El arte de la ebriedad
«El arte de la ebriedad se encuentra en descubrir el punto exacto del equilibrio que logra hacer interesantes a los demás y no perderse en la borrachera»

'El triunfo de Baco', (1628-29), óleo sobre lienzo de Diego de Velázquez. | Wikimedia Commons
En el principio de esta historia está Noé y en su versión contemporánea, Groucho Marx, quien afirmó: «Bebo para hacer interesantes a los demás». Como principio es admirable. Pocas veces se ha escrito algo tan ajustado a la realidad social de estos tiempos. Ante una cena, una recepción, una gala, una entrega de premios, un sarao tan propio de unos días en los que la relación social parece ser todo, como bien señala Groucho, buen conocedor de estas cosas, para ser alguien, algunos lo creen así, tienes que ser invitado. Y, claro, si entras en la lista, tienes que prepararte, y ante lo que se te viene encima, nada como un trago para hacer interesantes a los demás. Ahora, eso sí, con moderación. Alguna vez uno leyó, o escuchó, que «siempre hay que ir dos copas por delante de los demás y tres copas por detrás de la borrachera». Tan cierto como que hoy es jueves 26 de junio de un verano que se presenta caliente, en todos los sentidos, y que el lector conjeture qué significa eso de en todos los sentidos, habidos y por haber. Sobre todo, por haber.
El caso es que en la mil veces extraordinaria película Casablanca (Michael Curtiz, 1942), hay un momento en el que el recién llegado comandante nazi, Strasser, a la supuesta Casablanca, que en el fondo era Tánger, le pregunta, muy ufano a Rick (nuestro querido Bogart) la nacionalidad, Rick no se corta un pelo y con cara de póquer le responde: «Borracho». Todo es empezar. Otra cuestión es cómo se acaba. Casablanca termina bien, habría sido un despropósito otro final. Porque como a cualquiera de nosotros, siempre nos quedará París. ¿Para qué? Para soñar. O para beber, tranquilamente en el bar del Ritz. El arte de la ebriedad se encuentra en descubrir el punto exacto del equilibrio que logra hacer interesantes a los demás (a veces esto tiene mucho mérito), no perderse en la borrachera; es decir, controlar esas dos copas por delante de los otros y poderle responder a un siniestro nazi que tu nacionalidad es Borracho. Encontrar ese punto es mágico.
Siruela publica con valentía editorial, en tiempos de neopuritanismo laico y biopolítico, Elogio de la ebriedad de Alicia Dorey, experta, claro, en vinos y gastronomía. Con este ensayo logró el Premio Jean Carmet 2023. O sea que, a veces, el neopuritanismo laico y biopolítico no gana, pero no nos vengamos arriba que la cosa está complicada. Dorey abre el libro (excelente traducción del francés de Julio Guerrero) sin cortarse ante la ofensiva: «La ebriedad es nuestro espacio de libertad. Mientras vivimos enfrentados a las exigencias de las agendas, nos permite soltar el cuerpo y la mente. Al dilatar el paso del tiempo y alterar nuestra percepción del entorno, nos alivia del peso de nuestras vidas, sentir el presente en su forma más absoluta». Impecable. Reúne en unos párrafos todo lo señalado antes.
Después, el libro, de muy agradables 163 páginas, viaja con la ebriedad a través del cuerpo (algo esencial, por cierto), el amor, la familia, la ebriedad solitaria y la colectiva –luego hablaremos de eso–, las nuevas ebriedades y, sobre todo, la clave, la ebriedad y la elección. La elección de la ebriedad, claro, cuándo, dónde, con quién y por qué: «Renunciar a la ebriedad tal vez haría de mí alguien más eficiente, menos voluble, más fiable. Pero ¿por qué?» Encontrar el punto, he ahí, el tesoro de la isla que cada uno, único e intransferible es. Dicho en castizo, la borrachera, que no la ebriedad, es una ordinariez, más allá de las consecuencias mentales, sanitarias y, sin duda, estéticas. Qué decir de la borrachera llorona, la violenta, la «brasas» la «sopas» (dormilona), la, horror, afectuosa.
Sí, el arte de la ebriedad está en el punto invisible del alivio y la búsqueda del tesoro, con la llave incluida (del tesoro, claro). En este viaje veraniego a través del arte de la ebriedad está El barman del Ritz (Galaxia Gutenberg) de Philippe Collin, traducción perfecta de Adolfo García Ortega, dedicado a un personaje sobrenatural, el barman Frank Meier durante la ocupación nazi de París. Antes de los nazis Meier había ofrecido sus cócteles, exquisitos, originales, queridos, bendecidos a gentes como Hemingway, Fitzgerald, Chanel, y a partir de 1940 ahí seguía el tío dando la cara ante los jerarcas de la repugnancia nazi: Göering, los de la Gestapo, las SS, los generales de la Wehrmacht, y tantos canallas integrados en lo que Modiano clavó en sus novelas sobre la Ocupación, las mafias colaboracionistas sin escrúpulos.
«La bebida, no distingue de épocas, ni sabores, pero sí de sinvergüenzas y héroes anónimos»
Meier, por un lado solícito tras la barra, por otro, gracias a un buen amigo diplomático sueco, consiguiendo pasaportes falsos a judíos para salir de París. En medio, la bebida, que no distingue de épocas, ni sabores, pero sí de sinvergüenzas y héroes anónimos. Sigue la bibliografía breve. Por ejemplo, Beber o no beber. Una odisea etílica (gatopardo ediciones) de Lawrence Osborne, traducción de Magdalena Palmer. El autor, un gentleman más cerca de Dionisios y Baco que de la moderación. Crítico de vinos en Vogue, viaja para conocer, y contar, la cultura etílica de cada lugar visitado.
Se la juega, porque descubre lo que se bebe, y de qué manera, en países cuya prohibición del alcohol tiene un matiz religioso. Escribe sobre el abuso y la prohibición, descubre el valor incalculable de un Pub (la traducción aquí sería la vieja y querida Taberna, en extinción por las franquicias), nos cuenta el profundo alcoholismo de los nativos norteamericanos, se asombra ante el éxito internacional del (o, para otros, de la) vodka, y lo hace, siempre que puede empinando el codo. Pero ahí más.
Un libro maravilloso, un compañero para los días difíciles, Metafísica del aperitivo (Periferia) de Stéphan Lévy-Kuentz, traducción de Laura Naranjo. El escenario, una terraza en Montparnasse y, entre el monólogo interior que cada uno y cada cual, sin ser Leopoldo Bloom, establece ante una copa, contemplar lo que pasa en la calle y por la calle. No hay mayor placer ni espectáculo contemporáneo. En el monólogo, aparecen libros recordados, citas olvidadas, ironía a raudales, melancolía, mientras el aperitivo avanza junto a lucidez, efímera pero efectiva, que procura el alcohol. La contemplación, la reflexión, el recuerdo de los futuros días de gloria, la añoranza del tiempo perdido, la lozanía de sentirse vivo. El arte de la ebriedad, como el arte de la novela al decir de Henry James, tiene un millón de ventanas, pero todas están en uno, o en dos.