El compás es la medida del alma
«No se trata de parar los relojes, como afirmaba el tópico en tiempos de Curro Romero, sino de danzar a compás con el toro»

Alejandra Svriz
En un vídeo publicado en redes, don Faustino Herranz “El Rosco”, icono del Tendido 7, se queja de que Morante de la Puebla se ha convertido en un mito, y concluye, no sin cierta amargura, que poco se puede hacer contra la mitomanía. Al parecer, a don Faustino le parecen del todo exagerados los ditirambos y fastos que se cantan a mayor gloria del coleta cigarrero.
¿Puede una persona convertirse en mito? Por poder, hasta puede tornarse icono. Al menos, en la segunda acepción de la RAE: aquel que simboliza o representa una forma de ser y estar en el mundo. Verbigracia, el propio don Faustino.
Como enseñaba Ulpiano en la vieja Roma, a cada cosa le corresponde ocupar su sitio. El icono da color y realza la vidriera, pero es la luz del mito la que ilumina el templo. ¿Mitomanía? Más bien, estricta necesidad: necesidad de la lógica y lógica de lo trascendente.
En otras palabras: el icono es contingente porque no se juega el pellejo, ni adelanta el pecho ni expone la femoral. Se limita a lanzar veredictos desde la sombra, como si el arte fuera cosa de árbitros, mientras el mito lo arriesga todo por un instante de belleza.
«¿Nunca el toreo fue tan bello, como dejó dicho Joaquín Vidal? Nunca, en efecto, pero puede volverlo a ser»
¿Nunca el toreo fue tan bello, como dejó dicho Joaquín Vidal? Nunca, en efecto, pero puede volverlo a ser. Y eso se debe, en buena medida, a José Antonio Morante, quien a su vez tanto debe al misterio gitano del maestro Paula, al cartucho de pescao de Pepe Luis y a la plomada de Belmonte. No es que chane mucho de toros porque tenga un cuarto de siglo de alternativa, sino porque lleva desde que nació recorriendo tabernas en busca de fotos antiguas de Joselito o de Victoriano de la Serna.
Unos dirán que es una enciclopedia andante y otros, que es un mito en el que hay iridiscencias de los demás. A un capotazo suyo comparecen aquellos que lo precedieron, los payos de Sevilla y los gitanos de Triana; los que tenían cuerpo de muñeca, como Chicuelo según Luján, los que rindieron el alma cuando entraban a matar, como Manolito el Espartero, y los que murieron por haber vivido, como Belmonte. Su capote es la democracia de los muertos.
La destreza es al diestro lo que las skills son al técnico. Podría escribirse un tratado de ingeniería sobre su uso del capote, sobre los sutiles movimientos de muñeca con que logra el apresto, sobre la manera en que las venas de sus brazos se retrenzan en la seda del capote, como dijo Corrochano de Cagancho… Pero no saldríamos del tecnicismo. Porque el mito no está en lo que se ve, sino en lo que se intuye; en lo que se comprende sin saber por qué. ¿O acaso se puede medir el temple con un higrómetro?
No se trata de parar los relojes, como afirmaba el tópico en tiempos de Curro Romero, sino de danzar a compás con el toro. Porque lo esencial, en el toreo como en el cante, es siempre el compás. Morante ofrece los vuelos de su capote, siempre lacios, hasta acariciar los belfos del toro. No es poesía ni es mística: es patafísica, pues el torero es pathos y el toro, physis, y ambos bailan acompasados.
Enterradas las zapatillas, Morante se enrosca al toro. Ni rápido ni despacio: a compás. ¿Por qué no extraer alguna lección de ese toreo jondo, magisterio de compás donde los haya? Morante, a diferencia de los críticos, no quiere su misterio para sí, igual que Camarón aspiraba al disco de oro sin soltar el martillo de fragua.
Cuando el toro de la vida quiera llevarnos por la vida, ofrezcámosle la mano, como hace Morante, en vez de levantársela. Y si embiste pasado de revoluciones, basta con abrirnos de capa y embeber su ira en nuestras manos, como quien arropa a un niño asustado. El compás es la medida del alma.