitos. La agricultura y la ganadería permitieron un paulatino incremento de la población, que fue especialmente notorio en los valles templados de los grandes ríos, de tierras abundantes y fértiles, como sin duda alguna fue el del Guadalquivir, al modo del Nilo, el Danubio, el Indo, el Tigris, el Éufrates o el Amarillo. Nacían las grandes civilizaciones, allá y acá, aunque a las nuestras aún no le hemos puesto nombre y, ya se sabe, mientras algo no se nombra no existe para nosotros.

El rico neolítico andaluz se expresó en sus grandes construcciones megalíticas, que se remontan, al menos, a siete mil años atrás y algunas de las cuales, como Menga, se pueden considerar, como hemos reiterado, el mayor dolmen del mundo. La primera industria metalúrgica, la del cobre, dio pie a la Era Calcolítica, que comenzaría hará algo más de cinco mil años y que duraría unos mil años, hasta que su aleación con el arsénico o con el estaño daría paso a la Edad del Bronce. Durante este amplio periodo de tres mil años que abarca desde el neolítico reciente hasta mediados de la Edad del Bronce se extendió el fenómeno megalítico, común con toda la fachada atlántica europea y del norte de África, así como buena parte del Mediterráneo. Curiosamente, la misma geografía que el bueno de Platón asigna al imperio atlante.

La cultura -¿por qué no llamarla civilización?– megalítica se expresó en idénticos monumentos –menhires, cromlechs, dólmenes– decorados con unas figuras similares -antropomorfos guerreros, báculos, cazoletas, figuras geométricas, espirales-, con relaciones astronómicas y paisajísticas parecidas. O sea, que responden, de alguna manera, a un culto compartido, algo parecido una civilización megalítica atlántica que se extendería desde el neolítico hasta la Edad del Bronce y que habría tenido, al oeste de Andalucía, Extremadura y sur de Portugal, uno de sus centros neurálgicos. Todavía no ha podido ser descifrado e interpretado en su conjunto, solo el tiempo y la investigación nos develará su real esencia.

“Sevilla es, y casi nadie en ello repara, una de sus grandes ciudades megalíticas”

 Y ese largo periodo nos legó un impresionante legado megalítico del que aún nos queda mucho por conocer. En Andalucía y España, pero también en Sevilla que, y casi nadie en ello repara, es una de sus grandes ciudades megalíticas. Una ciudad circundada por muchos y grandes dólmenes. Los dólmenes de Valencina o los de los Alcores, por ejemplo, evidencian su rico pasado megalítico. El dolmen (tholos) de la Pastora, por citar uno destacado, con un corredor de casi 50 metros de longitud, uno de los más largos conocidos en el mundo entero.

He tenido la gran fortuna de visitar centenares de grandes yacimientos arqueológicos y uno de los que más me ha impresionado es el de Valencina de la Concepción, que se extiende, también, al vecino municipio de Castilleja de Guzmán. Lo conocía desde niño, ya que veraneábamos en el cercano pueblo de Gines y mi padre tenía amistad con la por entonces directora del museo arqueológico de Sevilla Concepción Fernández- Chicarro (1916-1979) que fue directora del museo arqueológico desde 1959 hasta su fallecimiento en 1979. Por eso, pude visitar algunas excavaciones someras que se practicaron por aquellas fechas.

Recuerdo, algo más adelante, siempre que visitaba el municipio me contaban la historia de Evaristo Ortega, cartero del municipio, hombre inquieto, autodidacta, con gran afición a la arqueología. Por las tardes, una vez concluida su faena, se paseaba por las zanjas abiertas por las construcciones y observaba desmontes, rellenos y montones de tierra removida. Solo de esa pesquisa visual pudo acumular una riquísima colección calcolítica, que sumaba placas-sol, ídolos oculados y cerámicas varias, que donaría al museo de la localidad, constituyendo una parte significativa de su fondo inicial.

Pero sería, años después, cuando visitaba de nuevo sus dólmenes para grabar un programa de Arqueomanía para TVE2 cuando, tras las explicaciones de los arqueólogos Leonardo García Sanjuán y Manuel Vargas, comprendí la auténtica dimensión del colosal yacimiento. Recuerdo que me pregunté: “Pero, ¿dónde estoy? ¿Qué es esto?”. En efecto, sus dimensiones desconciertan, están fuera de toda medida comparable. Hablamos de un yacimiento de casi 700 hectáreas, si tenemos en cuenta las 460 que corresponden a Valencina más las que se encuentran en el término municipal de Castilleja de Guzmán, con miles de estructuras bajo tierra, enormes fosos concéntricos y construcciones varias. Apenas si las conocemos, ya que se encuentran bajo el pueblo y sus muchas urbanizaciones.

