The Objective
Hugo Pérez Ayán

El votante sibarita

«No podemos caer en la apatía cuando seguramente estemos a un paso de una mutación constitucional que pondrá fin a la posibilidad de alternancia en el poder»

Opinión
El votante sibarita

Ilustración de Alejandra Svriz.

Si es usted alguien de centro o derecha o se mueve en este entorno ideológico, es probable que conozca a alguna persona que, pese a oponerse contundentemente al Gobierno de Pedro Sánchez, afirma que hoy por hoy no votaría ante la decepción que le producen los partidos de la oposición. Es posible incluso que esa persona sea usted. A pesar de los pactos vergonzosos del PSOE con sus socios, sus ataques constantes al Estado de derecho, las noticias diarias de los casos de corrupción más graves de nuestra democracia y el deterioro de los servicios públicos, considera que PP y Vox no están a la altura y que, por tanto, no está dispuesto a meter alguna de sus papeletas aunque esto implique que Sánchez siga en el poder. Es el votante sibarita. 

Este tipo de votante, como el sibarita culinario, ve la política como un menú degustación y aborda el acto de votar con una exigencia extrema. El sibarita busca opciones políticas perfectamente alineadas con sus ideales o estándares éticos, rechazando cualquier opción imperfecta. Es el «todo mal, todos mal» personificado, que espera que un líder ideal o un partido político perfecto surja de la nada para sacarlo al fin de su cómoda abstención. Como dice Armando Zerolo en su libro Contra la tercera España, creen que la solución de la partida es no jugarla. Culpa de la situación política en España a los partidos, a PP y Vox, y evade su propia responsabilidad como ciudadano. Se lamenta de que Sánchez continúe aferrado al sillón en Moncloa y al mismo tiempo se jacta de no contribuir a la victoria de una oposición que, antes de que llegue al poder, ya sabe que lo va a hacer mal. 

Hemos tenido en España múltiples ejemplos en las últimas décadas. Primero, ante el incumplimiento por parte del PP de gran parte de su programa electoral durante los Gobiernos de Rajoy, tomó la lógica decisión de probar con otras opciones políticas como Cs y Vox. Sin embargo, a Ciudadanos lo castigaron sus votantes precisamente por cumplir con su promesa electoral de no pactar con el PSOE. Al parecer, Albert Rivera era culpable de que Sánchez se echase en brazos de ERC y Bildu. Hoy PP y Vox sufren el mismo castigo.

Al PP se le critica ser demasiado reactivo y poco propositivo, y cuando hace propuestas estas se tachan de insuficientes o erróneas y se le acusa de no ser lo suficientemente contundente contra el Gobierno. Y Vox, que durante un tiempo ha captado a gran parte del votante sibarita decepcionado con el PP, tampoco termina de convencer, ya sea por sus vaivenes ideológicos o por haber marginado a su ala más liberal-conservadora. 

Enfrente, buena parte del electorado de la izquierda parece justificarlo todo. El PSOE no se mueve del entorno de los 120 escaños que tiene desde 2019 pase lo que pase. Mientras la derecha castiga a los suyos por la menor nimiedad, el votante «progresista» está dispuesto a tragar con lo que sea. ¿Que el PSOE pacta con Bildu, un partido que lleva a terroristas en sus listas? No pasa nada. ¿Que el presidente está rodeado de corrupción? Todos roban. ¿Que se concede impunidad judicial frente a delitos gravísimos con tal de continuar en el poder? Al menos no gobierna la derecha. ¿Que España sufre por primera vez en su historia un apagón total? Los otros lo hubieran gestionado peor. Y así con todo, y lo que está por venir. Zapatero ya se encargó de inocular el virus de la intolerancia para asegurarse de que la izquierda tragase con todo con tal de que no gobernase el rival.

«Hemos de asumir que los primeros responsables del cambio político somos nosotros como ciudadanos»

Por supuesto, desde este punto de vista puede parecer que la actitud crítica del centroderecha denota cierta superioridad moral. Hasta cierto punto, seguramente es así. Porque abandonar el sibaritismo tampoco consiste en convertirse en mamporreros fanáticos que justifiquen todo, ni siquiera rebajar la exigencia con nuestros representantes públicos. Pero sí hemos de asumir que los primeros responsables del cambio político somos nosotros como ciudadanos. Entendamos que nunca llueve a gusto de todos y no confundamos idealismo con intransigencia. Es injusto que castiguemos a quienes tienen la capacidad de propiciar ese cambio antes siquiera de que gobiernen. Incluso asumiendo que harán algunas cosas mal, habrá tiempo para tratar de obligarles a corregir el rumbo cuando estén en el poder, o incluso de impulsar nuevas alternativas. 

Con todo, no se ha de eximir tampoco de toda responsabilidad a los partidos. PP y Vox son quienes deben hacer lo posible por contrarrestar el sibaritismo político con algo más que un llamamiento a votar contra Sánchez, que es lo que hace la izquierda con su discurso contra la «ultraderecha». Muchos votantes están legítimamente decepcionados con ambos partidos o mantienen vivo el recuerdo de los incumplimientos de Rajoy, que aún a día de hoy restan credibilidad al PP. El cónclave de los populares debe servir para construir una alternativa real, ilusionante, consistente y creíble, evitando debates estériles sobre el funcionamiento interno del partido que acaben opacando la renovación de su proyecto político. Al tiempo, Vox debe ser un socio exigente pero leal y abandonar una estrategia más centrada en hacer oposición al PP que en construir una mayoría alternativa, lo cual solo genera confusión y desmovilización en el electorado de centroderecha. 

Lo que hemos de tener claro es que nada de eso será posible mientras Sánchez siga en Moncloa. No podemos caer en la equidistancia o la apatía cuando nos jugamos el futuro de nuestro país, cuando seguramente estemos a un paso de una mutación constitucional que pondrá fin a la posibilidad siquiera de que haya alternancia en el poder. Iván Redondo, recuperado recientemente por el presidente, ya nos advierte de que el siguiente paso será cambiar la ley electoral para crear un mapa político más favorable para los partidos en el Gobierno. No descartemos tampoco que las próximas elecciones generales se planteen como un plebiscito para abrir la puerta a la transformación de España en una «república plurinacional». Es el momento de abandonar el purismo cómodo y entender que, si queremos conservar la España democrática, debemos rechazar la tentación de la abstención y asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos.

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