The Objective
Juan Francisco Martín Seco

La inmigración reta al nacionalismo

«Por mucho que se empeñen los independentistas catalanes y por muchos cómplices que tengan tales como Sánchez, el tiempo juega en su contra»

Opinión
La inmigración reta al nacionalismo

Ilustración de Alejandra Svriz.

PSOE y Junts han suscrito un acuerdo (convertido más tarde en proposición de ley, aunque se desconoce cuándo se atreverán a tramitarla) mediante el que se pretende transferir (para justificarlo, dicen «delegar») las competencias de inmigración y de control de fronteras a la Generalitat de Cataluña. Este proyectado traspaso ha suscitado toda una serie de reacciones que va del desconcierto a la indignación. La última es lógica porque el pacto arremete contra los fundamentos constitutivos de la nación. La misma Constitución lo deja claro al incluir tales materias dentro de las competencias exclusivas del Estado.

Menos explicable es el desconcierto porque, aunque represente la amputación de un elemento esencial en el poder soberano del pueblo español, a estas alturas deberíamos saber, ya que para Sánchez no existe ningún límite con tal de permanecer en el poder.

Por otra parte, desde el punto de vista de los independentistas, es perfectamente congruente que lo pidan. No hay por qué extrañarse. Primero, porque, como proclaman, es un paso más en sus estructuras de Estado y en la expulsión de la administración central de Cataluña. Pero existe una razón más, y quizás en este caso la más importante. La inmigración cuestiona su misma razón de ser y su capacidad para subsistir. Es comprensible el empeño que tienen actualmente por controlarla.

Uno de los problemas que tiene el nacionalismo surgido en el siglo XIX es que, en los tiempos actuales, resulta difícil –en muchos casos imposible– determinar el contorno de la teórica nación. ¿Dónde empieza y dónde acaba? En realidad son el Estado y la respectiva constitución los que en la actualidad dan consistencia y razón de ser a las correspondientes naciones. Hoy una nación sin Estado es casi una entelequia.

Los que defienden la imaginaria nacionalidad catalana y ese supuesto derecho a decidir tendrán primero que determinar y justificar la delimitación territorial de la nacionalidad. ¿Dónde radica la soberanía, la capacidad para cambiar las reglas de juego? ¿En la Comunidad Autónoma de Cataluña, definida curiosamente de acuerdo con la Constitución del 78, formada por cuatro provincias, con los límites que estableció el ordenamiento jurídico en 1833? ¿Y por qué no todos los países catalanes o el antiguo Reino de Aragón, con lo que seguramente el resultado de un referéndum de autodeterminación sería muy distinto?, ¿o cada provincia tomada individualmente? ¿Qué ocurriría si la mayoría en Barcelona y Tarragona se pronunciase en contra de la escisión, aun cuando la mayoría de la comunidad se mostrase a favor?, ¿se independizarían tan solo Lérida y Gerona? ¿Y qué sería de los municipios que se pronunciasen en contra de lo decidido por sus correspondientes provincias?

«El nacionalismo solo tiene sentido cuando las diferencias se pretenden fundamentar en los factores raciales»

En segundo lugar, deberán establecer los límites de la ansiada nacionalidad desde el aspecto personal: ¿quiénes son los catalanes?, ¿los que ahora residen en la comunidad autónoma, aunque hayan llegado ayer, o todos los nacidos en Cataluña vivan donde vivan? ¿Por qué van a poder votar los catalanes residentes en Costa Rica y no los residentes en Madrid? ¿Acaso la nacionalidad se identifica con la residencia?, ¿es de quita y pon? Soy catalán si resido en Cataluña y dejo de serlo, si me traslado a vivir a Zaragoza.

¿Dónde se encuentran los famosos hechos diferenciales? En el siglo XIX y principios del XX, el nacionalismo catalán, en su gran mayoría, lo tenía claro: eran las características étnicas, los ocho apellidos catalanes, las que determinaban la nacionalidad. Pero después de la Segunda Guerra Mundial acudir a lo racial conlleva la reprobación social. Por eso, a pesar de que sea la única respuesta lógica, la mayoría de los independentistas lo niega públicamente. No quieren confesar esta realidad. Solo Silvia Orriols y su partido Alianza Catalana lo han manifestado claramente, aunque consciente o inconscientemente esta creencia está implícita en el discurso y, sobre todo, en el comportamiento de los demás. El nacionalismo solo tiene sentido –un sentido si se quiere perverso y de fatales consecuencias, pero sentido, al fin y al cabo– cuando las diferencias se pretenden fundamentar en los factores raciales.

