The Objective
José Luis Pardo

Anatomía de una mirada

«¿Y si no fue Sánchez quien aupó a los que ahora repudia, sino al revés? ¿Y si fueron ellos quienes le encumbraron desde el Peugeot a la Secretaría General del partido?»

Opinión
Anatomía de una mirada

Ilustración de Alejandra Svriz

El pasado 12 de junio fue un día un poco raro. Por la tarde, el presidente del Gobierno compareció en la sede central del PSOE (salva sea la Moncloa) para rasgarse las vestiduras ante las presuntas corrupciones de uno de sus hombres de confianza. Raro, por infrecuente, pero grotesco. Como si lo único que hubiera hecho Santos Cerdán fueran sus conchabanzas con contratistas poco escrupulosos. Es igual que cuando se pone el grito en el cielo porque unas entidades públicas o participadas finjan contratar a una rufiana por 1.500 euros al mes y, sin embargo, se considera perfectamente razonable la colonización con miembros del partido de las presidencias de esas mismas empresas (y de otras tantas instituciones) con sueldos anuales de al menos seis cifras.

¡Ay, cuánto daño le hace a la izquierda la corrupción «económica»!, dice José Sacristán, mientras que a la putrefacta feligresía de la derecha, en cambio, le parece un pecadillo venial. Como si aprovechar los cargos políticos para llevar a cabo esas extorsiones y desfalcos no fuera corrupción política –corrupción de la política– antes que económica. Y como si no hubiera sido el mismo Santos Cerdán el ejecutor de las más sórdidas operaciones de extorsión política y de ultraje a los principios constitucionales cocinadas, no ya con empresarios indecorosos, sino con sujetos condenados por delitos de terrorismo, sedición, malversación y atentados contra el Estado de derecho. El cupo catalán, y no las fiestas de Koldo y Ábalos, eso sí que es gastarse el dinero de los ciudadanos en putas.

Pero no nos desviemos del día 12. Casi al mismo tiempo que la declaración del presidente, temerosa de que la desgracia de sus amos fuera también la suya, incluso la prensa sumisa se rasgó otro poquito las vestiduras ante lo que hasta unos días antes consideraba únicamente basura digital neonazi y policía patriótica ultraderechista. Raro también, pero comprensible: como Sánchez, tampoco tiene inconveniente en «cambiar de opinión» para sobrevivir. Y un poco después, en la Residencia de Estudiantes, Felipe González y Eduardo Madina intentaban resucitar a aquel PSOE. Menos raro, pero con igual retraso, porque tanto aquel PSOE como aquella prensa no-sumisa dejaron de existir hace años por expresa voluntad del compungido compareciente, aunque hayamos tardado cierto tiempo en aceptarlo y algunos aún no se hayan enterado.

Mientras todo esto ocurría, yo viajaba en un autobús por la capital y leía, en las pantallas que la EMT madrileña ha instalado en estos vehículos, un proverbio árabe que dice: «Quien no comprende una mirada, tampoco comprenderá largas explicaciones». Me habría pasado desapercibido el apotegma de no ser porque lo más importante de aquel día, a mi modo de ver, había sucedido por la mañana, y consistió precisamente en la mirada que Pedro Sánchez dirigió en el Congreso de los Diputados a Santos Cerdán, custodio de sus vergüenzas. Pero de esa mirada habría querido yo escuchar, contra el proverbio, «largas explicaciones» para mejor comprenderla.

Ya sé que, salvo que estén codificadas como las señas del mus, las miradas son equívocas por naturaleza: de las que Velázquez o Goya dirigen al espectador respectivamente desde Las Meninas o La familia de Carlos IV estamos seguros de que no son, por ejemplo, miradas de odio ni de desprecio, pero su interpretación abre un abanico de posibilidades rigurosamente inagotable. Esto es así porque una de las características de las grandes obras de arte es su irresoluble ambigüedad, causante de que, como decía Paul Valéry, los ojos no puedan nunca cansarse de verlas por mucho que las miren.

«Si los gestos, las miradas y el maquillaje del presidente se han vuelto tan importantes es porque en ellos se ‘muestra’ lo que no se ‘dice’»

Pero esto no rige en el terreno de la política, en el cual, en palabras de Fernando Savater, lo que no es explícito es deshonesto. Es decir, que es necesario exigir largas explicaciones. Y, como todos sabemos, esa tarde de la que hablamos no hubo en Ferraz explicación alguna. Como tampoco la ha habido después, y como no la hubo otras tardes anteriores acerca de los verdaderos motivos de la moción de censura de 2018, de los indultos y las reformas del Código Penal, de las relaciones con Venezuela, del aforamiento del líder del PSOE extremeño, de la Ley de Amnistía y la de Memoria Democrática, de la cátedra extraordinaria, del cupo catalán, de la filtración de la Fiscalía, del apagón eléctrico, de la familia de la tele, de la reforma del poder judicial o de los vídeos pornográficos de las cloacas. Y no porque se trate de motivaciones de muy difícil explicación, sino porque, explicadas sincera y claramente en público, resultarían moral y políticamente inaceptables.

