The Objective
Ricardo Cayuela Gally

México, la democracia muere en las urnas

«Cinco de los siete integrantes de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación tienen vínculos con el oficialismo»

Opinión
México, la democracia muere en las urnas

Alejandra Svriz

El pasado 1 de junio México vivió una inédita jornada electoral para elegir por voto directo a buena parte de la judicatura del país. Los primeros resultados confirman todas las sospechas: la democracia también puede morir en las urnas.

En 2009, el pintor Rafael Cauduro terminó una brillante intervención artística en los muros de la sede de la Suprema Corte de México. Dibujó torturas, secuestros, asesinatos y violaciones en ocres dramáticos que combinó con destartalados anaqueles, repletos de legajos, polvo e indolencia. El resultado, además de un homenaje al muralismo mexicano, es un alegato contra la forma violentísima en que se ha aplicado la justicia históricamente en México, males que la Corte se comprometía a corregir.   

La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) concentra funciones que, en España, están divididas entre el Tribunal Supremo y el Constitucional: última instancia judicial y garante de la constitucionalidad de las leyes y los actos del Gobierno. Durante la era democrática de México, los ministros eran electos por el Senado de la República, a propuesta del presidente, dentro de una terna de destacados juristas, que culminaban su carrera de esta forma. La renovación además era escalonada, lo que favorecía el equilibrio de poderes. Las dos candidatas propuestas por Andrés Manuel López Obrador durante su sexenio fueron una burla, pero su daño estaba controlado por la mayoría. Cuestionadas por su ignorancia jurídica, sus graves errores de procedimiento y la alineación política incondicional con el Ejecutivo, eran dos rinocerontes dogmáticos e ignorantes en la cristalería republicana. La nueva reforma reduce casi a cero los requisitos de ser juez de la Suprema Corte y traslada la responsabilidad de su nombramiento a los ciudadanos. El previsible resultado es que ambas fueron el domingo ratificadas por «elección popular», junto con otros siete aspirantes de su nivel, todos cercanos a Morena, el partido-movimiento fundado por López Obrador. El alegato de Cauduro es ahora profecía.

En esa misma jornada se eligieron a los cinco integrantes del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, que sustituye al Consejo de la Judicatura, un sistema interno, plural y técnico, de vigilancia del Poder Judicial. Este nuevo órgano tiene amplias facultades para investigar, sancionar o destituir a jueces cuyas sentencias considere «inapropiadas». Los cinco miembros electos, con trayectorias infinitamente más mediocres que la de los jueces que van a controlar, tienen vínculos activos, son militantes o muestran evidentes simpatías con Morena. La independencia judicial está comprometida y los jueces, maniatados por el Ejecutivo.

Lo mismo ocurre con las instancias judiciales encargadas de vigilar la legalidad de las elecciones. En la pasada elección, fueron designados dos de los siete magistrados de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Esta Sala ya contaba con tres magistrados afines a Morena, entre los cinco que no estaban sujetos a renovación, por lo que actualmente cinco de los siete integrantes tienen vínculos con el oficialismo. Lo mismo sucedió con las cinco salas regionales de este tribunal y sus quince magistraturas, todas en manos de jueces afines a Morena. Es decir, México ha perdido al árbitro electoral imparcial, y el proceso electoral vuelve a la era del viejo PRI, cuando las elecciones eran organizadas, controladas y sancionadas por el Gobierno. 

También se eligieron en las urnas jueces de primera y segunda instancia, cuyos resultados se conocerán en las próximas semanas. En todos los casos, los candidatos que se perfilan como ganadores están identificados con el oficialismo y con sus redes tentaculares. Esto no se debe a que los partidos tengan facultades legales para proponer jueces de su agrado y que Morena haya ganado en justa lid. Los ciudadanos que de buena fe fueron a votar se enfrentaron a unas boletas electorales confusas y con miles de nombres de perfectos desconocidos. Imposible ejercer un voto razonado, salvo para los partidarios de Morena, que habían sido ilegalmente aleccionados sobre los candidatos a elegir. 