En el momento actual, aunque se quisiera, cómo acudir a los genes, al linaje, cuando en los últimos 70 años Cataluña, al igual que Madrid y el País Vasco, ha recibido una fuerte inmigración del resto de las regiones españolas. Según el Instituto Nacional de Estadística, García es el más común de los apellidos en Cataluña. Un total de 168.733 personas (21%) lo tienen como primer apellido, mientras que 173.500 lo tienen como segundo. A continuación, se encuentra Martínez (15%), para pasar a López (14%), Sánchez (13%) y Rodríguez (13%). La lista sigue con Fernández (12%), Pérez (11%), González (11%), Gómez (7%), Ruiz (6%), Jiménez (5%) y Martín (5%). Hasta el puesto 20 no encontramos ningún apellido que pueda tenerse por «autóctono» de Cataluña.

El mestizaje es una realidad indiscutible. Entre aquellos a los que se les llena la boca hablando del país y de la nación catalana y que reclaman la independencia serán muy pocos los que no encuentren en primera o segunda línea antepasados de otras regiones. Por eso resulta sumamente incoherente cuando desde Cataluña se ataca a los españoles de otros territorios.

«En 2024, casi el 50% de los nacidos en Cataluña tenían al menos un progenitor nacido fuera de España»

Al ser imposible en los momentos presentes recurrir al factor étnico, el nacionalismo actual se refugia en la identidad cultural. Pero hoy en día, tras la globalización, la integración financiera y comercial, la movilidad de las personas y de los negocios, resulta muy difícil mantener la ligazón con el terruño y encontrar la llamada identidad cultural. Las distintas civilizaciones y las teóricas naciones se difuminan y solo permanecen las entidades políticas y jurídicas, es decir, los Estados.

Si en el pasado la inmigración interna ha diluido los hechos diferenciales de los catalanes, la proyección hacia el futuro presenta un escenario realmente oscuro para el nacionalismo. En Cataluña, mueren el doble de españoles de los que nacen (en eso no es muy distinta de otras partes de España). Sin embargo, en el caso de los inmigrantes extranjeros (los que no son españoles), el resultado es el opuesto, por cada fallecimiento se producen seis nacimientos. En 2024 casi el 50% de los nacidos en Cataluña tenían al menos un progenitor nacido fuera de España. Es fácil pronosticar cuál será el panorama cuando hayan transcurrido una o dos generaciones.

Es natural, por tanto, que la inmigración se haya situado en el centro de las preocupaciones del soberanismo, y que quiera controlarlo por todos los medios posibles. Reta a su propia subsistencia, y en esa dinámica se ve obligado a mirar a la lengua como único factor posible. Solo le queda el idioma como elemento identitario. Es por eso por lo que le conceden tanta importancia, por lo que la convierten en un concepto casi ontológico. La asimilan con el espíritu del pueblo. De ahí que los independentistas, y por lo visto también el PSC, pretendan que el catalán sea hegemónico en Cataluña y, en consecuencia, su lucha en contra del castellano. De ahí también que quieran exigir el conocimiento del catalán como condición para todo, incluso para conceder el permiso de residencia.

Es de sobra conocido ese pasaje de la Biblia (Génesis 11; 1-9) que narra la construcción de la torre de Babel y cómo Yahvé, ofendido por la osadía de los que querían llegar hasta el cielo, se dijo a sí mismo: «Forman un solo pueblo y hablan un solo idioma, podrán lograr todo lo que se propongan, mejor será que confundamos su lengua, y hagamos que tengan que explicarse en distintos idiomas, de manera que no se entiendan entre sí».

«En el siglo XXI los nacionalismos particularistas están condenados a desaparecer, carecen de razón de ser»

Parece ser que los nacionalismos participan de la opinión transmitida en ese relato bíblico, y piensan que una única lengua une a la sociedad y la fortalece internamente, mientras que una pluralidad de idiomas segrega y divide. Están lejos de entenderla como riqueza cultural. Esa coincidencia con las sagradas escrituras no es casual. Todo el Antiguo Testamento está imbuido del férreo nacionalismo de un pueblo que se cree el elegido de Dios, que está totalmente rodeado de otras razas y que hace esfuerzos para no mezclarse.

En el siglo XXI los nacionalismos particularistas, en terminología de Ortega, están condenados a desaparecer, carecen de razón de ser. Obedecen al puro voluntarismo de unos pocos, de una minoría que quiere edificar, a toda costa, una nación que solo existe en su imaginación, desafiando la evolución normal de la Historia. El mismo proyecto de Jordi Pujol no consistía tanto en la defensa de algo existente como en la construcción de lo que solo estaba en su mente, y en la de unos pocos más, idealización de un pasado irreal. Hay que «construir país» decía continuamente, señal de que ese ansiado país catalán no existía. Y por mucho que se empeñen los independentistas y por muchos cómplices que tengan tales como Sánchez, que estén dispuestos a venderse por 30 monedas, el tiempo juega en su contra. Es difícil caminar en sentido inverso a la Historia.

Publicidad