The Objective
Fernando R. Lafuente

El otro no es el mismo

«El escritor que marca un tiempo, una época y una manera de entender la literatura sabe que uno solo dispone de tiempo y otro, de la eternidad»

Opinión
El otro no es el mismo

Ilustración de Alejandra Svriz.

Nadie es lo que parece. Y mejor será no entrar en detalles. Al menos esto es un hecho que suele ocurrir entre los escritores. Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) publicó en 1964 El otro, el mismo. El título advierte de una constante en el escritor argentino. El que vive y el que escribe. Entre la biografía y la obra. Esos dos Borges que conviven, pero que resultan ajenos. En el libro citado se encuentra Poema conjetural, en el que leemos: «Yo anhelé ser otro, un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes a cielo abierto y yaceré entre ciénagas». No es casual.

En una ocasión, al principio de su carrera literaria, siendo bibliotecario, un compañero, mientras ambos fichaban ejemplares recién llegados, le comentó la casualidad de que en el libro aparecía un escritor llamado Borges. No podía imaginar tal compañero que ese Borges que tenía enfrente en la mesa de la biblioteca municipal fuera el mismo, y lo atribuía a una curiosa casualidad. Esa es la historia. «El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». 

Los dos Borges, uno al que el tiempo le arrebata la vida, se consume y muere, y otro, el Borges que seguirá eternamente entre sus lectores de cualquier tiempo. El otro (el que escribe) no es el mismo (el que vive). Es la caprichosa rueda de la fortuna y el tiempo, y la literatura. En El hacedor (1960) ya lo había contemplado, en Borges y yo: «No sé cuál de los dos escribe estas páginas». La dualidad se multiplica en la escritura. La vida continúa, la obra crece, los dos, el otro que no es el mismo y el que morirá en Ginebra, allí donde decidió ser escritor. Continúa: «Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas» porque «Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir al otro». Deslumbrante. 

El escritor que marca un tiempo, una época y una manera de entender la literatura, sabe que uno solo dispone de tiempo y otro, de la eternidad. No hay otra manera más brillante de sentirse, de seguir la estela plenamente, cervantina. Soñar, abrir la realidad a otros ámbitos, a otras voces. 1975, publica uno de sus últimos grandes trabajos, El libro de arena.

Aquí aparece El otro, cuento escrito en 1972. Sitúa la acción en Boston, Cambridge. El campus universitario. Una mañana. Sentado en un banco descubre a un joven que le provoca una cierta inquietud. El joven le recuerda a alguien, pero no está seguro de a quién. La curiosidad le lleva a entablar conversación con el enigmático y misterioso joven: «El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo». 

«La literatura es un hecho misterioso porque consigue instalar en la memoria del lector lo que ha surgido de la imaginación del escritor»

El lector descubrirá que el interlocutor de Borges no es otro, sino él mismo de joven. Se cruzan gustos literarios, Borges advierte comentarios en el joven que le son lejanamente familiares, casi propios. El joven es el joven Borges. Otro, esta vez, sumergido en las neblinosas aguas del tiempo, que todo lo arrebata. El ímpetu, la ambición, las opiniones radicales (siempre en el marco de la literatura) del joven le inquietan, pero, también, le permiten percibir el paso del tiempo en los dos: «Cada uno de los dos era el recuerdo caricaturesco del otro». Nadie es lo que parece en la creación literaria.

En 1980 publica en Clarín, el cuento La memoria de Shakespeare, que después incluirá en el volumen con este título en 1983. Allí, Borges realiza una vuelta de tuerca a todo el entramado anterior. Ahora se trata de poseer la memoria de un gran escritor para lograr la misma gloria literaria. Pero quien adquiere la memoria de Shakespeare, asombrado comprueba que en la memoria no están los grandes momentos de su sublime creación, sino los rasgos más banales y cotidianos de la vida de un inglés entre el siglo XVI y XVII. No es cuestión extenderse en ello. 

La cosa se aclara. La literatura es un hecho misterioso, nos dirá, porque consigue instalar en la memoria del lector lo que ha surgido de la imaginación del escritor. Rara vez el mismo (con sus fechas de nacimiento y muerte) alcanza al otro. La dimensión del otro es infinita. Homero, Shakespeare, Cervantes, Balzac, Tolstoi, Proust, Mann, Joyce, Eliot, Borges, siempre estarán ahí. Esta es una discusión muy querida, a la que se regresa a menudo. La relación vida-obra. Inútil buscar en la vida los momentos esenciales, singulares que llevaron a la creación de una ficción que pasará a formar parte de la realidad del lector, más aún que la realidad de verdad.

Por ello, nada como nunca perder la condición de lector (el propio Borges lo recordó una y otra vez). Uno lee lo que le da la gana, pero no escribe, o, al menos, siente que ha escrito lo que quería escribir. Siempre queda un resquicio (entre los más exigentes, es decir, entre los más honestos y lúcidos), una sensación de que se lee lo que se quiere y se escribe lo que se puede. El otro no es el mismo, porque nadie es lo que parece. Piense el lector, si ha conocido y mantenido alguna conversación con algún escritor que admiraba profundamente, la enorme decepción que le ha producido la persona. Son excepciones o son la regla. Esa es la cuestión.

Publicidad