El presidente que no era pobre
«Entre los actuales dirigentes españoles y el fallecido José Mujica media una distancia sideral»

José Mujica.
No es fácil recordar al último político verdaderamente noble de España. La dimensión pública lo afea todo, igual que el verbo ordenar. Están, además, las verdades propias y las mentiras ajenas, y una bola de nieve que los medios ayudan a agrandar y que convierte al adversario en un ser abominable. En los últimos tiempos, a todos esos déficits se añade el fenómeno contemporáneo de la narrativa digital. Basta con asomar el hocico a una sesión de control en el Congreso de los Diputados para entender que Gabriel Rufián aspira a ser en realidad un influencer.
Luego están el presidente y su principal enemigo. Ambos peinan muchas más canas que cuando empezaron, lo mismo que le sucedió a Barack Obama, luego este ejercicio permanente de descrédito y mala sangre les afecta, sobre todo cuando a la erosión del cargo y la exposición se suma el frente judicial. Pocas personas han suscitado en la historia reciente del país tanto odio como Pedro Sánchez. Querido por quienes comen de su mano y profundamente detestado por la derecha, el jefe consigue en paralelo algo tan difícil como enervar a barones y simpatizantes mientras agasaja al independentismo en una increíble pirueta que deja en la misma habitación al votante socialista de Extremadura, al abertzale de Mondragón y al secesionista amnistiado de Cataluña.
Todas las miradas anhelantes de un cambio se giran hacia el cantón menos rancio del ala conservadora, pero allí sólo encuentran las correctas y grises maneras de Alberto Núñez Feijóo, atrapado en un diabólico e inexorable quiero y no puedo. Nadie busca alternativas, por cierto, a la izquierda del PSOE, pues de aquella hermosa escuela de dirigentes sin nada más que integridad donde destacó la rama andaluza de IU (Julio Anguita, Concha Caballero, Antonio Romero) apenas quedan ya unas siglas sepultadas en la confusión permanente de las mal llamadas facciones progresistas.
“Lo que Sánchez, sus palmeros, la derecha, las cenizas de la izquierda y el independentismo extractivo podrían aprender de Mujica es que los valores están siempre por encima de cualquier consigna o interés personal”
Resulta lógico pensar que al acceder a la política uno queda sometido a las inercias atmosféricas que en general y por desgracia desembocan en la soberbia, la mentira, el maniqueísmo y la corrupción. El sistema es tan autónomo como Matrix y transforma al más pintado. O casi. Siempre quedará el recuerdo de José Mujica.
Al expresidente de Uruguay, cargo que ejerció entre 2010 y 2015 con un programa de reformas modesto pero muy bien acogido, se le dedicó en España hace unos años una portada de periódico un tanto despreciativa. El medio en cuestión se refería al recién fallecido como “el presidente más pobre del mundo“. Entre las fotos que se adjuntaban para respaldar la afirmación, destacaba una donde se veía a Mujica calzando unas sencillas sandalias.
Casi sin querer, el artículo recopilaba los motivos por los que este señor terminó convertido en un referente: donaba parte de su sueldo, rehusó vivir en la residencia oficial reservada a su puesto, aun en su trabajoso otoño físico prefirió conducir su anticuado Volkswagen escarabajo antes que repantigarse en una limusina. En aquella chacra de Mujica había libros y plantas, y allá merodeaba su esposa, lejos del foco, y si por casualidad las obligaciones de Estado empujaban al presidente a un viaje oficial (por ejemplo aquella cumbre de la ONU celebrada en Nueva York), no había una sola persona, miembro o no del entramado oficial, que le tratase sin natural deferencia y una chispa de admiración.
Lo que Sánchez, sus palmeros, la derecha, las cenizas de la izquierda y el independentismo extractivo podrían aprender de Mujica es que los valores están siempre por encima de cualquier consigna o interés personal. A la portada referida contestó el uruguayo con una frase preciosa y lapidaria: “Pobres son los que creen que soy pobre”. Sin necesidad de asesores, sin recurrir a un discurso de varios folios, sin nombrar a la cabecera en cuestión, sin siquiera alterar el gesto ante la noticia y la chanza, Mujica talló en piedra con esas pocas palabras la distancia que media entre la mediocridad y la decencia.