The Objective
Fede Durán

El regreso de Albert Rivera

«Cabe la remota posibilidad de que surja de nuevo un partido liberal con un candidato que, al menos en principio, muestre una hoja de servicios impecable»

Opinión
El regreso de Albert Rivera

Albert Rivera. | RRSS

Cabe la remota posibilidad de que, a la vista del nivel de podredumbre del Gobierno actual y ante la escasa ilusión generada por Feijóo, surja de nuevo en España un partido liberal, impulsado desde la sociedad civil y con un candidato que, al menos en principio, muestre una hoja de servicios impecable y el magnetismo de los grandes líderes.

Cuatro partidos surgen en España en los últimos tiempos como novedad frente a las siglas de PSOE y PP. Ciutadans de Cataluña, después Ciudadanos bajo la marca nacional, nace en 2006; UPyD lo hace en 2007, Vox en 2013 y Podemos cierra la secuencia algo después, en 2014. Las dos primeras formaciones comparten semilla desde el momento en que brotan de la inspiración de círculos intelectuales en regiones donde el nacionalismo (hoy independentismo) tiene mucho tirón.

Por el contrario, Podemos bebe directamente de las aguas indignadas del 15-M y aprovecha la curvatura de esa ola para articular desde la izquierda una propuesta que poco a poco se ha ido vaciando por el canibalismo y la egolatría. Tanto Cs como UPyD terminan sucumbiendo por causas similares, cerrándose así el círculo de su parentesco: al basarse en la figura de un líder único e indiscutible, la decadencia del líder implicaba necesariamente una clausura. Sólo Vox resiste frente a las inercias de la contemporánea política española, cuyo paralelismo obvio es la dicotomía Madrid-Barça. 

El paisaje parlamentario actual muestra más o menos lo de siempre, salvo por esa pieza colocada a la derecha de la derecha. El socialismo malvive secuestrado por el peor y más peligroso líder de su historia reciente; los populares son como esos boxeadores sin técnica ni pegada que lo fían todo a la voluntad de victoria; de Podemos no queda ya ni el pecio de un triste velero y sobre Vox revolotean los mismos espectros del personalismo que liquidó a Cs y UPyD más la fatiga que provoca un discurso encorsetado, xenófobo y simplista.

Lo que el votante más pragmático se plantea es echar a Sánchez del Gobierno antes de que el país se convierta en una de las distopías de Aldous Huxley o Stanislaw Lem. Esta opción se traduce simple y llanamente en votar al PP, ya sea con la nariz tapada o bajo el sol de una leve esperanza regeneradora. Pero existe una actitud más romántica y por ende menos razonable: aguardar a que en los dos años que según el presidente quedan de legislatura se forje una alternativa propulsada por individuos de primer orden moral y profesional, sin adscripción a doctrinas clásicas, empujados por el ideal del bien común y comandados por una personalidad que airee la casa vieja donde vivimos. Siquiera brevemente, Albert Rivera representó ese papel, aunque luego se lo comieran las trampas zorrunas del estrellato.

«En cierto sentido, España reedita hoy los ánimos del 15-M»

Podría plantearse que ese secretario general todavía nebuloso y escurridizo fuese encasillado por unos y otros en menos que canta un gallo, pero es probable que la náusea colectiva alcance tal nivel que para entonces esa posible alineación hacia demarcaciones más o menos progresistas o conservadoras dé exactamente igual. En cierto sentido, España reedita hoy los ánimos del 15-M. Sin echarse a las calles, sin pancartas ni manifiestos, sin chavales de izquierdas o de derechas subiendo a un escenario improvisado para exigir una catarsis de lo público y lo privado, la nación se instala a golpe de portadas, procesamientos, informes de la UCO, amnistías, comisiones, enfuches y enrocamientos en la más absoluta estupefacción. El mismo tipo que echó a Mariano Rajoy para purificarlo todo se ha transformado en una versión infinitamente más vil del gallego.

Volvamos por un instante a la hipótesis de ese nuevo Rivera (o esa nueva Rosa Díez), ambos reformulados en mejores condiciones, claro, puesto que al fin y al cabo se trata de un anhelo. Sea cuando sea, las elecciones generales se convocan, el pueblo vota y en las pantallas del recuento cristaliza lo avanzado por la demoscopia: con Sánchez como candidato, el PSOE obtiene los peores resultados de su larga singladura y en la pizarra de la aritmética suma, sin necesidad de Vox, una alianza entre Feijóo y el partido sin siglas pero con empuje.

Librado del devorador peaje que impone el apoyo independentista, ese futuro Ejecutivo dispondrá de todas las armas para curar las fracturas del esqueleto hispano, se autorregulará por la convivencia necesaria entre rivales y aportará felizmente un periodo de estabilidad y, quién sabe, también de florecimiento. Pero antes, por supuesto, el timonel, el hombre que no ha comido, el presidente engañado por sus íntimos, el candidato que trucó las primarias socialistas, tendrá que entregar el poder. Y es al proyectar esa imagen de carreras de relevos cuando algunos (¿muchos?) temen que algo falle, que salte una sorpresa mayúscula, que el engendro que Sánchez denomina Gobierno progresista intente perpetuarse aprovechando las profundas mutilaciones infligidas a este Estado que, milagrosamente, aún resiste y se revuelve. 

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