Pero con los silencios y las no-explicaciones de Sánchez y sus secuaces pasa como con la prosa de Hemingway: lo que queda implícito, a pesar de no haber sido dicho expresamente, pesa más que lo explícito, que a menudo es trivial o inverosímil (¿recuerdan aquella película en la que Woody Allen justificaba su presencia en una sex shop diciendo que estaba investigando para escribir un libro?); y ese peso, que da sentido a la trama, recae enteramente sobre las espaldas del lector, que tiene que averiguar la verdad a partir de la acumulación de silencios. Si los gestos, las miradas y hasta el maquillaje del presidente se han vuelto tan importantes es porque en ellos, como en sus prácticas políticas efectivas, se muestra implícitamente todo aquello que no se dice explícitamente. Así que, en este caso, no tengo más remedio que usar mi imaginación de espectador para intentar explicitar lo que quedó solamente implícito en la referida mirada, diseccionando los gestos que estas dos personas intercambiaron aquella mañana.

Lo primero que ha de notarse es que las miradas de estos dos hombres no se cruzaron. No se miraron a los ojos, sino sucesivamente el uno a la nuca del otro. En la asombrosa novela Vida y Destino, de Vasili Grossman, hay un pasaje que hacía las delicias del filósofo Emmanuel Lévinas: en el Moscú de Stalin, frente al cuartel general (y cárcel para presos políticos) de la KGB en la plaza Lubianka, se formaba a diario una larga cola ante un postigo en el que se permitía dejar cartas o paquetes para los detenidos por la policía política o solicitar noticias sobre ellos; los que estaban en la fila no veían el rostro de quienes les precedían, pero según Grossman leían cada uno en la nuca del anterior los sentimientos y las esperanzas de su miseria. Y, aunque los dos hombres que coincidieron por última vez el día 12 en las Cortes no eran víctimas del poder sino más bien lo contrario, yo creo que fue eso mismo –los sentimientos y las esperanzas de su miseria– lo que cada uno de ellos adivinó en la espalda del otro.

Se ha dicho que la mirada de Sánchez a Cerdán estaba ensayada para simular la mueca de angustiosa decepción de quien acaba de enterarse de la traición de un amigo, como una seña acordada con sus incombustibles compañeros de mus, los que están en el secreto y le seguirán votando y apoyando por muchas trampas que haga, puesto que no están interesados en jugar limpio, sino únicamente en ganar la partida. Si fue así, no salió bien. A mí no me pareció una mirada de odio, ni de desprecio, ni de decepción. No era la mirada de animosidad de un jefe hacia un subordinado díscolo, ni tampoco la del dolor derivado del peso de la responsabilidad por haber promocionado a la persona equivocada. Era la mirada de un hombre forzado a fingir desdén por alguien a quien sólo debe gratitud. Lo que yo vi en la espalda de Cerdán fue una pregunta escrita en ella por quien le observaba alejarse hacia el sacrificio: «¿Qué será del Uno sin el Dos, sin el Tres, sin el Cuatro…?».

«La alianza corrupta ya estaba parcialmente en marcha antes de que Sánchez llegase al poder»

Nos han contado la película de que fue Sánchez quien, en su afán de implantar el progresismo y restaurar la convivencia en nuestro país, del mismo modo que confió en la buena voluntad de Pablo Iglesias, Otegi, Junqueras y Puigdemont y con la misma ingenuidad, confió en Koldo, en Cerdán, en Ábalos, en Aldama y en todos los que componían la red de corrupción que la Guardia Civil ha empezado a poner negro sobre blanco actuando escrupulosamente al servicio de los tribunales. Una ingenuidad difícilmente imaginable, entre otras cosas, debido al excelente trabajo del director de este periódico y su equipo desde hace años, aunque muchos hayan preferido leer sólo la prensa sumisa para tranquilizar su conciencia.

Pero es otra película la que a mí me contaron las miradas de los protagonistas de ese día y los informes de la UCO. En ellos leí que la alianza corrupta –de dimensiones necesariamente grandes, porque para adjudicar una obra no basta con extorsionar al contratista, sino que han de intervenir numerosas personas– ya estaba parcialmente en marcha antes de que Sánchez llegase al poder, con un complejo y extendido tejido clandestino que recorría las venas del PSOE y llegaba hasta sus terminales en la sociedad civil, en la administración pública y en Latinoamérica.

Así que, para explicarme lo inexplicado, tuve que hacerme estas preguntas: ¿y si no fue Sánchez quien aupó a los que ahora repudia, sino al revés? ¿Y si fueron ellos quienes  –utilizando su metodología y su aparato de chantaje y tratos inconfesables– encumbraron a Sánchez desde el Peugeot hasta encaramarlo definitivamente a la Secretaría General del partido, cuyos pasadizos subterráneos conocían bien? Eso explicaría por qué el encumbrado, una vez en la cima, retribuyó su eficaz trabajo convirtiendo ese tejido clandestino de influencias y connivencias en el núcleo duro del partido –liquidando así lo que pudiera quedar vivo de aquel PSOE–, y luego en el núcleo duro del Gobierno (el Ministerio de Fomento y de Transportes): no porque desconociera las habilidades de fontanería de sus deudos, sino precisamente porque las conocía y les debía su poder.

