El discreto encanto de la socialdemocracia
“Todo modelo sociopolítico puede ser tergiversado y prostituido; los que nos consideramos socialdemócratas sin partido tenemos que denunciar el fraude”

Ilustración de Alejandra Svriz
Comentando mi anterior artículo sobre Revolución y contrarrevolución, mi querido y admirado amigo Pedro Schwartz se preguntaba cómo era posible que yo siguiera siendo socialdemócrata. Yo me he preguntado muchas veces cómo puede Pedro seguir siendo liberal en economía. Y no se trata por mi parte de un toma y daca. Pero, antes de continuar, permítaseme un par de aclaraciones, porque las palabras “socialdemócrata» y “liberal» son muy polisémicas, no significan lo mismo para diferentes hablantes y oyentes. Yo me llamo “socialdemócrata” por razones que ahora veremos, pero, desde luego, no pertenezco ni he pertenecido nunca a ningún partido político con ese apelativo ni ningún otro. Ni creo que lo haga nunca, aunque recientemente haya tenido la pasajera veleidad, hija de la desesperación tras las elecciones generales de 2023, de fundar un embrión de partido, algo a lo que renuncié unos meses más tarde con gran alivio por mi parte y por la de mis allegados más próximos.
La palabra “liberal” es, con mucho, la más ambigua. Originalmente significaba “generoso”, pero en las Cortes de Cádiz la izquierda, mayoritaria, se dio este apelativo atribuyéndose tanto el sentido tradicional, “generoso», como el de “amante de la libertad» frente a las rígidas regulaciones económicas y sociales del llamado Antiguo Régimen. Pronto se distinguió entre liberalismo político y liberalismo económico, aunque lo más frecuente era que ambos credos coexistieran en el mismo individuo. En muchos casos, sin embargo, no se daba tal coincidencia: por ejemplo, los liberales catalanes acostumbraban a serlo en la esfera política pero no en la económica; en ésta eran proteccionistas, partidarios de los altos aranceles comerciales.
El liberalismo económico, cuyo principal, aunque no único, profeta fue Adam Smith, es partidario de intervenir lo menos posible en el funcionamiento de los mercados. Puede decirse que el liberalismo económico y la ciencia económica nacieron juntos y a lo largo del siglo XIX los discípulos y seguidores de Smith desarrollaron una elegante y rigurosa teoría que, sobre la base axiomática de que el ser humano es perfectamente racional, demuestra que el libre mercado no sólo es el mecanismo más eficiente para lograr el desarrollo económico, sino que también lo es para lograr la distribución más equitativa o justa de la renta y la riqueza. Esta teoría me deslumbró al descubrirla cuando era un despistado estudiante de Derecho.
Especialmente a partir de mediados del siglo XIX, la historia dio la razón a la escuela económica liberal. La supresión de barreras al comercio y a la industria vino acompañada en los países occidentales de tasas de crecimiento económico sin precedentes. Y aunque durante la primera mitad del XIX pudo pensarse que la industrialización causara la miseria y el sufrimiento de los sectores más pobres de la población (lo cual pareció justificar la condenación apocalíptica del “capitalismo” -así llamo él al liberalismo económico- proferida por Marx), a partir aproximadamente de 1850 fue haciéndose evidente que también las clases más humildes se beneficiaban del crecimiento económico.
Según la teoría de este autor, la lógica del capitalismo exigía que los obreros nunca tuvieran un nivel de vida por encima de la mera subsistencia. En mi opinión, la evidencia de que esto no era así dejó perplejo al propio Marx, lo cual le impidió concluir su famoso libro El Capital, cuyos tomos segundo y tercero seguían inacabados cuando él murió, 16 años después de publicarse el primer tomo.
“Tras 1945, el resto del siglo XX fue de tremendo crecimiento económico a medida que se difundía el sistema socialdemócrata”
Esta misma evidencia produjo una escisión en el marxismo. Frente al revolucionismo apocalíptico adoptado por Lenin, una escuela anglogermánica (los Fabianos y los seguidores de Eduard Bernstein) sostuvo que el socialismo podía introducirse pacíficamente a través de la democracia. Hay que aclarar, simplificando mucho, que en el liberalismo decimonónico sólo votaban los ricos. En democracia, votando todos, los trabajadores también estarían representados en los parlamentos y ello facilitaría la introducción de medidas asistenciales e igualitarias. El disgusto de Lenin al oír que existía un ala reformista en el socialismo europeo le hizo guardar cama durante una temporada. Cuando se rehízo, escribió furiosas diatribas contra “traidores” y “renegados”. Pero mientras en Rusia triunfaban Lenin y la dictadura del proletariado (cuyo fracaso absoluto se demostraría 75 años más tarde), en Europa triunfaban la democracia y el socialismo reformista.
