The Objective
Martín Varsavsky

'Net zero', el dogma que contamina el sentido común

«El relato del cambio climático se transforma en una excusa perfecta para aumentar impuestos, justificar regulaciones ideológicas y cobrar más por la energía»

Opinión
‘Net zero’, el dogma que contamina el sentido común

Unas chimeneas industriales.

Estoy a dieta. No por moda, sino por mercurio. Después de años comiendo pescado con entusiasmo, mis análisis mostraron niveles peligrosos de ese metal. ¿La causa? El pescado. ¿Y la del pescado? Mares contaminados, cargados de residuos industriales y metales pesados que no aparecen en ningún titular climático.

Mientras me cuido, me pregunto: ¿cómo puede ser que esto —un problema ambiental directo, tangible, medible— no forme parte del relato oficial sobre la ecología?

La respuesta es tan clara como incómoda: porque el ambientalismo fue capturado por una sola variable: el CO₂.

Hoy todo gira en torno a eso. El carbono es el nuevo hereje, el demonio omnipresente. Hemos convertido el dióxido de carbono en la medida única del bien y del mal. Y esa visión estrecha, reduccionista, es la que se repite desde todos los púlpitos —en Bruselas, en Davos, y sí, también en Madrid.

Pedro Sánchez, por ejemplo, se presenta como cruzado climático en foros internacionales. En la última cumbre de Bakú declaró con solemnidad que «el cambio climático mata». Pero no dijo una palabra sobre las otras cosas que matan en silencio todos los días: la polución del aire, las aguas contaminadas, los pesticidas, los metales pesados en la cadena alimentaria. Nada de eso entra en el discurso si no tiene una cifra de CO₂ asociada.

Y mientras tanto, el relato del cambio climático —reducido a “emisiones” y “Net Zero”— se transforma en una excusa perfecta para aumentar impuestos, justificar regulaciones ideológicas y cobrar más por la energía que antes era asequible. El precio de la electricidad se duplica, pero bajo el sello “verde”. Se nos presenta como sacrificio por el planeta, cuando muchas veces es simplemente una transferencia disfrazada: del ciudadano al Estado, o del consumidor a la nueva oligarquía energética.

Y así, en nombre del CO₂, se ha llenado España de paneles solares que arruinan el paisaje rural, y de aerogeneradores que coronan las colinas como cicatrices mecánicas. Se habla de “transición ecológica”, pero lo que se instala es una energía intermitente, difícil de regular, ineficiente en picos de demanda, y totalmente dependiente del respaldo de otras fuentes… que a su vez se están eliminando. Así llega el gran y aún no explicado apagón. La ideología no enciende la luz.

Y entre esas, por supuesto, la nuclear. Sánchez sueña con apagarla por completo. Un suicidio energético en cámara lenta. Porque si se elimina la única fuente de energía limpia, densa, continua y autónoma que tenemos, lo que queda es el caos disfrazado de virtud.

Y sin embargo, no toda la energía solar es un error. Hay una excepción sensata: los paneles solares en tejados. No destruyen el campo. No afean el paisaje. Producen energía donde se consume. No necesitan nuevas líneas de alta tensión. Eso sí es ecológico, lógico y bello. Pero no es tan espectacular como cubrir hectáreas de tierra fértil con silicio y promesas.

Porque para Sánchez, como para tantos otros líderes oportunistas, el cambio climático es útil precisamente por ser vago, fotogénico y exportable. Pero la contaminación real —la que me obliga a mí, por ejemplo, a dejar de comer pescado por niveles peligrosos de mercurio— esa no da titulares. Ni fondos europeos. Ni paneles de Davos.

«El propio CO₂, ese villano universal, reverdece el planeta. Literalmente. Hay más vegetación, más biomasa, más cobertura verde que hace décadas»

Y mientras tanto, el planeta sigue deteriorándose… pero en silencio.

  • La biodiversidad se desploma.
  • Los suelos pierden vida.
  • Los océanos son saqueados.
  • Los residuos se multiplican.
  • Los químicos tóxicos circulan.

Nada de eso importa si el balance de CO₂ cierra bien en la hoja de cálculo.

Y mientras tanto, el propio CO₂, ese villano universal, reverdece el planeta. Literalmente. Hay más vegetación, más biomasa, más cobertura verde que hace décadas. Las plantas prosperan con niveles más altos de dióxido de carbono. El mismo gas que queremos extirpar por completo también es alimento para la vida.

Pero esa complejidad no tiene cabida en el relato Net Zero. Porque ese relato no es ciencia, es liturgia. Hay santos (energía solar a gran escala, coches eléctricos, discursos de transición) y pecadores (todo lo que no encaje). Y como toda religión dogmática, no tolera la duda, ni la pregunta.

Y yo pregunto: ¿cómo fue que el ambientalismo —una causa noble, diversa y abierta— se convirtió en este monocultivo de carbono?

Tal vez porque lo simple es más fácil de vender. Porque el CO₂ se puede monetizar. Porque “cambio climático” queda bien en una cumbre y en un tuit. Pero lo simple no siempre es lo verdadero. Y lo verde no siempre es lo justo.

Yo no tengo todas las respuestas. Pero sí tengo el cuerpo lleno de mercurio. Y la sospecha de que nos estamos dejando engañar por una visión ambiental parcial, superficial, recaudatoria, destructiva y funcional al poder.

Y quizás lo más ecológico que nos queda es empezar a dudar.

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