La herencia del país de los puteros y los cínicos
«Ya no votamos a favor de nadie. Votamos para echar al que menos nos gusta. La antipolítica se ha institucionalizado. Así, no hay proyectos, ni esperanza, solo vetos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
La España que ha parido Pedro Sánchez ya no es una nación. Ni un Estado de derecho. Ni una comunidad de ciudadanos. Ni siquiera una democracia funcional. La España sanchista es hoy una amalgama de identidades –ofendiditas, agraviadas y enfrentadas– que flotan en medio de instituciones cada vez más degradadas, manejadas en buena parte –a las informaciones publicadas me remito– por el torrentismo gubernamental (ese que parece encontrar en el trinque y el putiferio no una anomalía, sino una vocación).
El esperpento de esta semana nos ha empujado a muchos españoles a un estado de impotencia tal que nos queda, como consuelo, a algunos, la polarización frenética («peor es la ultraderecha»); a otros, el onanismo cívico («¿qué hay de lo mío?, esto no tiene remedio»); a muchos, el menfotismo como cultura política dominante («yo ya paso de todos estos»); y a la gran mayoría, el cabreo mayúsculo –y justificado– no solo con quien gobierna, sino también con quien vota.
Porque el votante socialista –y el de toda «la banda» del Gobierno– ya no es solo un espectador: es cómplice de este sainete hediondo por acción o por omisión. Lo siento.
Estos días estamos viendo que la corrupción que rodea al sanchismo no es un accidente: es una doctrina.
Lo que está saliendo no aparece como «una mancha en la gestión»: es la gestión misma (con puterío orgánico incluido). La lista que recordaba Álvaro Nieto este domingo ya no escandaliza por su extensión, sino por su capacidad para ser tolerada: el Delcygate, las mascarillas fantasma, el pelotazo Travis, los billetes de 500 para masajes, los 53 millones regalados a Plus Ultra, la coca y las putas sufragadas con dinero público, los concursos en ADIF, los audios de manipulación de licitaciones, las «amigas» en empresas públicas, las constructoras agradecidas, las bolsas de dinero en Ferraz, las comisiones del 20 %, los fondos oscuros o la trama de hidrocarburos… Y habrá más.
«El éxito del sanchismo se mide en tres devastadoras transformaciones que han contaminado el ecosistema político y moral de España»
Miren que todo esto es grave. Pero no es lo peor. Lo verdaderamente trágico va mucho más allá. El éxito del sanchismo se mide en tres devastadoras transformaciones que han contaminado el ecosistema político y moral de España y que van a ser difíciles de enmendar. A saber:
- 1) La normalización de la indecencia: El sanchismo ha logrado que asumamos como parte del paisaje que el BOE ya no es una herramienta del interés general, sino un instrumento de supervivencia personal. La ciudadanía ha dejado de escandalizarse ante el enchufe de la mujer, del hermano, del amigo del hermano o del primo del amigo. Sánchez ha desplazado el umbral moral colectivo (la ventana de Overton, que se dice en comunicación política) y eso no se borra con un cambio de Gobierno: eso contamina generaciones.
- 2) La destrucción de la política como vocación: El sanchismo ha vaciado la política –y no solo en el PSOE– de muchas personas con vocación de servicio público. Los incapaces de tolerar la obscenidad estructural han ido siendo, poco a poco, expulsados, mientras se ha consolidado un sistema que permite prosperar a cortesanos, paniaguados, voceros e influencers de la cosa. El sanchismo ha consolidado una perversa lógica del poder: o tragas sin rechistar o te vas.
- 3) La erosión de los valores democráticos: Quizá la consecuencia más grave. El sanchismo ha corroído los fundamentos morales de la democracia. Ya no hablamos de leyes polémicas o de decisiones discutibles. Hablamos de una descomposición cultural y moral. ¿Cómo explicarle a un joven que la verdad importa más que la mentira, si ha crecido viendo premiar al tramposo? ¿Cómo contarle que todos somos iguales ante la ley cuando se indulta y se amnistía al chorizo si es político? ¿Cómo convencerle de que lo público es sagrado, si ha visto cómo se saquea sin pudor?
Se ha perdido la presunción de honorabilidad y la idea de ejemplaridad. El ciudadano ya no espera decencia (no solo en el plano político): espera cinismo. Y un sistema que pierde la confianza mutua entre gobernantes y gobernados está condenado. Aunque mañana llegara Cicerón al poder, lo miraríamos con duda.
Todo esto tiene consecuencias que aún no alcanzamos a medir. La política convertida en mafia genera un reflejo primario: el de expulsar. Ya no votamos a favor de nadie. Votamos para echar al que menos nos gusta. La antipolítica se ha institucionalizado. Así, no hay proyectos, ni esperanza, solo vetos.
El Gobierno se ha ganado a pulso nuestro rechazo, pero ha contaminado tanto el ecosistema político y moral que ni siquiera ha dejado alternativas respirables.
Lo más triste es que quizá esto sea ya irreversible. Cuando una generación entera ha crecido viendo que robar no es tan grave, que copiar una tesis no pasa factura, que mentir en directo da puntos, que las mujeres somos armas o adornos y no ciudadanas, que investigar importa menos que seducir al algoritmo… entonces ya no es solo el Gobierno el que está podrido.
El sanchismo pasará. Pero el deshonor y lo que ha dejado no se cura con un cambio de siglas. Hace falta una refundación moral. Y eso no se improvisa: tenemos que trabajarlo.