La conmoción fue enorme, y la democracia estuvo a punto de sucumbir ante los embates del totalitarismo de izquierdas (comunismo) y de derechas (nazi-fascismo); pero al cabo resistió y venció en la Segunda Guerra Mundial. Tras ésta, el resto del siglo XX fue de tremendo crecimiento económico a medida que se difundía el sistema socialdemócrata, crecimiento que dejó chiquito al del siglo XIX y trajo aparejada una mejora sin precedentes de los niveles de vida. Dos grandes economistas, en mi opinión los dos más grandes del siglo XX, J. M. Keynes y J. A. Schumpeter, explicaron, cada cual a su modo, con puntos de partida y ópticas muy diferentes, las virtudes de la nueva política democrática y socialista. Las tres décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial, durante las que se asentó y completó el programa socialdemócrata, recibieron apelativos elogiosos en varios idiomas: les trente glorieuses, the golden age, das Wirtschaftswunder.
¿Dónde radica la superioridad de la socialdemocracia? En su realismo. La teoría económica liberal es sin duda más elegante, más bella, más matemática. Con toda la admiración que siento por Keynes y Schumpeter, tengo que reconocer que sus teorías son menos límpidas que las de los llamados neoclásicos. Lo que ganan en realismo lo pierden en elegancia. Pero es que el mundo y la sociedad humana, qué caramba, no son muy elegantes. Los seres humanos no somos tan racionales como nos gusta creernos: al contrario, somos muy irracionales, emocionales, irreflexivos e inconsecuentes. En cierto modo, los animales son más racionales que nosotros en tanto que su comportamiento es más predecible.
Las democracias han votado muchas veces en contra de la democracia, entregando el poder a dictadores y autócratas de la categoría de Mussolini, Hitler, Perón, Chávez, Putin, Erdogan, Orban, y tantos otros. Los mercados se equivocan frecuentemente y prefieren productos inferiores, pagan precios absurdos, prestan más atención al consumo del vecino que a su propio interés, avalan comportamientos delictivos, y tienen serias dificultades para prever el futuro. Además, aunque sin leyes de bronce, tan caras a Marx, los mercados libres tienden a formar oligopolios y monopolios que anulan uno de los axiomas básicos de la teoría: la formación impersonal de los precios. La tendencia no es tan inexorable como Marx postulaba, y puede ser reversible. Pero es otro factor más arrojando dudas sobre la universalidad del modelo liberal.
“El PSOE, con su larga historia secular, sólo ha podido ser llamado socialdemócrata de 1978 a 2000, aproximadamente”
Todas estas excepciones al esquema de la concurrencia perfecta y las “expectativas racionales” complican extraordinariamente la teoría y ponen en entredicho sus conclusiones. Mis amigos y amigas, los economistas liberales son, ellos sí, seres racionales, pensadores elegantes que sólo se equivocan en una cosa: en pensar que todos sus semejantes son como ellos, racionales y reflexivos. Es posible que, en el futuro, al mejorar las circunstancias y la educación, nuestros hijos y nietos vayan siendo, generación a generación, más razonables y racionales. Es posible, pero en el mejor de los casos, aún quedan muchas generaciones para que podamos confiar en el realismo del axioma del llamado homo economicus.
Admitamos también los socialdemócratas, sin embargo, que nuestro modelo no es la panacea universal. Como toda obra humana, tiene numerosas imperfecciones y, sobre todo, se presta a toda clase de manipulaciones y tergiversaciones. No todos los que se proclaman socialdemócratas lo son o incluso quieren serlo; ni mucho menos. Sin ir más lejos, los que creen o afirman que el PSOE es socialdemócrata se engañan o nos engañan. El Partido Socialista español, con su larga historia secular, sólo ha podido ser llamado socialdemócrata unos veintidós años, de 1978 a 2000, aproximadamente. Hasta 1978 fue oficialmente marxista y muy frecuentemente, sobre todo durante la II República y la guerra civil, leninista-stalinista. Y, desde el año 2000, aproximadamente, hasta hoy, se trata de un partido populista, de ideología confusa y difusa, pero radical y mucho más cercana al tercermundismo autoritario de Hispanoamérica que a la socialdemocracia europea. Y en ello estamos.
Por otra parte, de la doctrina socialdemócrata se ha abusado, como la historia reciente de Suecia demuestra abundantemente. La socialdemocracia corre el peligro de convertir al Estado benefactor en Estado avasallador. Los gobernantes al mando de un Estado asistencial se consideran a menudo autorizados para exprimir al ciudadano so pretexto de que los impuestos se utilizan para redistribuir la renta. “El dinero público no es de nadie”, como dijo la otra; le faltó añadir “y como lo he encontrado yo, es mío”. Sin duda, eso piensan sus cofrades.
Y eso es lo que ponen en práctica tantos redistribuidores dizque socialdemócratas, que, redistribuyendo por aquí, y subvencionando por allá, se las arreglan para que una parte sustancial de lo redistribuido y subvencionado acabe en sus bolsillos y en los de sus amigos. Y cuando los jueces se interesan por esos brillantes juegos malabares redistributivos, se les llama franquistas y se planea una profunda reforma (¿socialdemocrática?) para tenerlos a raya. Todo modelo sociopolítico puede ser tergiversado y prostituido (nunca mejor dicho); los que nos consideramos socialdemócratas sin partido tenemos la obligación de denunciar el fraude. Y esto es lo que estoy haciendo.