The Objective
Fede Durán

Quién ganará las elecciones

«El problema de destrozar un partido es que al final el presidente vuelve a ser candidato, pierde el aura de La Moncloa y pasa a ser visto por el votante en toda la desnudez de sus siglas»

Opinión
Quién ganará las elecciones

Ilustración de Alejandra Svriz.

Con más torpeza que habilidad, aunque con la suficiente maña como para mantener a salvo a los líderes de primera línea, los Gobiernos y aquellos partidos que los sostienen se las apañan para cubrirse las espaldas. Un Ejecutivo queda más sometido al escrutinio público, aunque al final existan miles de maneras de burlar la ley de transparencia y el deber –nada jurídico– de la moral; pero las siglas son harina de otro costal. Le pasó a Mariano Rajoy con la caja B del PP que manejaba Bárcenas y le ocurre ahora a Pedro Sánchez con los abundantes problemillas generados por ex secretarios de Organización, ex comisionistas y fontaneras

El mecanismo psicológico lo conocemos. Existe en cualquier país del mundo y goza de especial pegada en lugares más calurosos, con democracias más jóvenes o con rentas menores. A España siempre le ha pirrado la corrupción. Ahí estaba con Franco y Juan March, y antes por ejemplo con Godoy, y así creció ya en democracia hasta destrozar el tinglado montado en el tardo-felipismo, la narrativa épica de CiU como creadora de la moderna patria catalana o el virreinato de Eduardo Zaplana en Valencia. Si uno quiere capítulos sonados, los tiene de sobra para componer una canción: Filesa, Naseiro, Roldán, Nóos, Terra Mítica, ERE, Gürtel, Pallerols, Púnica… 

La tentación es hasta cierto punto comprensible: ese contumaz repetidor de cursos en la universidad afiliado después al partido de su gusto avanza escalón a escalón, aprende a repetir consignas y desenrollar alfombras rojas, sabe de genuflexiones, comprende a base de práctica las fuerzas que operan en la cadena depredadora y un día, por un golpe del destino, cae en gracia a quien dispone de cierto poder y de la noche a la mañana se ve en una especie de trono, en un butacón desde donde cada decisión mueve tantos hilos que es fácil embriagarse de soberbia y, sobre todo, de avaricia. 

Cabe imaginar que, en el caso de un presidente del Gobierno, y más aún en el caso de un presidente del Gobierno sin una trayectoria académica o profesional reseñable, el chute de dopamina sea verdaderamente monstruoso al acceder a semejante puesto. A dicha eminencia debe parecerle de mal gusto que se cuestione (en vía judicial) el ímpetu emprendedor de su señora, o que pretenda asociarse a su estrecho parentesco la deferencia laboral mostrada desde Badajoz con su hermano, o que su ex mano derecha tenga un pie bien metido en el barro. 

Pero es que luego, por debajo de esa capa superior creada a imagen y semejanza de la máxima autoridad, flotan las excrecencias de la formación a la que el ínclito pertenece. Cada día se conoce algún nuevo detalle, algún litro extra de chapapote, y uno piensa en algunos de los mejores thrillers de la historia, tal vez Los Tres Días del Cóndor, El Tercer Hombre o La Conversación, e intuye lo que esta gente quiere hacer aunque no le salga. Para mangonear bien hay que ser muy listo. 

El problema de este juego de parapetos donde ninguna salpicadura alcanza a un presidente que simultáneamente ejerce de líder de un partido es que el suelo sobre el que camina se resquebraja. Podrido el PSOE, habría que ver qué imagen queda de Sánchez cuando vuelva a ser candidato, esto es, cuando se despoje de las vestiduras del superlíder y vuelva a mostrarse en toda su desnudez. No es un detalle insignificante en un país donde cada bloque tiene sus fieles pero son los agnósticos los que deciden. A igualdad de desencanto, gana quien menos asco provoque.  

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