«Lo más grave es que estas elecciones fueron posibles gracias a una reforma constitucional también ilegal»

La elección judicial fue, en esencia, un fraude de ley. Contó con el rechazo pasivo de casi el 90% del electorado, que respondió al llamado de la oposición de no convalidar con su voto la desaparición de la democracia. Incluso entre el 12% que sí votó, cerca de un tercio de los votos fueron nulos o en blanco, siguiendo el llamado de varios colectivos de la sociedad civil que promovieron una participación crítica. Ambas estrategias fueron exitosas: una abstención masiva y muchos votos nulos entre quienes sí votaron. Pero eso no modifica el resultado, que permite a Morena adueñarse del poder judicial. 

Lo más grave es que estas elecciones fueron posibles gracias a una reforma constitucional también ilegal. Andrés Manuel López Obrador intentó promover esta reforma durante su sexenio, pero nunca alcanzó la mayoría calificada requerida: dos tercios de ambas cámaras del Congreso y la aprobación de al menos 17 de los 32 congresos estatales. Ni en la elección que lo llevó fatalmente al poder en el 2018 ni en la intermedia del 2021. En las elecciones de 2024, Morena tampoco obtuvo esa mayoría constitucional, pero forzó la interpretación de la ley para atribuírsela, abusando del sistema de diputados plurinominales.

La Cámara de Diputados está compuesta por 500 legisladores: 300 son elegidos por mayoría relativa en cada uno de los 300 distritos electorales del país y 200 son asignados por representación proporcional, a partir del porcentaje de votos de cada partido a nivel nacional. Esto garantiza un equilibrio entre poder territorial y respaldo nacional, casi lo contrario de lo que hace la ley D’Hondt en España. La norma mexicana establece, sin embargo, limitaciones a la sobrerrepresentación del partido ganador, que Morena se saltó sin recato, otorgándose, con poco más de la mitad de los votos, casi tres cuartas partes de los curules (escaños). En el Senado, donde Morena estuvo a pocos de ellos de alcanzar los dos tercios necesarios, pero presionó a un senador con un caso judicial y compró el voto de otro, todo a la luz pública, logrando la mayoría que le habían negado las urnas, en algo parecido a lo que en España se llama transfuguismo.

Entre el 1 de septiembre y el 1 de octubre de 2024, con Claudia Sheinbaum como presidenta electa y López Obrador todavía en funciones, pero con el nuevo poder legislativo ya activo, se aprobó esta reforma judicial exprés, sin discusión pública, que concretó la amenaza repetida del presidente contra los jueces que, con sus sentencias, impidieron o retrasaron algunas de sus tropelías. 

En la era democrática de México (1997-2018), un ciudadano agraviado por el Gobierno contaba con diversas instancias legales para protegerse. La primera y más evidente era la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), un órgano autónomo que, desde su creación en 1992, construyó un sólido prestigio por su defensa de personas y grupos vulnerables frente al abuso del poder. Esa institución fue desmantelada por López Obrador, al imponer, sin respetar procedimientos ni estándares profesionales, a una persona sin perfil técnico ni independencia, pero leal a su figura. 

La segunda opción era el juicio de amparo, una figura legal diseñada específicamente para proteger al ciudadano común del abuso de autoridad, sustentada en los artículos 103 y 107 de la Constitución. Hoy, esta herramienta ha quedado virtualmente neutralizada. Son pocos los jueces que se atreverán a otorgar amparos bajo la vigilante amenaza del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial.

La tercera alternativa era acudir a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero la Corte también ha sido capturada. La última vía institucional era el voto, el derecho democrático a castigar o premiar a los gobiernos en las urnas. Sin embargo, esa opción también ha sido parcialmente desactivada, con la intervención del oficialismo en el Instituto Nacional Electoral (INE), antes un órgano respetado y hoy reducido a una sombra manipulada y con la captura electoral del Tribunal Electoral, bajo control de jueces afines a Morena. 

México ha regresado al peor PRI, pero con un agravante: los militares ocupan funciones civiles y el crimen organizado ejerce funciones de Estado. Los ciudadanos en México, periodistas, luchadores sociales, activistas políticos, dueños de empresas, líderes comunales, nos hemos quedado sin garantías para oponerse al Gobierno. Aún así resistiremos. Revertir el daño tomará décadas.

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