Cuando Cerdán abandonó el hemiciclo con la mirada del presidente clavada en su espalda, a mí me pareció que esa mirada contemplaba a uno de los hombres que, para elevar a Sánchez hasta la Moncloa y mantenerlo en ella, tuvo que ampliar la red de tuberías hasta Podemos, Más Madrid, Bildu, ERC, BNG, PNV, e incluso construir un oleoducto secreto hasta Suiza (parecido al que conectaba Venezuela y República Dominicana) para engrasar la voluntad del prófugo de Waterloo, evitando así que el presidente tuviese que mancharse las manos con semejante pringue. Si no hubiera caído en desgracia, Cerdán podría haber encabezado también el equipo de negociación con Xi Jinping. En definitiva, no veo gran diferencia intelectual ni moral entre el espíritu con el que los mediadores se iban de independentistas o de contratistas y el que nos consta por sus conversaciones cuando se iban de meretrices.

«Cuantas más cosas van saliendo a la luz sobre Cerdán, más se confirma el ‘continuum’ entre el independentismo y las mordidas»

Aunque se hagan esfuerzos por escandalizarse ante la corrupción «económica» para evitar que se repare en la corrupción política, aunque se intente por todos los medios separar el partido del Gobierno, se trata de un magma compacto en el que la vergüenza de la extorsión política se confunde con el desenfreno de la económica. Me dio la impresión de que, en ese momento que se ha congelado en mi retina, se evidenciaba una sola y la misma operación inconfesable de alcantarillado, cuyos conductos comunican la sedición de 2017 con la ley de amnistía de 2024 y, pasando por las adjudicaciones de obras públicas y los paradores, desembocan en el Tribunal Constitucional, en la embajada española en Caracas y en el Palacio de la Moncloa.

Cuantas más cosas van saliendo a la luz sobre Cerdán, más se confirma el continuum entre el independentismo y las mordidas (el pacto con Bildu en Navarra y los negocios de Servinabar, la elección de un dirigente de las CUP para defenderle de las acusaciones de corrupción, etc.). El informe policial sobre el trabajo sucio que hemos conocido es, sin duda, un ejemplo de pornografía política. Pero sólo estará completo con el relato del trabajo suizo, si alguna vez ve la luz, que será una obra de lo que alguien llamó «pornología superior» y ampliará el significado del término «prostitución». Y, ¿a dónde habría llegado Sánchez sin estos fontaneros, si hubiera tenido que apoyarse en timoratos derechistas como García Page y Lambán?, me preguntaba yo.

Pero todo esto, claro está, son especulaciones y figuraciones mías. ¡Quién sabe lo que quiere decir una mirada! También me inquietaban aquel día las intenciones de una señora japonesa que no me quitaba ojo desde su asiento del autobús, y al final se bajó en Recoletos y no hubo nada. Como vino a decir el presidente en su rueda de prensa del día 16: exceptuando el lenguaje machista, la corrupción del PSOE no es tan grave, porque a diferencia de la derecha, la izquierda se corrompe únicamente por causas nobles; lo verdaderamente grave para España, lo único inadmisible, concluyó, sería la alternancia política (todo un ejemplo de profesión de fe en la democracia).

Y eso es lo que sabían evitar a toda costa los «negociadores» ahora caídos en desgracia, verdaderos artífices en la sombra de la legislatura interminable y autores inconfesos –con la ayuda de Iglesias, Puigdemont, Junqueras, Otegi y Esteban– del personaje que hoy se ve obligado a echarles (de menos). Reconoció que no convoca elecciones porque las perdería; pero no hay que ver en ello apego al poder: es que, si pierdo las elecciones –amenazó– ¿qué sería de todas «las personas que nos necesitan para llegar a final de mes»?

Pero, ¿quién necesita a quién? ¿Necesitan los que no llegan a fin de mes un gobierno que les dé de comer, o más bien poder llegar a fin de mes sin depender del gobierno? ¿No será el Gobierno quien necesita los votos de los que no llegan a fin de mes, y por eso aumenta su número para engordar su clientela y así mantenerse en la Moncloa, no hasta fin de mes, sino hasta el fin del siglo? Mas –insisto–, no me hagan caso, a ver si por una tontería de nada van a venir Feijóo y Abascal y les van a quitar de la boca a nuestros hijos el pan del bocadillo progresista que pagamos hipotecando nuestra dignidad de ciudadanos. Miren que nuestros chavales podrían encontrar trabajo como jueces por el turno libre, que va a haber muchas plazas. Y, como les gusta a los progresistas, sin oposición.

Publicidad