The Objective
Antonio Agredano

Pactar con el diablo

«Pedro Sánchez pactó con el diablo. Y lo hizo sin querer leer el contrato. Rubricó su futuro con estos hombres rudos, fríos, consumidos por el deseo y por los complejos»

Opinión
Pactar con el diablo

Ilustración de Alejandra Svriz.

«El primer millón hay que hacerlo como sea; los demás, honradamente», dijo el empresario Juan March. Es una cita que siempre utiliza mi amigo Santiago y que recordé estos días de mordidas, pendrives y carreteras nacionales.

Pedro Sánchez siempre deseó el poder. Primero en el partido, luego en el Estado y, por último, en el corazón de esta Españita inmisericorde. La ambición extiende cheques que luego hay que pagar. Para hacer el camino se rodeó de hombres, sobre todo hombres, que podían hacerlo posible. Que prometieron hacerlo posible. Lo importante era llegar, no importaba cómo. Él sólo dejaba hacer. Ellos le aconsejaban, le conducían y le sostenían el ánimo. Lo que hicieron, lo hicieron bien.

Pedro Sánchez pactó con el diablo. Y lo hizo sin querer leer el contrato. Rubricó su futuro con estos hombres rudos, fríos, consumidos por el deseo, por los complejos, con sus propias aspiraciones, que vieron una grieta, una fragilidad, y anidaron en ella. Hombres que no eran como él. Hombres que venían de otros mundos, de otra sequedad, de incómodas cunas.

Y por eso precisamente ellos, porque él se sentía ajeno a las entrañas del partido, a ese mecanismo de sangre, porque sabía que, para llegar arriba, había que descolgar muchos teléfonos, hablar con adustez, prometer cosas e incumplirlas, conocer las miserias de tu interlocutor. Porque sabía que en el aparato de los partidos son necesarias las purgas, las traiciones, las reuniones ásperas y las madrugadas. Él era un político de manos suaves. Por eso iba con ellos en el Peugeot. Porque en este viaje hacían falta compañeros de mirada turbia y memoria corta.

Aquel hombre logró ser presidente. Siete años de trajes ajustados y gesto severo. «El puto amo». Sánchez estuvo arriba, muy arriba, admirado y querido en Europa. Frente a él, el Partido Popular se deshacía. Pablo Casado se desangraba frente a Carlos Herrera. Isabel Díaz Ayuso no perdonó. Cuando consiguió aquello con lo que soñaba, Sánchez intentó olvidar su pasado. Contentar a esos hombres. Mantenerlos lejos y cerca al mismo tiempo. Y fiarlo todo a su futuro. Pero la herida era profunda. Y ya no había hilo que pudiera coserla. A través de esa puerta en la carne entraron todos, y quizá él mismo.

Sánchez era entonces un político audaz, o eso decían. Un bastión de la socialdemocracia. Un rompeolas inexpugnable para la ultraderecha. Pudo irse a tiempo, pero se quedó. Y, como siempre, llegó el diablo a pedir el precio de su ascenso. «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo», escribió John Milton en El Paraíso perdido. 

¿Mereció la pena, Pedro? ¿Cuándo fuiste consciente de que tu alma ya no descansaba en tu esternón, sino en el tapete de juego de Santos Cerdán, de José Luis Ábalos, de Koldo García, y de todos los que después se fueron sumando a la timba? ¿Lo sospechaste desde el principio o pensaste, ingenuamente, y ahora lo sabes, que podrías deshacerte de ellos cuando llegara el momento? ¿Qué pesó más en ti, la soberbia o la candidez? 

«El orgullo engendra la necesidad, la necesidad crea los pícaros, los pícaros acaban en la horca, y quien gana es el diablo», escribió John Vanbrugh. Pedro Sánchez pasará a la historia o bien como un corrupto, o bien como un árbol enclenque en cuya sombra creció la corrupción. No hay relato que pueda ya ocultar los hechos. 

La de Pedro Sánchez es una caída pausada, pero una caída, y será ahora o en 2027. Pero será. Arrastrado por la podredumbre moral y política de los que le auparon. Por los socios siniestros que lo mantuvieron. Por los anteayer palmeros y que ahora se pegan codazos para apuñalar el cadáver. Porque toda rápida subida está preñada de su resplandeciente bajada. Porque el diablo siempre se lleva su parte.

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