The Objective
Jorge Mestre

Ábalos y el arte de no morirse del todo (manual para zombis)

«Ábalos no está dispuesto a morir en silencio. Lo suyo no es una retirada: es una amenaza con piel institucional»

Opinión
Ábalos y el arte de no morirse del todo (manual para zombis)

Ilustración de Alejandra Svriz

Hay muchas formas de morir en política, pero solo unos pocos logran hacerlo sin morirse del todo. José Luis Ábalos, por ejemplo, ha inventado una categoría nueva: la del muerto que no solo no acepta su funeral, sino que amenaza con arrastrar a medio Gobierno al hoyo si no le ponen manta, café… o le organizan un nuevo First Dates con Jésica. En los pasillos del Congreso ya no se habla de presupuestos imposibles ni de aranceles trumpistas. Se habla de wasaps con pólvora, de pendrives con aroma a chantaje y de la última tendencia del socialismo ibérico: el zombi sanchista, cadáver político con escaño, dietas y aún en el grupo de WhatsApp.

Ábalos es ese personaje que ya había sido expulsado del PSOE, del grupo parlamentario y del despacho de Pedro en Moncloa, pero seguía ahí, con la mirada perdida y el dedo listo para reenviar mensajes con metralla. Un día fue ministro, número tres del partido y maestro de ceremonias en fiestas que no conocían el pudor ni el reloj. Hoy no es un político: es un souvenir incómodo del sanchismo que Pedro querría guardar en un armario y perder la llave. «Puedo hacer caer al Gobierno», ha llegado a contar a algunos. Y lo dice con la serenidad de quien guarda pantallazos, conversaciones borradas y hasta velas de cumpleaños compartidas con el presidente.

Cada vez que lo veo en el Congreso me recuerda a la madre de Psicosis. Su escaño es esa mecedora desde la que observa, inmóvil y en silencio, con la mirada vacía de quien aún cree que le queda un turno de palabra. Cuando suena la campanilla del café a 1 euro, se arrastra por los pasillos con la cadencia del ministro que fue y el olfato del seductor que se resiste a colgar la americana, por si queda alguna diputada distraída o alguna asesora sin planes. No lidera, no propone, no estorba… pero tampoco se va. Si el Congreso tuviera sótano y habitaciones con vistas, Koldo ya le habría puesto cama, cortinas… y un catálogo en la mesilla.

Y ahí está el quid: Ábalos no está dispuesto a morir en silencio. Lo suyo no es una retirada. Es una amenaza con piel institucional. Lo ha dejado claro con los mensajes de estos días. Donde otros ven pasado, él ve una segunda oportunidad. Porque si algo ha quedado evidente es que no piensa caer solo. «Tengo documentación», ha llegado a advertir a su círculo. Y eso en política suena menos a archivo y más a carga explosiva con temporizador.

Pero Ábalos no es una excepción. Es solo el último eslabón de una cadena de muertos vivientes que siguen cobrando de nuestros bolsillos. La política española ya no mata por duelo, sino por abandono. Ya no hay estocada limpia ni despedida honorable. Solo hay pasillos que se enfrían, móviles que dejan de sonar y agendas donde ya no estás.

«Cada vez que veo a Ábalos en el Congreso me recuerda a la madre de Psicosis. Su escaño es esa mecedora desde la que observa, inmóvil y en silencio, con la mirada vacía de quien aún cree que le queda un turno de palabra».

Lo supo Pablo Casado, que prefirió marcharse antes de acabar como alma en pena cuando vio el pelotón venir desde Génova. Sigue sin enterarse Yolanda Díaz, empeñada en refundar una izquierda que ya ha huido sin dejar siquiera una nota de «gracias por la comida». Íñigo Errejón no tuvo ni tiempo de estrenar su traje de adulto: se evaporó tras el escándalo del acoso, sin gloria, sin duelo y sin esquela. Y Pablo Iglesias, que quiso vestirse de espartano en Vallecas para hacer frente a Ayuso, acabó con una jubilación anticipada en Galapagar, reconvertido en predicador de sofá. Se creyó Moisés bajando del Sinaí y terminó como profeta sin tablas y sin tierra prometida.

Y entonces está él: Pedro. Pedro no cree en la muerte política, cree en el mármol. No aspira a marcharse, sino a ser esculpido con toga imperial, mirada al horizonte y epitafio en verso. Pero la política española no es Roma. Es más bien un episodio de Aquí no hay quien viva. Y a Pedro, más que César, lo espera un destino a lo Boabdil, saliendo de La Moncloa por la puerta de atrás, con gafas de sol, mientras Begoña le susurra al oído: “Llora como un hombre lo que no supiste defender como un líder”.

Aunque él, geoestratega forjado en CCC en horario vespertino, tal vez tenga un plan B: un exilio boutique. A lo Craxi, pero con sabor wok y cargo a medida. Tal vez en Shanghái, asesorando como experto internacional en el noble arte de hacer que haces, decir que dices… y no mover un dedo. Todo mientras posa sonriente comiendo arroz tres delicias con palillos autóctonos. Si Maduro le guarda a Zapatero una hamaca, ¿quién dice que Xi Jinping no le tiene reservada una mesa con vistas a la Torre de la Perla y un carguito de coach en resiliencia ideológica con sabor cantonés… y etiqueta negra del PSOE?

Y si hablamos de resurrecciones, Pedro ya lo hizo una vez. Lo enterraron en Ferraz, le cambiaron la cerradura del despacho, y volvió. En coche. En un Peugeot gris y modesto. Como un Mesías con cuentakilómetros. Por eso no teme a la muerte. Mientras funcione el GPS, siempre hay una salida del cementerio. Incluso con tráfico.

Pero para resurrecciones extrañas, la de Puigdemont. No gobierna nada, no pisa España, pero lo decide todo. Es el cadáver político más funcional del sistema. Una especie de momia criogenizada en Waterloo, que sacan del congelador cuando hace falta, le hacen una entrevista en TV3, lo ventilan un poco y lo vuelven a guardar. Como quien conserva un jamón bueno en la despensa… por si algún día viene Pedro a cenar.

En definitiva, morir en política ya no es lo que era. Algunos se matan solos, convencidos de su propia leyenda. Otros, como Ábalos, se resisten al final y se quedan ahí, balanceándose en la mecedora de la irrelevancia, esperando que alguien los vuelva a llamar para algo más serio que amenizar afterworks en paradores. Y luego está Pedro, que aún busca su epitafio perfecto… pero lo mismo se lo acaban redactando desde Junts, por correo certificado, sin firma, sin copia y sin acuse de recibo. Aunque, visto lo visto, igual se lo mandan por WhatsApp. Con una calavera al final.

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