El escritor de los prodigios
«Eduardo Mendoza, premio Princesa de Asturias de las Letras, revolucionó la novela española hace medio siglo con la publicación de ‘La verdad sobre el caso Savolta’»

Eduardo Mendoza. | Fundación Princesa de Asturias
No es otro que Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943). Galardonado este miércoles con el Premio Princesa de Asturias de las Letras, del que uno, modestamente, forma parte del jurado como secretario. Un honor, para cualquiera de los que participamos en un Premio tan prestigioso internacionalmente, es reconocer a un formidable novelista como Mendoza. Se cumplen 50 años de la publicación de La verdad sobre el caso Savolta (1975), una novela que cambió, radicalmente, el curso de la narrativa española, al recuperar una serie de tradiciones novelísticas en un entramado de acción y reflexión, de tradición y vanguardia. Volvía Cervantes, volvía la picaresca, volvía la trepidante acción del misterio y volvía la trama del enigma policíaco. Mendoza, en la mejor esencia cervantina, combinaba, de manera exquisita, la ironía elegante, melancólica con una sucinta variedad de voces, tonos, personajes, ambientes hasta lograr una atmósfera envolvente en la que sumergía al lector en una trama infinita.
Un escritor, un novelista, es un arquitecto de edificios sustentados en palabras. La palabra es la razón y sentido de la obra. Porque de lo que se trata es de cautivar al lector por la fuerza de las palabras, por el halo, ciertamente asombroso, de cómo se cuenta una historia. Y ahí radicaba la profunda novedad de Mendoza hace 50 años, en el prodigioso efecto de su manera de contar. Los argumentos, a menudo, son intercambiables, las palabras con las que se cuentan y se muestran tales argumentos y tramas no son intercambiables. Mendoza, por ello, es un escritor singular. Uno reconoce pronto, en pocas páginas, ese halo invisible que caracteriza su obra. No sólo el humor, no sólo el aire libre de sus representaciones o la paradójica estética de sus personajes, la atmósfera cautivadora de sus escenarios, la feliz conjunción de sus diversos lenguajes, del culto al popular, del escrito al oral, la sinfonía coral de sus historias.
«Uno no sabe cuántas Barcelonas quedarán en la literatura, pero las retratadas en Savolta y los Prodigios, han sellado un pacto con el tiempo»
De esa novela que transformó, para bien, la narrativa española hace medio siglo, surgió otra que confirmaba lo apuntado por lo sucedido con Savolta. Volvía el autor a su muy querida Barcelona, La ciudad de los prodigios (1991). Un escritor es, también, la ciudad que sueña, la que describe, la que vive, la que inventa, pero, sobre todo, la que consagra. Uno no sabe cuántas Barcelonas quedarán en la literatura, sin duda, las retratadas en Savolta y los Prodigios, han sellado un pacto con el tiempo. El Londres de Dickens, el Madrid de Galdós, el Berlín de Döblin, el Nueva York de Dos Passos, el Dublín de Joyce, el México D.F. de Fuentes, la Buenos Aires de Marechal, son todos autores que alzaron tales ciudades al Olimpo inmortal del tiempo literario.
Como bien respondió Joyce a la pregunta sobre qué había querido contar en Ulises, éste, tranquilo, irónico, susurró, algo semejante a que lo único cierto de su novela es: si mañana se quemara Dublín, gracias a su novela se podría reconstruir. Barcelona, en estas dos prodigiosas novelas de Mendoza, queda para la historia más allá de la Barcelona de verdad, o de la que uno contempla en sus numerosos paseos. Porque, tras la lectura, uno busca a esos personajes, esas calles, esos diálogos, esos anhelos, esas melancolías, esas derrotas y esos momentos efímeros de felicidad. La de Mendoza es, sí, una Barcelona inmortal. A nadie extrañe que ayer al conocer el autor la concesión del Premio, con el infinito y maravilloso humor tan cervantino como discreto, que transmite, con intensidad, cada una de sus obras, alentara a una Cataluña de «concordia, vino, toros, fútbol y felicidad».
La retranca, un seny muy particular, estaba servida. Con ello subrayaba algo advertido por los miembros del jurado que le había reconocido su excelencia literaria, como es, algo presente en el conjunto de su creación narrativa, su deseo de provocar intensas dosis de felicidad en sus lectores. Felicidad, ironía, ingenio destacaban en Sin noticias de Gurb (1991), una historia por entregas publicada en El País, en el verano de 1991, que leímos sin perder la sonrisa cervantina en cada capítulo y hoy, uno de los libros más leídos y queridos de los lectores en español.
Por ello valga recordar aquello de que: «A este valle de lágrimas hemos venido a sufrir lo menos posible». Son palabras de D. Luis, el protagonista de una de las más sinceras y emotivas obras sobre la guerra civil española, Las bicicletas son para el verano, de otro grande de la literatura, el cine y el teatro español, Fernando Fernán Gómez, pero, sobre todo, son palabras que, seguro, suscribiría el muy merecido y ayer reconocido Premio Princesa de Asturias de las Letras 2025, el prodigioso barcelonés Eduardo Mendoza.