“Las alturas de Los Alcores, que dominan la riquísima Vega de Carmona, también están repletas de dólmenes y túmulos”

El yacimiento –eminentemente calcolítico, extendiéndose hasta principios del bronce– responde a un periodo de ocupación de mil años (3.200- 2.200 a.C.) durante el que el asentamiento adquirió unas dimensiones, importancia y riqueza que necesariamente hubo de admirar a sus contemporáneos. Una muestra de sus riquezas -ámbar, oro, marfil africano y asiático, huevos de avestruz-, nos hablan de un intenso comercio marítimo a lo largo de todo el Mediterráneo, en fechas anteriores a las generalmente aceptadas durante mucho tiempo.

El dolmen de la Pastora, descubierto por Francisco María Tubino y Oliva en 1868 y excavado por Obermaier en 1918, es el más conocido de los dólmenes de Valencina. Pero existen otras grandes construcciones megalíticas, como el dolmen de Matarrubilla, el de Ontiveros –que se encuentra bajo la hacienda del mismo nombre-, o el de Montelirio en la vecina Castilleja de Guzmán, por no citar otras estructuras megalíticas ubicadas sobre los cerros que dominan el antiguo estuario, sobre la cornisa misma del Aljarafe, como las conocidas en el Cerro de la Cabeza. Al salir desde Sevilla hacia Huelva observará las elevaciones de los cerros de la cornisa del Aljarafe. No lo dude, se trata de un espectacular paisaje megalítico, rematado a buen seguro por importantes construcciones de grandes piedras.

Las alturas de Los Alcores, que dominan la riquísima Vega de Carmona y sus campiñas adyacentes, también están repletas de dólmenes y túmulos, que Bonsor comenzara a excavar a principios del siglo XX. Aún queda mucho por descubrir y excavar, pero algunos, como el de Gandul, poseen dimensiones muy respetables. Los Alcores se extienden desde Carmona hasta Alcalá de Guadaira, conformando un paisaje de gran personalidad y valor arqueológico.

Y volvamos a Hispalis, la antigua Sevilla, que no se entendería sin su vinculación histórica con el mar: durante la prehistoria directamente a través del gran estuario y desde el mundo romano a través del río Betis y el lago Ligustino. Desde entonces, su ciudad espejo fue Sanlúcar de Barrameda, de ahí la estrecha e íntima relación que mantienen ambas ciudades, que se quieren y se sienten unidas por los flujos y reflujos del río y de la historia. Sevilla nos acoge con su fuerte evocación marinera, que aún se respiran en algunos de sus barrios. Cuando se pasean sus calles, a veces se tiene la sensación de encontrarse en una ciudad del mar. Y es cierto, lo fue, y donde hubo, queda, como se expresa, por ejemplo, en su gastronomía, con el pescaíto frito como una de sus banderas culinarias emblemáticas.

“Somos geografía y el paisaje de Sevilla y su entorno muestra el porqué de su gran pasado”

Somos geografía y el paisaje de Sevilla y su entorno muestra el porqué de su gran pasado. Se ubica en una gran llanura, antiguo estuario y lago, hoy sedimentado, que quedó delimitado en sus orillas del oeste por las estribaciones del Aljarafe. Es importante comprender la dinámica geográfica para poder asociar a Sevilla con el mundo de los antiguos navegantes atlánticos y poder explicar la riqueza de los yacimientos ubicados sobre las primeras lomas del Aljarafe, antiguas orillas del estuario, como los de Coria del Río, el Carambolo, Itálica o Valencina de la Concepción. Somos geografía, repetimos. Quien la observa, descubre el pasado que en ella se refleja. Y en pocos sitios como Sevilla se advierten el sentido de sus grandes zonas arqueológicas.

Y es que algunas geografías condensan una densidad arqueológica inesperada, increíble, como si la prehistoria y la historia se hubieran empeñado en concentrarse para dejar huellas indelebles sobre su suelo y paisaje. Es el caso del borde del Aljarafe, al oeste de Sevilla. Allí, al otro lado del brazo norte del antiguo estuario, y a escasa distancia entre ellos, se localiza el Cerro del Carambolo –donde apareciera en 1958 el espectacular tesoro tartésico del Carambolo-; el gran asentamiento megalítico de Valencia de la Concepción y de Castilleja de Guzmán, de dimensiones tan colosales que resultan difíciles de comprender; la ciudad romana de Itálica, que pariera a dos de los mayores emperadores romanos, a Trajano y a Adriano; o, al monasterio de San Isidoro, donde estuvo enterrado el sabio santo visigodo hasta que sus restos fueran trasladados hasta el Panteón de San Isidoro de León y donde reposa el gran Guzmán el Bueno y sus descendientes. Siempre me llamó la atención tan llamativa… ¿causalidad? ¿Cómo fue posible, me preguntaba, que restos tan destacados se apilaran sobre un mismo territorio? Sin duda fue un prestigio antiguo el que llamó a los sucesivos, prestigio que quedó borrado por los vientos de la historia y que ahora apenas si comenzamos a rescatar.

Viva o visite Sevilla, en particular; o Andalucía y Extremadura, en general, sepa que se encuentra en la tierra vieja, viejísima, en la que habitaron antiguas y desconocidas civilizaciones que nos legaron un espectacular patrimonio megalítico. Y nosotros, sin saberlo ni reconocerlo… Pues ya sabe, ¡a visitarlos!

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