The Objective
Jorge Freire

Tertulianos: el penúltimo grito

«El tertuliano grita el argumentario como si fuera la oferta del día. No hay gran trecho entre quien voceaba “escabeche” a pleno sol y quien hoy entona el sonsonete del fango»

Opinión
Tertulianos: el penúltimo grito

Silvia Intxaurrondo junto a Marc Sala.

El otro día, una oyente del consultorio con Alsina me preguntaba por qué gritan tanto los tertulianos. Hay oyentes que creen que uno tiene respuestas para todo, cuando a duras penas tengo respuestas para mí mismo. Sea como fuere, me quedé rumiando la pregunta: ¿por qué gritan los contertulios? ¿Hay acaso una tarifa por decibelio? ¡Cosas más raras se han visto! La duda se me ha quedado botando en el caletre desde entonces…

Hoy se puede medir absolutamente todo. Las grandes empresas usan indicadores que miden el tiempo exacto que tarda un cliente en contestar o el número de tuits que pueden publicarse sin decir nada. ¿Por qué no va a haber KPI para tertulianos que midan los decibelios emitidos en una tertulia? Uno pone la tele y se siente como el Tenorio rodeado de espectros ululantes en el panteón familiar. ¡Cuán gritan estos malditos! Solo que en este caso no son fantasmas, sino fantasmones con WhatsApp y pinganillo. 

¿Habrá un trasfondo cultural que explique tal estrépito? En otras latitudes, quien susurra parece sabio; entre nosotros, parece que trama algo. No en vano, enseña León Felipe, los españoles tenemos la garganta en carne viva desde aquella mañana en que un marinero de la Santa María gritó “¡tierra!” y cambió el mundo, y más aún desde que un hidalgo demenciado clamó justicia contra los molinos de viento. El eco de aquellos gritos fundacionales resuena en las tertulias, donde cada opinador declama como si estuviera ante el sanedrín. ¿Acaso alzan la voz por si no les oyen en la sede del partido?

“El último grito del tertuliano no tiene que ver tanto con el París decimonónico (¡el sofisticado dernier cri!) como con la voz aguardentosa del arriero vendiendo estiércol. Pena que el argumentario no sirva ni como abono”

El factor cultural explicaría ese vídeo viral, hilarante como pocos, en que un chef británico acude a Casa Manteca, la mítica taberna de Cádiz, con la intención de grabar un documental para la BBC. Justo cuando está degustando unos boquerones en vinagre, franquea la puerta una parroquiana entrada en carnes y emite un grito que haría temblar el sagrario. Bloody hell!, exclama el impávido anglosajón, ajeno a que el grito en España no es una declaración de guerra, sino un simple saludo. Aquí se grita por cortesía, mister, como en otras partes se da la mano.

¿A qué tanto ruido? Hay una especie bien reconocible de tertuliano, mestizo de pájaro de cuenta y ave carroñera, que nos recuerda a la urraca de la Pampa, “que en un lao pega los gritos y en otro pone los huevos”. Si se trata de una maniobra de distracción, no hay motivo para hacerle más caso que a cualquier otro ruido funcional del biotopo humano: ¿o prestamos oídos devotos al bufido de la cafetera cuando bombea agua hirviendo?

Tiempo atrás, el pescadero modulaba su sardinaaas al ritmo de un madrigal de Monteverdi y el lechero, siempre más bucólico, se inclinaba por la letrilla pastoril. Ignoro cómo sonaban los cánticos del aguador o del escobero —¿más prosaicos, quizá más líricos?—, pero si uno suma esa orquesta callejera al sonsonete del barquillero, con su ruletita gira que te gira, entenderá que no hablamos precisamente de un mundo en sordina. El grito, no se olvide, fue ya en el Siglo de Oro una forma primera y eficaz de marketing.

Como legatario de esa tradición castiza, aunque lo haga en calidad de hijo tonto, el tertuliano grita el argumentario como si fuera la oferta del día. Al fin y al cabo, no media gran trecho entre quien voceaba “escabeche” a pleno sol y quien hoy —ora por razón estratégica, ora por cuestión genealógica— entona el sonsonete de la máquina del fango. Marketing, en efecto; pero el último grito del tertuliano no tiene que ver tanto con el París decimonónico (¡el sofisticado dernier cri!) como con la voz aguardentosa del arriero vendiendo estiércol. Pena que el argumentario no sirva ni como abono.

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