Dilemas del derecho y la democracia
«El dilema en España no es entre un gris Feijóo y un hábil Sánchez, sino entre continuidad democrática o abismo populista»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Piero Calamandrei, el gran jurista italiano, uno de los padres de la Constitución de 1948, de la que nace la Italia republicana y democrática, pronunció una conferencia en 1940 a unos estudiantes de derecho recién graduados. Se titulaba Fe en el derecho. Era un ambiente de euforia fascista y de triunfo nazi en todos los frentes de guerra. En el encuentro les exige a los jóvenes respetar la ley, base deontológica de la profesión que están por empezar y garantía de la vida civilizada. Para Calamandrei, la ley es la última frontera de protección de los ciudadanos, incluso en un Estado fascista.
En 1940 el fascismo italiano es ya una dictadura abierta. Ha prohibido los partidos políticos y los sindicatos independientes, ha encarcelado y fusilado inocentes, ha declarado la guerra de agresión en Abisinia, ha intervenido cínicamente en la Guerra Civil española con falsos voluntarios, la leva es una cruel realidad que devasta a los jóvenes, ha cancelado la libertad de cátedra, existe censura en los medios y las editoriales, los intelectuales están condenados al ostracismo o al exilio interior. Y todo en un ambiente de normalización y popularidad del régimen. (Por cierto, del castigo de aires medievales del destierro que padecieron tantos escritores italianos conozco un testimonio magistral, Cristo se detuvo en Éboli, de Carlo Levi).
Por más esfuerzos que hiciera Giovanni Gentile por desmoronar el edificio de la justicia italiana, aún hay fiscales y jueces independientes, juicios civiles y mercantiles, y unas leyes heredadas que los poderes públicos dicen respetar. Todo este aparato legal, amparado en unos hombres, unas tradiciones y unas instituciones que afortunadamente los anteceden. A esa vela pide encomendarse Calamandrei. En Alemania, por el contrario, Carl Schmitt, el jurista del Reich, sí consiguió el «milagro» totalitario de hacer de la ley un instrumento del terror. No por su dureza, que lo era en grado sumo, sino por su calculada ambigüedad. Schmitt promulgó que la ley eran también las órdenes cotidianas de Hitler, fuera cual fuera su cambiante naturaleza. También decretó que los jueces podían condenar a muerte, de manera sumarísima, si sospechaban que un detenido había actuado «contra la voluntad del pueblo alemán», voluntad que el juez tenía la potestad de interpretar. Lo mismo pasó en la Unión Soviética con la Revolución y los delitos de «disolución social» y «sabotaje», de libre interpretación por los jueces, que a su vez se limitaban a obedecer a los fiscales, con los que se ejecutó a millones de inocentes.
Ciertamente, si la conferencia de Calamandrei hubiera tenido lugar durante la República de Saló, otro hubiera sido el llamado del jurista florentino. La «fe en el derecho» era imposible en ese gobierno crepuscular, cuya alma podrida reflejó Pasolini en la magistral e insoportable Saló o los 120 días de Sodoma. Mussolini, recién rescatado por los invasores alemanes, acepta avalar las leyes racistas que provocaran la muerte de miles de judíos italianos hasta entonces «parcialmente» a salvo de la locura racista nazi. ¿Las leyes? En realidad, las acciones inspiradas en el espíritu de las leyes de Núremberg que precipitaron la Shoah, cuya monstruosa naturaleza obligaba a mantener la destrucción de los judíos europeos en secreto. Entonces sí, ante la pantomima de Saló, la postura del jurista italiano fue llamar directamente a la rebelión contra un poder tiránico, como él mismo hizo en los hechos apoyando a los partisanos. Perdida la «fe en el derecho», solo resta la desobediencia activa y la rebelión.
Fe en el derecho fue el acierto de Torcuato Fernández-Miranda en la Transición española: ir de la ley franquista a la ley democrática. Es decir, que el Consejo del Reino incluyera en la terna para elegir presidente del Gobierno a Adolfo Suárez, que los procuradores franquistas votaran a favor de su disolución, que el Partido Comunista fuese inscrito, cumpliendo los requisitos, en el registro de asociaciones, etcétera. Tres etapas: la ley en un Estado constitucional y democrático; la ley en un Estado autoritario como paradójicamente la única tabla de salvación al alcance de los ciudadanos (hipótesis de Fe en el derecho) y la ley como mascarada y cobertura del terror, rojo o pardo, frente a la que sólo queda la rebelión.
No es casualidad que la ultraizquierda universitaria rescatara a Schmitt del cadalso histórico y lo reconvirtiera en gurú populista, junto a Ernesto Laclau. Schmitt y Laclau enseñan a desmontar el andamiaje democrático y sustituirlo por el sistema populista, bajo la consigna de que basta una mayoría simple para cambiarlo todo. Es decir, basta con alcanzar el poder una única vez de manera democrática para no soltarlo nunca más. Y no es que Hugo Chávez hubiera leído a Schmitt o Laclau: era un músico que tocaba de oído. El aval académico de la dictadura de la mayoría simple –como alerta Tsevan Rabtan en Anatomía de la ley–, y el éxito parcial de tantos Gobiernos en esa lógica, obliga a los electores en cada elección a tomar dos decisiones distintas ante la urna. Por una parte, votar en función de su ideología y afinidades. Por la otra, detectar a tiempo los candidatos dispuestos a reventar el sistema desde dentro. Electores cada vez más desarbolados culturalmente y, por lo tanto, sujetos pasivos de la propaganda y la manipulación. Así, vemos cómo las democracias caen, una a una, por el voto libre de sus ciudadanos.
Como vengo del futuro, y los mexicanos que votaron por Andrés Manuel López Obrador no sabían que estaban votando por el fin de la democracia que tanto trabajo costó construir, me permito advertir. El dilema en España no es entre un gris Feijóo y un hábil Sánchez, sino entre continuidad democrática o abismo populista.