The Objective
Fernando R. Lafuente

Manuel Zarzo: cuando un actor de reparto es el protagonista

«Poseía el don de la interpretación clásica, clásica en cuanto a la tradición que, desde sus orígenes, el cine español había establecido»

Opinión
Manuel Zarzo: cuando un actor de reparto es el protagonista

Manuel Zarzo. | Europa Press

El cine español ha conocido, a lo largo de su ya larga y provechosa historia, a actores de reparto extraordinarios. La nómina sería conmovedora. Y está en la mente y en la memoria del lector. No se trata de los galanes o de las primeras actrices, sino de todo ese plantel de gentes, sí, del cine, que contribuyeron con medios, pequeños, efímeros y trascendentales papeles a engrandecer un cine que, con sus altibajos, ha sido la temperatura, la atmósfera y el escaparate de la sociedad española en más de un siglo. Los anhelos, las miserias, las esperanzas, las alegrías, las tristezas, las melancolías y las denuncias de una sociedad que, en más de un siglo, conoció, sufrió y vivió los desmanes políticos. 

Desde el formidable cine de la Segunda República, con las grandes productoras Filmófono y Cifesa, a los directores, la formación de actores y actrices fue encomiable. Muchos sin más formación y pedagogía que la vida misma, la experiencia familiar, o en el teatro, o en la revista, o la adquirida a base de experiencia, de observar y aprender. La reciente muerte de uno de los más grandes actores de reparto que bien habría sido protagonista de grandes películas, el gran Manuel Zarzo (Madrid, 1932-Pozuelo de Alarcón, 2025), bien podría ser ejemplo de todo lo anterior. Estuvo en todas las salsas audiovisuales (cine, series, teatro en televisión) y en todas resultó un actor excepcional. Poseía el don de la interpretación clásica, clásica en cuanto a la tradición que, desde sus orígenes, el cine español había establecido. Un estilo muy particular que contenía, la comedia y la tragedia en términos locales, es decir universales, por cuanto trascendía del mero casticismo para adentrarse en las profundidades de una interpretación tan sólida como personal. 

Vayamos a las epifanías (a la manera del momento de la sensación verdadera que recordaba el Nobel Handke, en cuanto a esos instantes de vida, aquí interpretación, que caracterizan una biografía). Es una selección condenadamente personal de quien esto escribe, aun cuando a uno le consta que muchos, como mi amigo Fernando Castillo comparten, pero, eso sí, escrita con la emoción del espectador que, de memoria, recuerda a Zarzo en alguno de esos momentos de la sensación verdadera cinematográfica o televisiva. Por ejemplo, Los golfos (1960) de Carlos Saura.

Si algo distingue a Zarzo es la singularidad en el gesto, algo único, propio, rabiosamente personal, en una película, espléndida de Saura en la estela de Buñuel, que le permite ya anunciar una dicción en la pantalla tan verosímil que roza la perfección y que marcará el resto de sus trabajos. Más allá de todo ese centón de películas que se producen en los años sesenta y setenta, con una mezcla de géneros, calidades y asuntos muy distantes entre sí, retomemos a Zarzo en la formidable adaptación de Mario Camus de La Colmena (1982), o su aparición en otra de las obras que forman parte del canon: Epílogo (1984) del prodigioso Gonzalo Suárez.

Repetirá, y de qué manera con Camus en una película que aún hoy enerva y pone los pelos de punta, Los santos inocentes (1984) y repite con Camus en esa enigmática cinta que es El color de las nubes (1997), o en Tiovivo c.1950 (2004) de José Luis Garci y se introduce en los laberínticos tramos del thriller político con El Lobo (2004) de Miguel Courtois, detrás, o a lado de todas ellas, un numeroso catálogo de actuaciones, porque para un actor, como Zarzo, la cuestión es trabajar y dar lo mejor en cada escena, en cada toma, en cada diálogo, en cada primer plano. 

Y hacerlo con modestia, con encanto, como si la cosa no fuera en serio, a pesar de que interpretar era lo más serio en su carrera. Sin engreimiento, sin falsa intelectualidad fingida, sin la fatuidad del divo, con la discreción de quien, película a película, construye una biografía cinematográfica. Y qué decir de las series televisivas, con solo citar dos ya quedaría en la historia de la cultura popular española. La magnífica, y según pasan los años más grande se hace, que fue, otra vez Mario Camus, Fortunata y Jacinta (1980). Cómo alcanza la emoción, en un personaje, como siempre, secundario o terciario o como el lector guste colocar, pero que hace su aparición en la pequeña pantalla como un reflejo del personaje creado por Galdós y por cerrar, y mira que nos dejamos series memorables, La forja de un rebelde (1990), la imprescindible novela de Arturo Barea que narra la Guerra Civil española como solo lo han hecho Manuel Chaves Nogales y Fernando Fernán Gómez, otra vez de la mano de Mario Camus.

No hubo serie en la que el nombre de Manuel Zarzo no apareciera. Alguien imborrable, necesario. En mayo de 2019, le confesaba a Pascual Vera en La Opinión de Murcia. “Me considera uno obrero, nunca he sido una estrella”. Pues, no. Sí fue una estrella, una inmensa estrella en el universo, tan querido por quien esto escribe, del cine español, de cualquier época y soportando las más difíciles y complejas circunstancias. Honor y gloria, para un actor de reparto que hoy, y siempre, es el protagonista, es decir, una estrella, por fin.

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